Jean Sibelius delante de un piano

Jean Sibelius delante de un piano

Música

Sibelius integral

Las siete sinfonías del compositor finlandés, publicadas por Decca bajo la dirección de Klaus Mäkelä, permiten escuchar el siglo XX de otra forma gracias a la magia de la tonalidad

6 junio, 2022 19:10

“Las personas que pensáis que son radicales podrían ser en realidad conservadoras. Y las que pensáis que son conservadoras podrían ser en realidad radicales”. Lo dijo el vanguardista Morton Feldman en 1984, durante una conferencia que dio en los cursos de verano para la Nueva Música en Darmstadt. Y al decirlo empezó a tararear un motivo de la quinta sinfonía de Jean Sibelius (1865-1967), el compositor finlandés. A lo largo del siglo, Sibelius había sido primero un ídolo en Inglaterra y en Estados Unidos, donde se le consideró uno de los pocos descendientes verdaderos de Beethoven, luego un ejemplo de artista ario para los nazis y finalmente un anatema para la vanguardia, tanto la de Schoenberg como la de Stravinsky. Con su habitual maniqueísmo estético, Adorno le dedicó ataques inmisericordes, calificándole de epítome de la música falsa y mercantil. Después de su muerte, sin embargo, y calmada la ansiedad militante propia del siglo XX, Sibelius, al igual que Shostakovich, Janácek o Bartók, ya se ha aceptado como lo que es, uno de los compositores más originales e innovadores de la música clásica moderna.

Hay una foto, tomada en 1961, de Stravinsky arrodillado frente a la tumba de Sibelius que de alguna manera ilustra la transformación póstuma de su prestigio. Como tantos otros, Stravinsky había despreciado al finlandés por convencional y popular, pero luego se dio cuenta de que en muchas de sus partituras había más riesgo e invención de lo que se había dicho, hasta el punto de llegar a hacer algunos arreglos de fragmentos suyos. Más tarde, músicos como Tristan Murail, John Adams o Thomas Adès contribuyeron a la revalorización del compositor, cuyas sinfonías no han dejado de crecer con el tiempo. Escucharlas seguidas, junto a algunos poemas sinfónicos como Tapiola, permite observar la persistencia de la tonalidad, desde la sonoridad tardoromántica hasta las tensiones posmodernas. No hay página que no contenga algo sorprendente y radical, por mucho que vaya envuelta en una forma tradicional y predecible.

Stravinsky arrodillado delante de la tumba de Sibelius

Stravinsky arrodillado delante de la tumba de Sibelius

Ahora tenemos la oportunidad de volver a su obra gracias a dos extraordinarias novedades discográficas. El sello Decca acaba de publicar una integral del finlandés con la sinfónica de Oslo y bajo la batuta del joven Klaus Mäkelä, compatriota del compositor. A sus veintiséis años, Mäkelä se está convirtiendo en uno de los mejores directores del panorama europeo. Nacido en una familia de músicos y chelista de formación, está demostrando un gusto, un arrojo y un conocimiento asombrosos. El año que viene debutará con la Filarmónica de Berlín y ya se lo están rifando las principales orquestas del mundo. La integral de Sibelius es su primera publicación discográfica y la verdad es que no podía haber empezado mejor. Su afinidad con ese universo sonoro se hace evidente desde los primeros compases de la primera hasta los fragmentos conservados de la octava que el compositor nunca llegó a estrenar y que desde su muerte se ha convertido en uno de los espectros más invocados del repertorio perdido del siglo XX.

Escuchar estas siete sinfonías supone oír el siglo pasado de otra forma. Sibelius introdujo en ellas tanto las turbulencias de su tiempo como las abundantes convulsiones de su vida. Alcohólico y depresivo, se pasó la vida oscilando entre la euforia y la desolación, tan persuadido de su genio como torturado por el rechazo que su obra producía entre la élite cultural europea. En contra de lo que esperaba todo el mundo, después de Tapiola (1926), no volvió a estrenar ninguna obra más. Serge Koussevitsky, el titular de la Filarmónica de Boston y uno de sus máximos valedores, no dejó de reclamarle la octava, que probablemente llegó a terminar pero que, por alguna razón, decidió quemar. Era al parecer una obra con partes corales. Pero Sibelius se pasó los treinta últimos años de su vida en silencio, fumando y bebiendo (“todos los médicos que me prohibieron el alcohol y el tabaco están muertos”, solía decir), retirado en su espléndida casa de campo, en Ainola, cerca del lago Tuusula, con Aino, su mujer, y sus seis hijas. Allí solía pasear por los bosques y observar el vuelo de las grullas, las “aves de mi juventud”, como las llamaba. Murió a los noventa y un años. En su tierra fue y sigue siendo un héroe nacional.

Klaus Makela Sibelius. Decca

Sibelius oscila a lo largo de su obra entre la luminosidad y la melancolía, entre el regreso a formas clásicas y aun arcaicas y la incursión en caminos inexplorados. Su música desprende una especie de frialdad encendida, como esa luz que en el Mediterráneo se filtra bajo los encinares, una claridad oscura. No hay duda de que su imaginación procede, en buena medida, de su paisaje natal, una condensación visionaria de la naturaleza nórdica, aunque siempre sea arriesgado aventurarse en descripciones plásticas cuando se habla de música. Pero bien se le puede comparar a los trascendentalistas americanos, un Wallace Stevens filarmónico.

Las dos primeras sinfonías están escritas en pleno fervor patriótico, al igual que el poema sinfónico Finlandia (1900), cuando su país buscaba librarse de los zares. La primera (1889), con su inicio brumoso y su brillante orquestación, es seguramente mejor que la segunda (1902), que quizá sea, a pesar de su popularidad, la más fácil y espectacular. En la tercera se produce un cambio brusco. Escrita en 1904, al principio de su retiro en Ainola, transmite una súbita introspección, lejos de la brillantez exhibicionista de la segunda. Formalmente, como dice Alex Ross en El ruido eterno, es una prolongada “deconstrucción de la forma sinfónica”. Siguió por el mismo camino en la cuarta (1911), una pieza sombría, austera, llena de contrastes insólitos, circular, como si diera vueltas una y otra vez a los mismos problemas irresolubles. Sibelius acababa de ser operado de un tumor en la garganta, razón por la que dejó de beber durante unos años. Por otra parte, la sinfonía parece una respuesta al panorama musical de su época. Los primeros experimentos atonales de Schoenberg le habían causado un gran disgusto y un profundo aburrimiento. Se sentía más cerca de Debussy, pero en general no tenía ninguna afinidad con la cultura urbana de Berlín o París. Era un alma solitaria y nunca dejaría de serlo.

Tras esa incursión en la negatividad, en 1919 llegó la definitiva versión de la quinta, probablemente su sinfonía más perfecta, uno de los milagros de la música del pasado siglo. Aunque en principio todo en ella parece convencional --desde la tonalidad mayor hasta la forma sonata--, Sibelius consigue que cada compás parezca nuevo. Su inconfundible lenguaje propio se desenvuelve con una naturalidad luminosa, una afirmación que parece desprenderse de toda tradición para crear un universo nuevo. La segunda novedad discográfica a la que nos referíamos es una grabación de la quinta por Sergiu Celibidache con la Filarmónica de Múnich en 1988. A pesar de la aversión que  el director rumano mostró siempre por las grabaciones, afortunadamente para nosotros la orquesta registró muchos de sus conciertos que poco a poco van viendo la luz.

Celibidache siempre trabaja en otra dimensión. No hay nadie que pueda comparársele. Su minucioso trabajo con los músicos consigue que la trama de la partitura se vea como expuesta al trasluz. Cada nota constituye una vivencia excepcional. Los distintos planos sonoros se despliegan con una nitidez cristalina. Los silencios son abismos. La arquitectura del conjunto se construye con una morosidad arborescente. Como ha contado Friedrich Edelman, que fue el principal fagotista de los muniqueses, Celibidache podía trabajar media hora sólo con las cuerdas para luego pulir la entrada de una flauta o de un clarinete hasta conseguir que el sonido se adecuara a la secuencia anterior. Ningún director se ha ocupado nunca más de esos detalles.

La magia de Celibidache convierte la quinta en una experiencia nueva. Como él solía decir en los ensayos, Sibelius requiere un temperamento visionario. Y eso es lo que aquí obtenemos. Desde las primeras notas evanescentes de las trompas entramos en un mundo ingrávido, con motivos que revolotean y se desintegran sin llegar a consolidarse. Pronto las maderas introducen una extraña tensión vertical. Y así llegamos a un bosque de cilindros de luz creado por las cuerdas que se disuelve en un campo ondulante de espigas que Celibidache reduce al máximo, alejándolo, mientras una frase de fagot lo sobrevuela y el campo se encrespa hasta convertirse en un enjambre. Por un momento hemos estado en un espacio nunca hollado de la realidad. El movimiento termina consolidándose en una afirmación triunfal.

En el segundo movimiento, Sibelius quiso describir el vuelo en formación de dieciséis cisnes que vio un día sobre su casa de Ainola y que le produjo una fuerte emoción. Nada le conmovía más que el vuelo de las grullas, los cisnes y los gansos salvajes. El movimiento consigue transformar esa energía animal en un canto que va estratificándose con las trompas y las cuerdas, con una intensidad creciente, momentos de calma y reducción, silencios, vislumbres de extensiones nevadas, coníferas, hasta que las cuerdas y las maderas retoman la canción que es ya un baile armónico de todos los elementos. Celibidache consigue que la de Múnich suene como una orquesta de cámara, con un sonido increíblemente sedoso y preciso, como recién creado.

El tercer movimiento lleva el himno de los cisnes a una apoteosis sonora y arquitectónica, con una combinación a la vez clásica y revolucionaria de las cuerdas y los metales que va ascendiendo con una claridad auroral. Y cuando parece que la orquesta va a alcanzar un final glorioso, a la manera de Bruckner, de pronto se produce una coda abrupta, seis golpes que son en realidad seis acordes masivos (un tutti orquestal sin los timbales en tres de ellos). Mucho se ha escrito sobre este final sorprendente y desconcertante. Toda la sinfonía constituye una reafirmación de las posibilidades de la tonalidad, que a lo largo de la pieza parece narrar su propio alumbramiento y manifestar su sentido, su acuerdo con el universo. Por eso en su día fue atacada como una obra intolerable, porque recordaba todo lo que ya no éramos capaces de oír. Como han observado algunos críticos, en esos golpes quizá haya que ver una condensación de la tonalidad pura que comparece de forma brutal para decir algo así como Escuchen otra vez o Escuchen todavía.

El propio Sibelius explicaba ese final como un mensaje divino. Los tutti orquestales y los silencios que se abrían entre ellos contendrían todo el cosmos. Después de algo así, Sibelius no podía sino entrar en una última y agónica fase. La sexta (1923), poco interpretada, es una pieza encantadora, pastoral, que recuerda a Vaughan Williams, un regreso a formas clásicas. La séptima (1924), en cambio, parece llevar las innovaciones de la quinta a una filtración extrema. Se compone de un solo movimiento que dura unos veinte minutos, el destilado de toda su experiencia musical dedicado a exponer ese contraste tan genuino entre luz y oscuridad. La diferencia es que aquí ya no hay descripción sino simples visiones del infinito. Después de toda una vida observando la naturaleza, Sibelius consiguió ir un poco más allá y ver algo que ya no tenía relato ni secuencia sino que sonaba como la suma de todos los opuestos. Como Hölderlin al final de El archipiélago, vio el movimiento de las grullas aquietarse en el silencio del fondo del océano.

Después de la séptima, Sibelius ya sólo fue capaz de componer el maravilloso poema sinfónico Tapiola (1926) y la música incidental para La tempestad (1926). No deja de ser llamativo que Adrian Leverkühn --el compositor maldito que Thomas Mann imaginó en su Doctor Faustus (1947)--, al final de su vida, después de haber inventado el lenguaje dodecafónico y haber vendido el alma al diablo a cambio de una creatividad negativa, sueñe con ponerle música a la última obra de Shakespeare. Al fin y al cabo, Próspero es un Fausto que renuncia a su magia en favor del amor. En cambio, en la novela de Mann, el diablo, al ofrecerle la magia negra a Leverkühn, sólo le exige una cosa: que renuncie al amor. En sus últimos años, Leverkühn, después de haber roto todas las formas, dice algo que desconcierta a sus amigos: “El porvenir verá en el arte una fuerza al servicio de la comunidad, un elemento de educación más que de cultura, y el arte volverá a aceptar para sí esta posición. Nos cuesta trabajo imaginarlo, pero así será y es natural que así sea; existirá un arte sin sufrimiento, un arte espiritualmente sano, un arte confiado y extraño a la tristeza, capaz de tutearse con la humanidad”. Quizá ese porvenir fuera Sibelius.