Cartel de un acto de homenaje al disco 'Grace' de Jeff Buckley en Toronto

Cartel de un acto de homenaje al disco 'Grace' de Jeff Buckley en Toronto

Música

‘Grace’, el milagro de Jeff Buckley

Hace un cuarto de siglo que despareció este prodigioso artista, cantante y multiinstrumentista que estaba llamado al Olimpo del 'rock', pero falleció a los 30 años con un único disco en el mercado

12 febrero, 2023 19:30

El joven se había resistido porque no quería dar la impresión de que se aprovechaba del apellido de un hombre al que a fin de cuentas no llegó a conocer, pero pese a todo acabó pasándose esa tarde del año 1991 por aquella iglesia de Brooklyn donde todos los que eran alguien en la escena artística y del rock neoyorquino se habían reunido para rendir homenaje a Tim Buckley. En aquel entonces Buckley, en la arena pública, no era más que el-hijo-de. Pero Hal Willner, legendario productor de Lou Reed o Marianne Faithfull y promotor del concierto, sabía que el joven había estado en distintas bandas en su California natal y había estudiado música, y le insistió mucho, sabedor del carácter frágil y huidizo del muchacho.

De modo que allí se acabó presentando el hijo de Tim Buckley, aquella inclasificable supernova de finales de los 60 y los primeros años 70, el cantautor avant-garde, el tipo que, cabalgando a lomos de una voz prodigiosa, jugó a su antojo con el folk, el jazz, el rock y la psicodelia para crear obras de culto como Starsailor o Greetings from L.A., con canciones de apabullante belleza y versionadas hasta la saciedad por otros artistas como Song to the siren. Muchos supieron en aquel momento que el músico, que siempre tuvo fama de genio difícil y cuya adicción a la heroína le causó innumerables problemas con los sellos discográficos, había engendrado un hijo. Éste lo llegó a ver con vida en dos ocasiones, y una de ellas fue de lejos, mientras daba un concierto.

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Criado por su madre, Jeff Buckley conoció, de su padre, la sombra, pues para cuando falleció a los 28 años en 1975 debido a una sobredosis, Tim Buckley hacía mucho que había dejado atrás la vida familiar, nada más nacer Jeff, para dedicarse enteramente a hacer arder su talento y a su propia vida. Aquella tarde, en el tributo neoyorquino celebrado en el 91, Jeff Buckley cantó cuatro canciones de su padre y conmocionó a todo el mundo. Hasta el punto de que Hal Willner, que de industria musical y del negocio sabía lo suyo, lo agarró del brazo y le rogó que se quedase en Nueva York y lo dejase apadrinarlo.

Al final, Jeff Buckley decidió comenzar en serio su camino en la música, pero sin tutelas. Se lanzó a interpretar versiones de Nina Simone, Billie Holiday y Edith Piaf en el más estricto underground, en garitos minúsculos donde una veintena de personas era ya un éxito de público. Y en una de esas noches conoció al guitarrista Gary Lucas, un antiguo miembro de la mítica Magic Band del más mítico aún Captain Beefheart, y no mucho después ambos habían formado el grupo Gods & Monsters. Aquello no funcionó. Se ha dicho siempre que Lucas, perro viejo, le cortaba las alas en las actuaciones, intimidado por el colosal carisma de Buckley. De modo que éste mandó parar y acabó buscándose un grupo de músicos jóvenes y desconocidos.

Con ellos fue puliendo pacientemente su estreno, uno de los discos más bellos, asombrosos y sobrecogedores de los años 90 y, más allá incluso de las habituales clasificaciones por décadas, estilos o generaciones, uno de los debuts más especiales de la historia del rock. En pleno estallido del grunge, a contracorriente de los fieros y robustos guitarrazos y de la angustia juvenil y el nihilismo al por mayor, ese disco, Grace, publicado en 1994, sonaba –suena– como una experiencia etérea y vaporosa, como un remanso de intimidad casi litúrgica, como una flor extraña. Frágil y vulnerable, sexy y atormentado, propulsado por el superdotado rango de su voz de tenor lírico, Jeff Buckley hizo un disco de rock, sí, pero más allá de toda taxonomía canónica.

El gusto por la música clásica que le inculcó su madre, los arrebatos de contundencia hard-rock (una huella de la devoción que desde niño sintió por Led Zeppelin), las huellas del Van Morrison místico y pletórico de Astral Weeks, el influjo del cantante paquistaní Nusrat Fateh Ali Khan (uno de sus ídolos, estrella absoluta del qawwali, una expresión de la música devocional sufí), su pasión por Judy Garland y las antes citadas Simone, Holiday y Piaf…, todo eso vibra en unas canciones que oscilan entre el éxtasis y el dolor y en las que no es difícil detectar el latido de otra época, un romanticismo y un aire sacro que llevan a pensar que el álbum, de alguna forma, buscaba inscribirse en la dimensión de los grandes clásicos mucho antes que emparentarse con la música de su tiempo (pero, cuadrando el círculo, sin dejar de sonar por los cuatro costados a años 90).

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Algo muy parecido a un milagro, o sea. Y por descontado una obra maestra. Seguramente la canción más conocida del disco sea la impresionante versión de Hallelujah, la canción de Leonard Cohen. Hemos escrito impresionante y ahí lo hemos dejado, porque el riesgo de que esta frase sufriera una hemorragia de superlativos era grande. Después de esa exhalación con que se abre (hasta ese pequeño detalle es hermoso), Buckley la canta con semejante convencimiento, con tan anonadante belleza, que –con el debido respeto al maestro canadiense– la eleva a unas alturas no conocidas hasta entonces, hasta el punto de que, si esa canción fuese un estándar en el sentido jazzístico, sería justo concederle a él la autoría.

Difícil competir con una canción que es, en toda regla, un documento excepcional, una de las grabaciones más bellas que haya hecho un hombre con su sola voz y una guitarra eléctrica, en la que el aura de ángel terrenal que siempre tuvo el músico alcanza su grado sumo. Pero afortunadamente la música no va de competir y en el disco hay otras dos piezas cuya escucha basta y sobra para entender por qué se ha hablado tanto de la condición etérea, vaporosa, levitante de Grace: Lilac wine, una pieza popular que hizo célebre Nina Simone, y Corpus Christi Carol, una versión de un villancico anónimo inglés del siglo XVI que Buckley conoció por la grabación del mismo que hizo Benjamin Britten. Son canciones que hipnotizan por su delicadeza, por la manera en que Buckley hace con su voz esculturas prístinas rodeadas de un silencio ceremonial.

Incluso en sus momentos más rockeros, como Mojo pin, So real, la balada Lover, you should’ve come over con sus ecos gospel, Eternal life con esa línea de bajo casi más propia de un disco de metal o la maravillosa Dream brother, con ese aire de misterio, de música que se enrosca sobre sí misma, con su elegantísimo sentido dramático, Jeff Buckley trasciende en Grace  los límites preceptivos del rock. Podríamos citar muchas influencias concretas (las principales se consignaron arriba), pero el disco, en el fondo, es inclasificable, absolutamente Buckley, y esa es por supuesto otra de sus  virtudes.

Jeff Bucley Biography

Tal vez por ello, y evidentemente por las características excepcionales de la voz de Buckley, es uno de esos discos magistrales que no crearon escuela, más allá de que en alguna entrevista Thom Yorke, de Radiohead, confesase que se atrevió a cantar en falsete gracias a Grace (en cuya estela vocal podemos situar también, ay, a Coldplay o, Dios santo, Muse, pero no queremos llevar este texto al terreno de la reflexión sobre los problemas del manierismo o la degeneración hortera y formulaica de la noción de épica emocional).

De los derroteros que podría haber seguido Buckley sólo conocemos las pistas que dejó en su álbum póstumo e inconcluso My sweetheart the drunk, pues, como en una trágica fábula sobre padres e hijos con cruel moraleja final sobre los caprichos del destino, Jeff Buckley murió antes de terminarlo, muy joven, con 30 años. Ha pasado desde entonces un cuarto de siglo y todavía no hay certeza de que fuera un accidente ni un suicidio, pero investigadores, amigos y familiares han ido aportando todo este tiempo argumentos que avalarían, para cada quien, una u otra hipótesis. Lo cual, claro, no hace más que reforzar la leyenda construida en torno a su figura y su obra.

Lo seguro que es que a finales de mayo de 1997, cerca de Memphis, donde iba a seguir puliendo ese segundo álbum, en los alrededor del río Wolf, en Tennessee, Buckley se fue a dar un paseo con un amigo mientras esperaban la llegada de sus músicos a la ciudad. Contó el amigo que, como estaban al lado de la orilla del río, Buckley se lanzó al agua sin quitarse la ropa ni las botas que llevaba puestas (una de las versiones sostiene que lo hizo mientras cantaba Whole lotta love de Led Zeppelin), que pasaron en aquel momento dos barcos por ese sector del río y el amigo los observó un instante, y cuando volvió de nuevo la mirada hacia Buckley, éste ya no se veía por ningún lado. Su cuerpo apareció cinco días después, el 29 de mayo. En la autopsia no sé hallaron restos de alcohol ni de drogas.

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El deslumbramiento que provocó Buckley con Grace permitió al recién llegado privilegios como conseguir, a las primeras de cambio, que Tom Verlaine accediese encantado a producirle My sweetheart the drunk. Para el cantante, guitarrista y compositor, trabajar con Verlaine era un sueño cumplido, pues era un mitómano de la escena neoyorquina de los 70, de la que la banda que lideró Verlaine, Television, con su majestuoso Marquee Moon, fue uno de sus más aclamados exponentes. Sin embargo, Buckley, que se pasó la vida lidiando con una insatisfacción crónica y una necesidad de perfeccionismo asfixiante, no quedó conforme con el resultado de las sesiones. El disco, en realidad, estaba prácticamente listo, pero el músico no le dio nunca su visto bueno y guardó las cintas en el cajón para volver a convocar a su grupo a unas nuevas sesiones, esta vez con Andy Wallace (que había producido Grace) de nuevo como hombre de confianza en el estudio.

Lo que se acabó publicando, en 1998, ya de manera póstuma, fueron las tomas realizadas junto a Verlaine, además de una serie de esbozos fruto del intento de Buckley de encontrar un tono, un sonido, un resultado que le convenciera, todo ello bajo el título Sketches for My sweetheart the drunk. Lo hemos vuelto a escuchar, después de muchos años. Y son unas grabaciones sensacionales. Como conjunto resulta deslavazado y errático, lo cual es lógico, ya que no fue concebido como conjunto sino como campo de pruebas. Y claro que palidece en su comparación con Grace, pero es que menuda papeleta, vaya broma del destino, un hijo enfrentando al peso gigantesco de las expectativas causadas por su primer disco, como a su mismo padre le había ocurrido.

Dijo Verlaine, años después, que trabajando con Buckley tuvo siempre la sensación de que se encontraba más cómodo sin la banda, en el silencio, que con la electricidad estallando. Lo cierto es que Sketches for My sweetheart the drunk ratifica esa impresión. La canción Yard of blonde girls, por ejemplo, es muy interesante porque nos muestra a un Buckley más terrenal y fijado a su tiempo, tratando de hacer un ejercicio de grunge en toda regla; pero no captura ni remotamente la grandeza y los mejores dones como compositor e intérprete del artista. Otros cortes muestran cómo se debatía entre el ascetismo que siempre lo hizo refulgir –el boceto de I know we could be so happy, baby (If we wanted to be)– y una tendencia al ruido y a la disonancia –Murder suicide meteor slave– con los que, por momentos, casi parece que él mismo boicoteaba premeditada o inconscientemente el más evidente de sus dones, la estratosférica hermosura de su voz.

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Más o menos acabadas (algunos esbozos son exactamente eso: ideas, apuntes, posibilidades a la espera de desarrollo), en cualquier caso todas ellas son canciones que Buckley no consideraba publicables, de manera que estamos uno de esos casos –tan habituales con los inéditos y papeles varios suelen aparecer en los cajones de los escritores célebres una vez fallecidos– que nos plantea un dilema sobre la pertinencia de su difusión. Al margen de las consideraciones éticas, la colección es apasionante porque, a fin de cuentas, deja constancia del funcionamiento del proceso creativo de un tipo que, hasta donde pudo demostrar, musicalmente era un auténtico superdotado.

Canciones más terminadas, como Nightmares by the sea, Everybody here wants you (un sorprendente ejercicio de neo-soul smooth dedicada a su entonces novia Joan Wasser, quien años después se haría conocida en su faceta de cantautora indie como Joan As Police Woman) o la intrigante New year’s prayer –donde vibran los aires paquistaníes de Nusrat Fateh Ali Khan junto a cierto eco de los Led Zeppelin de Kashmir–, no acaban de despejar la incógnita sobre la clase de músico en que podría haber ido convirtiéndose Jeff Buckley, pero todo apunta a que estaba tocado con una varita distinta, llamado a sentarse en la mesa de los más grandes. Algunos directos y recopilaciones de demos y retales varios completan su exigua obra discográfica. Al final, es inevitable volver siempre, una y otra vez, a Grace, su único disco oficial. Eso es lo malo. Lo bueno es que nunca se agota. Palabrita.