La violinista María Dueñas / TAM LAN TRUONG (MARÍA DUEÑAS WEB)

La violinista María Dueñas / TAM LAN TRUONG (MARÍA DUEÑAS WEB)

Música

Dueñas y Blomstedt, dos edades musicales

La violinista María Dueñas, Premio Princesa de Girona de las Artes, y Herbert Blomstedt, decano de los directores de orquesta, muestran el vigor de la tradición de la mejor música clásica

24 abril, 2023 19:00

“Un altísimo grado de interpretación y ejecución del violín”. Con estas palabras el jurado del Premio Princesa de Girona de las Artes y las Letras ha resumido su acertadísima decisión de otorgar este año la distinción a la joven granadina María Dueñas, uno de los talentos más asombrosos que se han visto nacer en Europa en las últimas décadas. (Dicho sea de paso pero con la mayor contundencia: el boicot que la Generalitat de Cataluña organiza en cada entrega contra unos premios dedicados a fomentar el trabajo de los jóvenes en todos los campos, del científico al social y humanístico, es una muestra más de la miseria moral que inspira las políticas de esa institución).

Con solo veinte años, Dueñas, formada en Dresde y Viena, ya ha empezado a grabar con Deutsche Grammophon, sello en el que hemos podido escuchar algunas muestras de sus lecturas de Beethoven, Spohr, Lalo o Fauré. En todo lo que está haciendo, la violinista ha demostrado un gusto, un fraseo y una complejidad que van mucho más allá del virtuosismo del genio precoz, a menudo brillante y efectista, aun falto de verdadera comprensión. En su versión, por ejemplo, del concierto de Beethoven, Dueñas despliega una riqueza de matices, una morosidad y a la vez una tensión admirables. Y en Après un rêve de Fauré, el instrumento se convierte en voz y consigue una modulación lírica que se confunde con el canto. Es inexplicable la sabiduría que esta chica transmite en esa pieza, un misterio que vuelve a poner de manifiesto el poder de la música para conservar algo que en las demás artes parece haber sido arrinconado o elidido.

Cuando en los años sesenta del siglo pasado, Joseph Beuys dijo que “todos somos artistas” dio un paso enorme en la consideración y la valoración del arte. Fijémonos que Beuys no decía “todos podemos ser artistas”, que era el tópico democrático que venía entreteniéndose desde hacía varias décadas, quizá desde que el psicoanálisis había descrito el poder simbólico del subconsciente. Aquel “todos somos artistas” pasaba a ocupar el lugar de la obra de arte, cuya ejecución diestra quedaba completamente relegada y sustituida por el imperio de la psique del creador que todos llevamos dentro. La afirmación, a su vez, decretaba la muerte del artista entendido como alguien más dotado que otros para dibujar, esculpir o manejarse con el verso. El Arte había derrotado definitivamente a las artes. La liebre de Durero se paseaba muerta en brazos del propio Beauys por una galería de arte de Düsseldorf.

Dejando de lado ahora las consideraciones que nos pueda merecer esa transformación, es interesante preguntarse por qué la música ha sobrevivido a ello. El imperativo de Beuys no sirve para la música. Después del experimento de John Cage, la música tocó su fondo conceptual y progresivamente volvió a ser lo que siempre había sido. En sus lecciones de Harvard, dictadas a principios de la década de 1970, Leonard Bernstein anunció, contra toda la ortodoxia vanguardista del momento, que una gran era de eclecticismo, basado de nuevo en la tonalidad, estaba a punto de despuntar.

Leonard Bernstein

Leonard Bernstein

Y el paso del tiempo le ha dado la razón. Ya muy pocos se toman en serio el credo dodecafónico, como si fuera una religión, a la manera de Boulez. Casi todos los compositores más inteligentes y ambiciosos han aprendido a aprovechar la experiencia sonora del siglo XX en su conjunto, sin fundamentalismos espurios, tal y como había hecho ya, por cierto, Charles Ives. Si uno escucha, por ejemplo, el fabuloso y reciente concierto para violín del joven Francisco Coll, constata que ya no importa si es tonal o atonal puesto que su grado de invención ha superado por fin todas las clasificaciones y lo que obtenemos es una experiencia musical de primer orden.

La música, además, sólo ocurre cuando se interpreta. Se trata de un arte a la vez perdurable y efímero. Como decía Mahler, en una partitura está todo salvo lo esencial. Sólo cuando se toca en un espacio puede la música vivir su tiempo. Y eso es algo que empieza y termina cada vez que alguien la interpreta. Y ahí, otra vez, se evidencia la gran distancia con la requisitoria de Beuys. La música exige siempre una gran preparación, ya sea como intérprete o compositor, aunque al mismo tiempo sea un arte –y ese es otro gran misterio– que afecta de raíz a lo humano con una fuerza ancestral que no tienen las demás. Si en las artes visuales la teoría terminó por devorarlo todo hasta acabar con la pericia, en la música solo la pericia nos permite experimentar aquello que es inmediatamente universal.

Herbert Blomstedt

A sus 95 años, Herbert Blomstedt, decano de los directores occidentales, acaba de publicar una integral de las sinfonías de Bruckner con la Gewandhaus de Leipzig, la orquesta más antigua de Europa, grabadas en los últimos años. Se trata ya sin duda de una de las mejores, con un acento muy propio. Blomstedt es un intérprete fiel y equilibrado, muy atento a los detalles. Sus tempi son siempre acertados, ajustados y razonables, gracias a un sabio control de las dinámicas, algo esencial en Bruckner. Su sentido de la espiritualidad –imprescindible en estas piezas, que tienen algo de canto medieval traducido al lenguaje sinfónico, como un romanticismo limpio de subjetividad– es hondo sin ser excesivo.

Su lectura de la sexta, por ejemplo, que ha conocido versiones muy distintas y aun opuestas, es magistral. En el primer movimiento, el tema principal de las cuerdas, que puede llegar a ser estridente en según qué manos, suena aquí con un vigor compacto, tenso hasta el límite y a la vez con una gran suavidad lírica. En ningún momento se le escapa al director el juego de contrastes y tensiones, de causas y consecuencias, de contenciones y estallidos.

Hay que ver dirigir a Blomstedt con toda la nobleza de su ancianidad, ligeramente encorvado, sin batuta, variante de su ministerio como pastor adventista. Se nota que lleva la música grabada en el alma y le basta levantar un dedo para subrayar una frase o mirar a un grupo de instrumentos para moldear su acompañamiento. El adagio de la sexta, uno de los momentos más altos de Bruckner, que imaginó el movimiento para su propio funeral, compuesto en forma sonata, está también resuelto con una emocionante maestría. La canción de amor, el lamento del oboe y la marcha fúnebre están perfectamente integrados, sin que en ningún momento las texturas se confundan o se desgarren. Y qué sabiduría en las transiciones. No da nunca ningún paso en falso.

Dueñas y Blomstedt, alfa y omega de la dedicación musical, demuestran lo que hay de intempestivo en su trabajo. Como decía Rilke, el arte solo puede surgir de un puro centro anónimo. Y eso es lo que paradójicamente se alcanza con una gran preparación. Por sus propios condicionamientos, la música ha quedado como custodia de lo que es la verdad trascendental en el arte, algo indefinido pero inmediatamente reconocible a lo que se accede solo cuando se han superado todos los límites subjetivos. ¿Quién es y dónde está el que canta? Basta hacerse esa pregunta para empezar a adentrarse en la cuestión.