Música
Lee Morgan, sublime soplo interrumpido
El músico norteamericano, paradigma del trompetista arrebatado y uno de los improvisadores más fértiles de la historia, asesinado por la mujer que le salvó la vida, revolucionó la música 'jazz'
8 junio, 2022 22:00Hace falta valor para plantarse en un escenario con 16 años, recién incorporado a la banda de Dizzy Gillespie, y discutirle el protagonismo, prácticamente desafiar con sus solos algo más demorados y mucho más apasionados y personales de lo acordado, a uno de los dioses inamovibles de la historia del jazz. Pero con el valor no basta, claro. Es preciso, sobre todo, atesorar un talento prodigioso, inusual, radiante, segurísimo de sí mismo y de una precocidad abrumadora. Eso lo percibió de manera inmediata Gillespie, que tácitamente señaló al nuevo como un miembro especial de su fabulosa troupe dispensándolo del uniforme que todos los demás músicos de su formación estaban obligados a vestir en las actuaciones. La estrella era él, o sea, el gran, el inimitable, el fundacional, el legendario Dizzy... pero mucho ojito con el chiquillo.
Y no se entretuvo Lee Morgan, que de él vamos a hablar, a la hora de confirmar las enormes expectativas. A la postre, hoy lo sabemos –él, entonces, cómo iba a poder adivinarlo–, tampoco hubiera podido tomárselo con demasiada calma, pues la vida de este trompetista excepcional, trágicamente interrumpida a los 34 años en un suceso a la altura de la más canónica novela fatalista con femme fatale, es uno de esos ejemplos –tan propios del jazz de su época– de dedicación febril al arte coronada por una muerte demasiado temprana y precedida por adicciones, caídas al abismo y resurrecciones.
Nacido en Filadelfia en 1938 en el seno de una familia estable, bien avenida y con sólida tradición musical (su padre era un respetado pianista de góspel), Lee Morgan comenzó a tocar la trompeta a los 12 años, después de que una de sus hermanas le regalara una. Verdaderamente cuesta creer que sólo dos años más tarde anduviera ya dirigiendo sus propias bandas y participando en jams junto a su paisano Beny Golson y a John Coltrane cuando éste pasaba por la ciudad; que sólo cuatro años más tarde de soplar por primera vez una trompeta fuera integrante del grupo de Gillespie; que sólo cuatro después de haberse enrolado en el grupo de uno de los supremos arquitectos de la tradición trompetística del jazz, decidiese aceptar la invitación de Art Blakey de unirse a los no menos totémicos Jazz Messengers; y que mientras tanto tuviese ímpetu y reservas de gracia y creatividad suficientes no sólo para participar junto a Coltrane en Blue Train (1958), una de las grabaciones referenciales del inalcanzable genio del saxo, sino para también componer y publicar en Blue Note su primer álbum como solista, Indeed! (1957). Cuando decimos que Lee Morgan fue un músico excepcional queremos decir no muy bueno, ni sensacional, sino exactamente eso.
Del blues al be-bop, del hard-bop (la contundente respuesta que encontró la moda blanqueada y ligera como la brisa del cool jazz) al jazz más abstracto y vanguardista (su contribución a Evolution es seguramente el testimonio más elocuente de los afanes aventureros del trompetista, entregado de lleno en este disco del trombonista Graham Monchur III a las mutantes formas expresivas que propugnó la New Thing, el nombre que recibió la explosión free-jazz a comienzos de los años 60), Lee Morgan, reacio a reducir su música a un ejercicio de taxonomía, transitó por un amplio espectro de sonidos hasta que acabó desarrollando un estilo personalísimo.
Su extraordinaria limpieza (aprendida de su admirado Clifford Brown, al que siempre consideró su mejor maestro) y sus atmósferas urbanas, su facilidad para el arrebato lírico tanto como para los pasajes juguetones y expansivos así como sus características alternancias de frases cortas y rotundas con otras mucho más largas y sinuosas que literalmente pueden sentirse planeando por el aire, todo ello hizo de Morgan, paradigma del trompetista arrebatado, uno de los grandes improvisadores de la historia del jazz y, fuera de toda duda, uno de los colosos de la generación que revolucionó el género en los años 60, comparable –en el apartado de trompetistas– con Donald Byrd, Freddie Hubbard y seguramente nadie más.
Debemos ahora detenernos en The Sidewinder, el álbum que publicó en 1964, por dos motivos: porque fijó su momento de mayor esplendor y reconocimiento artístico, y porque a la vez sembró la semilla venenosa que lo llevaría a la ruina económica y personal. Aunque quién lo diría, escuchándolo... Por derecho propio una de las joyas indispensables del imponente y casi inabarcable catálogo de Blue Note, el disco es puro gozo e inspiración, soul-jazz (aunque otros prefieren hablar de boogaloo) llevado a su máxima expresión, muy en particular en el tema que da título a la obra, fruto de una improvisación a última hora en el estudio porque la grabación se había quedado escasa de minutaje: algo así como su particular y felicísimo Entre dos aguas, o sea.
Morgan, que arrastraba desde su paso por los Messengers de Art Blakey una fuerte adicción a la heroína (dijeron unos que ese fue el motivo de su expulsión del grupo; otros, que fue precisamente el jefe Blakey quien lo empujó a consumir), acabaría quemando el muchísimo dinero que ganó gracias a ese gran éxito en heroína, hasta el punto de que acabó literalmente tirado en la calle. El mismo trompetista cuyo dominio del instrumento causaba asombro, el mismo artista que había concebido The Sidewinder, y antes Candy, The Rumproller o Cornbread, y que justo después había entregado otro trabajo mayúsculo titulado Search for the New Land, muchas veces acababa durmiendo al raso en cualquier callejón cercano al local de turno donde horas antes había sido reverenciado mientras tocaba el cielo sobre el escenario o, algunas noches menos ásperas, sobre barras y mesas de billar de bares y selectos tugurios.
La espiral lo arrastró a tal extremo que con frecuencia, en esa etapa funesta, robaba lo que podía en lobbies de hoteles y comparecía en los conciertos, él que tan aficionado a la ropa cara y a la última moda fue, con trajes sucios y andrajosos. Un día vendió una de sus trompetas más queridas para poder comprar su dosis, y él mismo comprendió que aquello tenía que parar. Y apareció entonces, como un milagro de cuento, Helen More. Era una mujer que había llegado a Nueva York huyendo de la desesperanza, la severa religiosidad de su familia, la falta de horizontes y la maternidad no deseada en su pueblucho de Carolina del Norte. Con el tiempo, su piso en el barrio de Hell's Kitchen terminó por convertirse en un lugar de reunión festiva pero también de amparo para músicos y otros artistas, a los que cuidaba con devoción.
Una noche Morgan acudió a una de esas veladas bohemias en las que siempre había comida caliente y algún disco de jazz sonando. Y ya nunca se separaron. La historia de la relación, que es también una crónica de la última etapa del artista, la cuenta I Called Him Morgan, un documental de 2016 que puede verse en Netflix. Enamorada hasta el tuétano, More, trece años mayor que él, se convirtió en su esposa, una de esas esposas madres protectoras, pero también en la firme administradora del impactante talento del trompetista: lo alimentó, lo vistió bien, lo llevó a rastras a un centro de desintoxicación, le pagó el tratamiento para curar sus dientes y labios destrozados que le impedían embocar correctamente su instrumento, y durante años se encargó de negociar sus contratos, asegurarse de que llegaba elegante y puntual a sus conciertos, de toda aquella tarea precisa, en fin, para mediar entre el espíritu caótico de Morgan y los compromisos de la vida diaria.
Y pasa el tiempo, y la pareja son uña y carne, y Lee Morgan se limpia completamente (o eso parece), y todos los enterados del mundo del jazz siguen especulando con deleite sobre lo que puede llegar a conseguir el músico con su alucinante dominio de la trompeta pese a que ni siquiera ese talento ha llegado, en rigor, a su fase de madurez plena. Y estamos en Nueva York, el 20 de febrero de 1972, en una noche gélida, con las calles azotadas por una fuerte tormenta de nieve y el público disfrutando del cálido interior del club Slug's Saloon mientras aguarda la nueva aparición del músico prodigioso, cuyos directos –su Live at The Lighthouse, de 1971, da fe de ello– eran ya famosos por su derroche, sin contradicción alguna en este caso, de sutileza e ímpetu.
Comenzada ya la actuación, todo viento en popa, Morgan ya comenzando a calentarse para la enésima demostración de su genialidad, llega al local, fuera de sí, Helen, que desde hace años ya no usa el apellido More sino el de su marido, y que desde hace muchísimo menos tiempo, tal vez ese mismo día, horas antes, sabe que el hombre al que ha dedicado su vida en cuerpo y alma ha vuelto a las andadas, esta vez con la cocaína, y peor aún incluso, que tiene una amante y la suficiente desvergüenza como para ser muy capaz de haberla invitado esta noche a verlo tocar.
Con el trompetista sobre el escenario, tiene lugar una escena de telenovela excesiva, valga la redundancia: discuten, él la insulta, reniega furioso de la relación con ella y a empujones la echa del club. Dice el relato, seguramente redondeado por la fabulación, siempre tan tentadora, que al caer ella en la acera helada, expulsada y humillada en público, del interior de su bolso cayó también la pequeña pistola que el propio músico le había regalado para su protección personal. Lo cierto, en cualquier caso, es que después de la estruendosa riña Helen volvió a entrar en Slug's con el arma en la mano, caminó sin vacilar hasta el escenario y disparó en el pecho a Morgan mientras tocaba. Y así de trágica y abruptamente mueren a veces los artistas tocados por una gracia especial y nacen las leyendas.