Concierto de Fischer-Z en 2020 / DIRK ANNEMANS  (CC-BY-SA-4.0)

Concierto de Fischer-Z en 2020 / DIRK ANNEMANS (CC-BY-SA-4.0)

Música

Fischer-Z

John Watts es uno de los excéntricos del pop menos estudiados, pero quienes disfrutamos con los tres primeros álbumes de su grupo nunca lo hemos olvidado

10 julio, 2022 23:10

El mundo de la música pop alberga a todo tipo de individuos peculiares, algunos de los cuales rayan en lo indescifrable. Pensemos en el británico John Watts (Frimley, condado de Surrey, 1954), un jovenzuelo que estudiaba psicología clínica y trabajaba en centros psiquiátricos cuando le dio por formar un grupo de rock en pleno estallido de aquella new wave que vino justo después del estallido punk y a menudo se confundió con él. Cantante, guitarrista y compositor, el señor Watts creó el que para mí es el grupo más raro de la época, Fischer-Z, que ha ido deshaciendo y reformando a lo largo de los años (el último disco, Swimming on thunderstorms, data de 2019), mientras iba alternando sus trabajos en solitario con los cíclicos reencuentros con sus viejos compadres (destaquemos a su amigo Stephen Skolnik, que se ha dejado echar y volver a reclutar en infinidad de ocasiones). Hombre de tendencias filosófico-melancólicas, el señor Watts ha publicado por su cuenta un montón de discos que casi nadie ha oído porque quienes lo recuerdan, que no son precisamente legión, lo hacen gracias a los tres álbumes que Fischer-Z grabó en estado de gracia entre 1979 y 1981: Word salad (1979), Going deaf for a living (1980) y Red skies over paradise (1981).

Si los escuchabas sin prestar mucha atención a las letras, podías llegar a la conclusión (equivocada) de que estabas ante una banda más de la nueva ola que facturaba un pop ágil y divertido con un punto deliciosamente majareta e indudablemente excéntrico. Enfocando algo mejor la oreja, podías descubrir las preocupaciones sociales y políticas del señor Watts, entre cuyas bestias negras destacaba la señora Thatcher. Podías encontrar también extraños himnos a la sordera como Going deaf for a living u homenajes a la química como Pretty paracetamol, que te demostraban que dentro del músico seguía viviendo el aspirante a psiquiatra. Cuando Watts disolvió el grupo tras su tercer álbum, nadie entendió muy bien por qué. No es que Fischer-Z hubiese alcanzado un éxito global (eran demasiado peculiares para ello, demasiado raros, demasiado especiales a la hora de elegir los temas de sus canciones), pero las cosas les iban razonablemente bien en Europa (en Estados Unidos no llegaron a ser realmente apreciados jamás). La excusa del señor Watts fue que se habían alejado demasiado de sus orígenes punk y que había que volver a empezar por el principio. Y en solitario. Por eso grabó One more twist (1982) y The iceberg model (1983) que, en España, si no recuerdo mal, no llegaron ni a distribuirse.

Desde entonces, el señor Watts ha ido alternando la soledad musical con las reuniones de Fischer-Z, aunque nunca ha vuelto a saber lo que era el éxito comercial (que, de todas maneras, fue siempre relativo y reducido a una pequeña base de fans repartida por el Reino Unido y diversos países europeos). Reconozco que le perdí la pista a principios de los 80, aunque vuelvo cíclicamente a esos tres extraños elepés grabados entre 1979 y 1981 y que, en el fondo, por mucho que me gusten, nunca he llegado a entender del todo: una música vistosa y animada podía servir de fondo para una letra desoladora que veía cierta liberación en la sordera o cantaba las alabanzas del paracetamol a la hora de enfrentarse a los horrores de este mundo.

Juraría que John Watts es uno de los excéntricos del pop menos estudiados y que más desapercibidos han pasado, pero quienes disfrutamos enormemente con los tres primeros álbumes de Fischer-Z nunca hemos podido (ni querido) olvidarlo. Por lo que sé de su carrera en solitario, ésta ha conseguido en una búsqueda permanente de nuevas ideas y nuevos sonidos que no han conseguido captar el interés de sus contemporáneos, y ahí me toca entonar el mea culpa, pues tampoco me he matado a la hora de seguir sus pasos, que han oscilado entre lo sociopolítico y lo experimental. Me temo que me resulta más fácil desempolvar aquellos tres magníficos álbumes de Fischer-Z que me alegraron la vida de una forma más bien extraña cuando tenía poco más de veinte años. Y no descarto la posibilidad de, además de volver a disfrutarlos, acabar entendiéndolos del todo.