Música
¿Alguien se acuerda de Klaus Nomi?
El extravagante cantante alemán quiso casar la ópera con el rock, con resultados descriptibles, pero llegó a tener su momento de éxito e interesar al mismo David Bowie
2 mayo, 2023 20:00Hace cosa de un par de semanas, me dio por escuchar For your pleasure, segundo álbum de Roxy Music del que este año se cumple el cincuentenario de su aparición. Consecuentemente, me lancé sobre mi desordenada colección de vinilos y, como ya viene siendo costumbre, no lo encontré (no sé para qué los conservo si cuando quiero inhumar alguno, casi nunca doy con él). Y como cuando se me mete algo en la cabeza, tiendo a ser un tanto obsesivo, me acerqué a la calle Tallers porque recordaba que en una de las dos tiendas de discos Revolver (la primera entrando por la Rambla) abundaban las antiguallas en CD a buen precio. ¡Bingo! Ahí estaba For your pleasure al módico precio de siete euros. La vista se me fue al material circundante y ahí topé con el primer disco del extravagante cantante alemán Klaus Nomi (Immenstadt, Baviera, 1944 – Nueva York, 1983), al que siempre había considerado un mamarracho con pretensiones obsesionado por un cruce imposible entre el rock y la ópera. Y como tengo la absurda costumbre de comprar las cosas de dos en dos (discos, libros, comics, revistas), me hice con él (otros siete eurillos) por pura curiosidad (ignorando el dicho anglosajón Curiosity killed the cat) y con la intención de darle una segunda oportunidad a alguien del que había pasado como de la peste en su (breve) período de esplendor.
Cuando Klaus Nomi (auténtico nombre, Klaus Sperber, lo de Nomi lo sacó cambiando el orden de las letras de la revista Omni, especializada en extraterrestres y de lectura obligada para nuestro hombre) grabó su primer disco en 1981, no resultaba muy fácil tomárselo en serio: trajes de hombreras exageradas, pajaritas enormes y apayasadas, rostro pintado de blanco con los labios de rojo carmín, alopecia precoz en forma de una frente excesivamente despejada…En mi caso, fue verlo y negarme radicalmente a escucharlo. Y, sin embargo, durante un par de años, el señor Nomi fue una figura destacada de la escena alternativa de Nueva York (donde había llegado en 1970 procedente de Berlín) que se trataba con Jean-Michel Basquiat, Keith Haring y hasta Madonna. Su primer disco gozó de cierto predicamento (David Bowie lo invitó un par de años antes a hacer coros durante su aparición en el programa de televisión Saturday Night Live, donde interpretó The man who sold the world, pero se olvidó de él a los cinco minutos y nunca volvió a dirigirle la palabra). Cuando por fin escuché ese disco, mi reacción fue ambivalente: por un lado, descubrí que el señor Nomi cantaba con voz de castrato (o de contratenor, si lo prefieren), que su síntesis de rock y ópera era un delirio, que se expresaba en inglés con un acento alemán que tiraba de espaldas y que a veces parecía una mezcla de aquel friki de los años 60 que fue Tiny Tim (baladista rancio que cantaba en un sempiterno falsete y se acompañaba a sí mismo al ukelele) y la inefable Florence Foster-Jenkins (1868 – 1944), una ricachona norteamericana que se empeñó en ejercer de soprano cuando era evidente que Dios no la había llamado por ese camino (hay una divertida biopic a su respecto, dirigida por Stephen Frears y protagonizada por Meryl Streep); por otro, el disco era una chaladura tal que resultaba fascinante, aunque a veces al pobre Klaus se le escapara algún gallo: el tipo era capaz de meter en el mismo disco un twist de Chubby Checker, el hit de Lesley Gore de 1963 You don´t own me, una canción de Henry Purcell y un aria de Sansón y Dalila, de Saint Saëns. Resultado: una obra absurda en su desfachatez, pero de una extravagancia tan notable como eficaz.
Efímera fama
Klaus Nomi publicó su segundo y último disco, Simple man (título irónico a más no poder), en 1982, y siguió en sus trece, incluyendo, junto a un aria de Dido y Eneas, de su querido Purcell, el hit de Friedrich Hollander para la Marlene Dietrich de El ángel azul Falling in love again (revisado por un montón de gente, entre la que cabe destacar a Bryan Ferry o Kevin Ayers) o la canción Ding dong, the witch is dead, de El mago de Oz (que los detractores de Margaret Thatcher entonaron cruelmente en su funeral). Los dos discos no se vendieron gran cosa y la efímera fama del señor Nomi ya había pasado a la historia en 1983, cuando falleció de sida. Tras escucharlos, eso sí, ya no le considero un mamarracho, sino un visionario delirante enfrentado a una misión imposible (casar a la ópera con el rock) que ocupa a partir de ahora un lugar destacado en mi lista de frikis del pop. Sigue siendo difícil tomárselo completamente en serio, pero dudo que él mismo lo pretendiera. El hombre tuvo un sueño, lo hizo realidad dándole la razón a Adam Ant cuando aseguraba en una de sus canciones que el ridículo no es algo que haya que temer, brilló relativamente durante un brevísimo lapso de tiempo y reventó más solo que la una (con la excepción de su compadre de farras Joey Arias), abandonado por los amigos y sin un duro en su cuenta corriente.
¿Merece la pena escucharlo a día de hoy? Pues no lo sé muy bien, pero yo me lo he pasado estupendamente con sus delirantes grabaciones, aunque había cierta distancia entre las aspiraciones del señor Nomi y sus resultados. En cualquier caso, la historia de la música pop no sería la misma sin rarezas como las suyas.