El poeta y músico Rafael Berrio

El poeta y músico Rafael Berrio

Música

Rafael Berrio, el inquilino estrafalario

La editorial Comares reúne en su colección La Veleta el cancionero integral del músico donostiarra, un artista de culto que supo convertir en belleza el prosaísmo existencial

9 abril, 2021 00:10

La obra de Rafael Berrio (San Sebastián, 1963-2020) se sustenta en una rara anomalía. No es estrictamente lo que parece y, sin embargo, es absolutamente fiel a su apariencia, como si quisiera desmentir y al mismo tiempo confirmar el viejo tópico del artista atormentado. La clásica estampa del fracasado genial. El cantautor donostiarra, desaparecido tempranamente hace ahora un año, justo cuando irrumpió el Apocalipsis en nuestras vidas, encarnaba un ideal literario –el del creador maldito– dentro de un esqueleto –limitado y escueto– de carne y hueso. Contingente. Era como uno de esos desconocidos que a veces encontramos por la calle y, al mirarlos durante un instante, nos resultan inquietantemente familiares. Como si fuera nuestro gemelo o un sosias. Una réplica de nosotros mismos. 

Fue un tipo con un talento superlativo que tuvo el buen gusto de practicar la virtud de la discreción. Su carrera como músico, fluctuante e irregular, no arrancó hasta hace una década, cuando comenzó a publicar (con su nombre) una serie de discos personalísimos, editados por sellos independientes, donde la música impulsa un caudal de palabras extrañas que, siendo nuevas, parecen venidas de un pretérito remoto, diríamos que deliciosamente anacrónico. Berrio no es únicamente un creador de canciones ni un dotadísimo letrista. Es otra cosa: una atmósfera. Ese rincón íntimo donde, apaleados, nos refugiamos cuando la vida nos resulta demasiado hostil. Un depósito de melancolía cargado de ese poderoso signo de inteligencia que es el dominio de la ironía

absolucion Berrio

Criado en el barrio donostiarra de Gros, Berrio creció escuchando el Walk on the Wild Side de Lou Reed en la radio, de madrugada, deslumbrado (sin sol) por el movimiento musical que en la España de los años ochenta, cada vez más lejana, mostró por primera vez que podíamos realmente ser modernos, aunque fuera con retraso. “Del underground también se sale”, solía decirse en aquellos tiempos para burlarse de los ingenuos que, en provincias, soñaban con hacer historia al coger una guitarra eléctrica y subirse a berrear encima de un escenario. 

Berrio no lo logró, o sólo lo hizo a medias, pero en su crepúsculo adelantado, cultivado con la misma disciplina de un artesano, sí pudo vislumbrar, siquiera por un momento, que todo lo que la fortuna le había negado de partida –el éxito, la popularidad, el dinero– habría de llegarle, racionado, justo cuando sus horas ya estaban contadas. De forma injusta y estrecha, pero también indudable. Un decenio después de firmar su primer álbum con su nombre –1971 (Warner, 2010)–, al que siguieron Diarios (Warner, 2013), Paradoja (Warner, 2015) y Niño Futuro (Rosi Records, 2019), más un EP póstumo con tres canciones inéditas, creadas en la soledad oscura de su local de ensayo del barrio de Amara, donde igual podía estar leyendo a Baroja, una de sus devociones literarias, que buscando una progresión de acordes o durmiendo en una cama de batalla. 

Había conocido la época del Donosti Sound, los años agrios del punk rabioso y la amargura, tan común, de que las cosas no marchen. Su primera compañía de discos –Shanti Records– quebró antes de sacar al mercado su grabación fundacional: UHF. Los grupos de rock donde militó –Amor a traición, Deriva– nunca trascendieron el circuito local. Todo iba de puta pena. Escribía canciones para otros artistas, trabajaba en cualquier cosa –delineante, encargado de reparaciones domésticas–, vivía en pisos oscuros, frecuentaba bares terribles en callejones lluviosos y, sobre todo, leía a contracorriente. A vida o muerte.  

Sus lecturas –podríamos decirlo así– eran intensamente místicas. Clásicos españoles. Insignes franceses. Poetas depravados. Líricos del suburbio. Sus años oscuros, que fueron casi todos, le permitieron hacerse con una cultura autodidacta, literaria y vital, que, cuando llegó el momento oportuno, diez años antes de que un cáncer de pulmón lo asesinase sin piedad, se diseminó en las letras de sus canciones. La editorial Comares ha reunido ahora su cancionero integral dentro de su colección La Veleta, una gavilla de poesía exquisita dirigida por Andrés Trapiello, como acto de homenaje y reivindicación. De justicia poética

La edición, limitada y elegante, no es la antología de un músico. Es el libro de un poeta a la antigua. Con pleno dominio de los recursos, Berrio, “un tipo sin oficio ni beneficio, soltero y sin hijos, individualista anarquizante”, como él mismo se retrataba, se descubre como un escritor extraordinario bajo el disfraz de un diletante. Sus canciones, aunque en realidad deberíamos decir sus poemas oscuros, forman una arquitectura de ejercicios expresivos y variaciones donde se canta a la belleza –terminal– de un mundo prosaico y existencialista. La voz literaria de Berrio cristaliza en versos que, siendo absolutamente modernos –desnudos, comprensibles, elegantemente sinceros–, evocan un universo desaparecido, que es el de los altos clásicos españoles. 

La suya es una poesía que va absolutamente en serio pero que, en paralelo, puede entenderse perfectamente como una caricatura retórica, hecha con una fe en la tradición bastante suicida. Una forma de arte eterno que desmiente a la posmodernidad. Que se asienta en la precariedad, pero que aspira al Parnaso con la misma seriedad que los escritores del Siglo de Oro. En sus letras, Berrio habla de la vida malgastada, de los santos mártires yonkis de su generación, de la abulia vital, de la muerte presagiada. Inmortaliza a sus amigos en un poema burlesco completamente serio –y logradísimo–, trata todos los tópicos culturales de la decadencia artística, compone una sociología ancestral a partir de un elogio al vino, no hace ascos al cultismo e incluso practica el bucolismo a lo San Juan de la Cruz en Arcadia en flor, la canción que compuso para la película La reconquista de Jonás Trueba, amigo e impulsor de esta edición de poemas (con música). 

El mundo es una intemperie. Y la devoción literaria que contamina las páginas de Absolución –el título definitivo de esta antología, elegido tras un sinfín de descartes nominativos que se muestran en la edición como si fueran dudas y heridas–, la única salvación cierta ante un drama que, más que trágico, resulta grotesco. “Una casa en Tierra de Campos, por ejemplo. / Una quietud de estancias en penumbra y muebles trasnochados. / Un cargamento de botellas de vino de Oporto en la despensa. / Una cava secreta bien servida de puros toscanos. / Una casa aislada y modesta, más puritana que alegre. / Un corral de altas tapias y emparrado centenario. / Un salón Luis XV donde un solo libro más no quepa. / Un atlas caduco, un laúd, y un inquilino estrafalario (…) / Ese inquilino estrafalario, / es claro, sería yo. / Que soy quien sueño con esa casa / desde hace años…/ Y no la tengo”. 

Berrio fabula aquí sobre sus sueños rotos, evoca a sus escritores preferidos –“Jaime Gil de Biedma en la cama / Jaime Gil / de Biedma al fin”–, canta a la decadencia sin lustre, cura sus heridas, se enseñorea con su melancolía –que es también la nuestra–, se carcajea de su mala reputación –“Niente mi piace, / todo me aburre”–, recuerda a los difuntos que se han ido antes de tiempo, lamenta no haber entendido que la vida siempre va en serio –“Ahora que en tu Viena desfallece el bello vals / y sólo el desencanto queda en pie. / Ahora que la orquesta ha perdido su compás / es hora de irse yendo mal que bien”– y nos recuerda que “la alegría de vivir” es ese sentimiento que tenemos cuando nos creemos inmortales. “Las viejas ciudades / Donde es grato vivir. / La umbría de los parques / bajo el cielo de abril. / Las calles fulgurantes / y el despoblado yerto./ Todo lo he visto, de todo me acuerdo”.