'Homenot' Lola Flores / FARRUQO

'Homenot' Lola Flores / FARRUQO

Música

Lola Flores: gozo y pena de la ‘Faraona’

La icónica figura de la artista jerezana, de cuyo nacimiento se cumple el primer centenario, permite trazar un recorrido por la historia cultural y sentimental de España en el último siglo

7 marzo, 2023 19:30

Soy guapa porque el brillo de los ojos no se opera”. Ahí, en esta frase archiconocida, nace su galimatías sintáctico; ella procede al mismo tiempo del dolor y de la chufla; es el germen de una rapsodia inimitable, la voz concedida con la que la Faraona recitaba el Requiem por García Loca, de Rafael León. También ahí arranca La tempestad de Lola a través de los ojos Carlos Saura, una edición limitada de 85 imágenes de la bailaora, ideada por el cineasta, con música de Shostakovich y el Amor brujo de Falla, prolongado después en Sevillanas un film documental en el que la acompañan Rocío Jurado, Paco de Lucía y Manolo Sanlúcar.

Está visto que los más grandes, antes o después, amaron la sensibilidad de la bailaora metida en su eterno faralaes de tafetán blanco y negro. De su encaje, como le ocurrió a Sara Montiel, han brotado miles de ciudadanos en arco iris. Amó y fue inundada de caricias por el colectivo JGTBI, prueba irrefutable de su comunión con la humanidad y de su odio a la intolerancia homófoba. Lola Flores es la Belle Dame sans mercí, la hermosa despiadada que disfruta del presente y pide refugio, como Segismundo –“Apurar cielos pretendo....”-–suplicando el favor del alma colectiva, cuando la persiguen la desgracia, el descrédito o la Hacienda tributaria.

Encabalga su vida sobre los raíles de la pasión, la tribu y la pena negra. Aunque llega tarde a su cita con la historia, quiere ser la mujer fatal, a pesar de que el personaje romántico esté definitivamente estereotipado. Es la doncella que desafía al amor, como la Carmen de Merimé; la vampiresa lúbrica o la Medusa ávida de oro; y también, la réplica de Semiramis o Ginebra. Pero, sobre todo, la abeja reina que se desnuda en las portadas de revistas para pagar sus deudas o la madre coraje que protege a sus hijos de la maledicencia y la pobreza.

Lola Flores.

España le debía un centenario, un papel de relumbrón en la crónica sentimental. En entrevistas concedidas a Jesús Quintero, José María Íñigo o Lauren Postigo, a lo largo de los años, pidió que al morir, instalaran su capilla ardiente en el Teatro Calderón de Madrid y que luego la trasladaran Sevilla. La inolvidable autora de la frase “si me queréis, irse”, pronunciada el día de la boda de su hija, Lolita, en la Encarnación de Marbella, reunía multitudes; dijo que nunca quiso tumultos, pero los provocó.

Callí nació y callí murió, como reina de la excitabilidad visceral de la cultura gitana, que ha marcado al flamenco con figuras, como Camarón, Antonio Mairena, Pansequito, Pastora Pavón o Fosforito. Supo bailar a Manuel de Falla con la heterodoxia de su torso fibroso; entendió el tango y el tanguito gaditanos con idéntico pronto que el gran compositor, capaz de inspirarse en La Caleta y escribir en la Alhambra, “escuchando la guitarra de Tárrega y la música de Debussy”, escribe Mauricio Wiesental en Libro de réquiems (Edhasa). Todo ello sin comparar estilos ni calidad, porque hoy se trata de calibrar al personaje, no a la artista, que lo fue y grande, pero en un sentido ontológico, más que estético. Lola bailó y cantó, con igual empeño, para el sobrio casticismo español que para los defensores de la ortodoxia. Ofrendó sus castañuelas ante la patria de Viriato; pobló anfiteatros de la misma gente corriente a la que el caciquismo y las guerras fraternales les habían arrebatado el gusto.

Lola nació hace un siglo en la plaza de Belén de Jerez de la Frontera, a las 12 del mediodía, donde su padre tenía un bar que se llamaba La Fe de Pedro Flores y donde, durante el parto de la niña, un grupo de clientes tocó al acordeón la Marcha Real. A lo largo de su vida, habló la hybris de Lola; habló su desmesura más que su voz. Su destino parecía marcado a fuego cuando a los 16 años entró en el grupo escénico de Manolo Caracol, con el espectáculo Zambra, y se enamoró del guitarrista Niño Ricardo, con quien “perdí la virginidad”, según cuenta ella misma en su libro de memorias, escrito por Tico Medina.

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Un texto en el que nunca miente, porque “lo que yo digo se hace realidad” ¡Ah! Es bien conocido que con Caracol mantuvo una relación tormentosa a lo largo de años, viajando por los pueblos y los corrales flamencos; utilizaba entonces sus dos primeros apodos artísticos, Lolita de Jerez, e Imperio de Jerez. Llegó el momento de Lerele y La Zarzamora, los dos primeros hits triunfales de la mujer que dijo tener solo “un cuarterón de sangre calé”. Bailaba con anárquica exactitud, sin llegar al teorema y Caracol le respondía cantando en homenaje La Niña de Fuego y La Salvaora.

Su actitud ante la reciente historia de España marca un antes y un después. Se ha hablado tanto del exceso que no nos la imaginamos como la mujer inmóvil que tantas veces fue en su nido; ella fustigó con furor aquello que sobrevivía a su pasión, pero supo ser la serena amiga, objeto de un espejismo para el otro, como la Albertine de Proust, una inerme de mirada alta; la Belle de jour, que se prostituye y lleva a su marido en silla de ruedas, o Viridiana, la supuesta frígida de Galdós, que desconsuela a quienes la adoran y desautoriza a los que la llaman zorra. Ella embruja y rechaza, al mismo tiempo; preserva su ambigüedad, con el mismo celo mostrado por las hembras que antepusieron su arte a la destreza fácil de la musa.

Su corazón es la crónica del pan negro, en el Cádiz de los buhoneros y el Madrid de los tablaos; y es también el reflejo del amor brujo, el manto opaco que, en un idealizado Sacromonte, detiene el correr de los fluidos y apaga el alarido de placer con los dedos tronchados del amante. Nunca desgajó las consecuencias de sus actos. La insolencia la pudo. Los días de gloria en los que actuaba en las celebraciones de El Pardo, recibía las carantoñas andróginas del General –“tú eres la alegría”, le decía él –, una confirmación de su hegemonía como mujer, pero mirando siempre a Carmen Polo, la Generalísima, como la llamaba Lola en la Casa Civil de aquel caudillo eterno, un párvulo político y cruel de pespunte y sonajero.

Se subió a los escenarios, “esclava del honor”, como dice aquel Himno de Cádiz, lleno de sal y trompetería, expresión de un país que quiso ser “renacentista, pero ayudando a la universalidad católica y medieval”, la paradoja de Menéndez Pidal. Boa en ristre con manguito de visón, ella fue, ínclita raza, el sujeto del deseo que configura el objeto; una representación que confirma a la estirpe, más que “a los enamorados que van a servir al Amor” (Romance del prisionero).

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Hace pocos días, en la misma plaza de Belén, los jerezanos dieron el pistoletazo de salida a este 2023, año del centenario de Lola, –nació el 23 de enero de 1923–, con artistas como Fernando Soto, Macarena de Jerez, Mara Rey o Lucía Aliaño, y con 5.000 claveles colgados del alfeizar, dando un repaso musical a su extensa carrera, desde los primeros compases del folclor hasta el hip hop Como me las maravillaría yo (aquello del “yo tenía un arcón tronchi tronchito......detrás de la graja una tinaja con 24 mujeres y una raja”). Ella invirtió un buen dinero en la rehabilitación del edificio que fue la vivienda familiar de los Flores y que hoy es La Nave del Aceite, el centro de interpretación, que tantas veces reclamó Lola para los jóvenes actores y bailaores. Es la herencia intelectual de una mujer manirrota y sin herederos.     

Como las heroínas del pueblo, Lola sabe sufrir. Vive la conversión de la Virgen de la Soledad en la señora del Rocío, Blanca Paloma, piadosa del amanecer. Es el gozo doliente de la saeta. Se instala  entre el rumor de encajes y azucenas que atraviesa la tierra de los costaleros. Es la mujer-centro, símbolo antropológico de un país que entró en el auténtico Renacimiento barroco –el barroco femenino– de la mano de sus compañeras precedentes, las grandes creativas del seiscientos, un batiburrillo de monjas, dramaturgas y demicortesanas, a las que Quevedo llamó las hembrilatinas. Ha dedicado su tumultuosa marimorena a los hoy siguen “viviendo barrocamente”, gracias al festival de claveles en la blanca sábana extendida sobre su morfología.

Como actriz, Lola Flores hizo un montón de películas: Embrujo, El balcón de la luna, Morena clara, María de la O, ¡Ay pena penita pena!, Los invitados, Juana la Loca, Truhanes y muchas más, hasta 35 cintas y entre ellas aquella Marimorena precoz, de copla y flamenco chico, junto al gran Pepe Marchena. Aspiró a protagonizar el drama de la dama, tras la pista antropológica de Irene Papas en Zorba el griego o de la Loren, en Dos mujeres, de Vittorio de Sica, hasta advertir que su canal folclórico la hacía prisionera y no se movería de sitio.

Sobre el proscenio teatral escribió momentos de plenitud ante un público entregado al modelo del arrabal. Paco Contreras, el Niño de Elche referente de la llamada canción no flamenca, ha sido así de claro en estos primeros días de centenario: “Era una artista incómoda para los flamencos; el flamenco no la reconoció”; el virtuosos de la guitarra, formado en el Conservatorio de París, Juan Carmona, utiliza un sarcasmo fino al hablar de los flamencofilos que la han malquerido; y el enorme Pepe Habichuela, alma de la saga familiar, la rememora con delicadeza; en su recuerdo, suspira la misma Aurora Carbonell, reputada bailaora en su día, viuda de Enrique Morente e hija de José Montoyita, que fue guitarrista de La Faraona. Los doctos en la materia la respetan, pero su nombre no figura en las alacenas de la memoria rigurosa.

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Lola triunfaba de puertas a fuera, entre alerces y abedules. Hubiese sido la perfecta Ana Karenina de Tolstoi si en vez de optar por la aurífera Marbella del milagro turístico hubiera pisado el camino de los Embajadores, que une las playas del Sur con la capital. Empezó su andadura desde la inconsciencia adolescente de una Lolita, “la nínfula que solo existe a través de la obsesión que destruye a Humbert”, escribe Elisenda Julibert en Hombres fatales (Acantilado), a propósito de la novela de Navokov, recreando la célebre entrevista de Bernard Pivot al escritor ruso, en Apostrophes.

Madura, todavía niña, se vio montada en un corcel con gualdrapa de terciopelo, cuando en realidad era apenas una figurante destinada a la gloria. Supo que llegaría, pero no la esperaban los escenarios, que también, sino las calles engalanadas y la Feria de mil colores. Se olvidó del Fisco y fue colocada en el cartel de evasores famosos, ideado por la Agencia Tributaria para convencer a los españoles de que la pena de telediario existe. En su domicilio de Madrid, bailó en fiestas galantes con Cayetana de Alba y la duquesa de Quintanilla; sobre la vera del Guadalquivir, fue jaleada saliendo de las caballerizas camino de Ayamonte junto a sus amigas Paquita Rico o Carmen Sevilla, corroídas ambas por los celos. Confesó su última aventura con el Junco, un bailaor de su reparto, y recordó que había salido de la Real Maestranza del brazo de El Gallito.

Ella inmoló su manifestación artística espontánea entre carros y caballos, entre vírgenes y santos. Se alimentaba sin pensarlo de la comunión de los elegidos. Lola supo infundir piedad al desamor. Amó al hombre de su vida, Antonio González, el Pescailla, aquel guitarrista afilado con el que tuvo a sus tres hijos –Lolita, Antonio y Rosarito–, un desclasado vocacional que decidió perderse un día en la entraña de la Barcelona de Los Tarantos, hasta saltar de la gangrena al blanco peristilo, armado con los acordes cenitales de la Rumba Catalana.