Christa Päffgen, Nico, en un concierto en noviembre de 1985 / GanMed64 (WIKIMEDIA COMMONS - CC-BY-2.0)

Christa Päffgen, Nico, en un concierto en noviembre de 1985 / GanMed64 (WIKIMEDIA COMMONS - CC-BY-2.0)

Música

Nico

Christa Päffgen grabó unos pocos álbumes, que oscilan entre lo sublime y lo soporífero

20 septiembre, 2021 00:00

La alemana Christa Päffgen, en arte Nico (Colonia, 1938 – Ibiza, 1988) es, probablemente, uno de los personajes más tristes de toda la historia de la música pop, a la que llegó prácticamente por casualidad cuando a Andy Warhol se le metió en la cabeza que quedaría muy bien en un grupo que estaba apadrinando desde su célebre Factory, The Velvet Underground. Hasta entonces, Nico se había ganado la vida como modelo y actriz en papeles secundarios o mínimos y formaba parte del entourage del artista. A Lou Reed no le caía especialmente bien (aunque también es verdad que a Lou casi nadie le caía bien) y se cuenta que no perdía la oportunidad de tomarla con ella por ser alemana siendo él judío: su participación en el primer álbum de los Velvets se limitó a cantar tres soberbias canciones. La experiencia, eso sí, la animó a grabar a finales de ese mismo año, 1967, un dulce disco en solitario, Chelsea girl, que recordaba un poco a los primeros esfuerzos de Marianne Faithfull, cuando ésta ejercía de versión británica de Françoise Hardy y ni se había acercado a la heroína, que más adelante le amargaría la vida a conciencia, hasta el extremo de llevarla a pasar un tiempo viviendo en la calle. También Nico se enganchó a la heroína y mantuvo con ella una larga relación que no se sabe muy bien cuando terminó, si es que llegó a hacerlo: yo siempre la recordaré en el escenario del último Canet Rock (verano del 79), siendo abucheada por lo más garrulo de mi generación (“¡Queremos música de jaleo!”, gritó un émulo de Einstein a cinco metros de donde yo estaba), mientras trataba de interpretar, parapetada tras su habitual armonio, unas salmodias con las que el respetable público se aburría mortalmente, hasta que se rindió, abandonó el escenario y, según me contó alguien que rondaba por allí, se fue a meter un pico.

Nico grabó unos pocos álbumes, que oscilan entre lo sublime y lo soporífero. Mi favorito, pese a su tono algo naïf, sigue siendo Chelsea girl, aunque hay que reconocer que el siguiente, The marble index (1969), producido por John Cale -como los dos que vinieron a continuación, Desertshore (1970) y The end (1973)-, es una obra mucho más personal que ya anunciaba el registro en el que se iba a instalar a perpetuidad y que, como ya he dicho, se movía entre lo lírico y casi mágico y lo aburrido o directamente insufrible. Su actitud nunca fue la de una estrella pop, sino la de una mujer muy atractiva -aunque de una belleza gélida- a la que le habría salido más a cuenta ser una rubia tonta -como le deseaba Daisy Buchanan a su hijita en El gran Gatsby- en vez de una mujer inteligente, depresiva y atormentada.

Amiga de Jim Morrison, Nico flirteó con estrellas de su época como Jackson Browne o Leonard Cohen, pero acabó teniendo un hijo con Alain Delon, al que éste nunca reconoció, pero aparcó en casa de sus progenitores: si él no pensaba hacerse cargo y su madre estaba permanentemente drogada o deprimida, tal vez fue una decisión más juiciosa de lo que parece. Su relación más larga la mantuvo con el cineasta alternativo francés Philippe Garrel, con el que colaboró en siete películas, incluyendo la más notable de este extraño y marginal autor, La cicatrice interieure. Aún no había cumplido los 50 cuando sufrió un leve ataque al corazón en Ibiza, mientras paseaba en bicicleta, se golpeó la cabeza contra una piedra del camino, fue diagnosticada erróneamente en el hospital como víctima de una insolación y falleció al día siguiente de un derrame cerebral.

Los pocos que se acuerdan de ella es por su desgarradora versión del tema de los Doors The end, que Francis Coppola usó con la voz de Morrison en su Apocalypse now. Yo aún escucho de vez en cuando Chelsea girl, con todas aquellas canciones escritas por gente de mucho talento, y lamento en el fondo que no siguiera en esa línea, siguiendo una evolución similar a la de la señora Faithfull. Es su único disco que puedo escuchar de principio a fin, sin saltarme melopeas al armonio que me hacen sentir en una misa en la que el cura está drogado y desbarra. Me temo que la vida no se portó muy bien con ella, aunque, en apariencia, le ofreciera todo tipo de oportunidades (¡hasta una aparición en la película de Fellini La dolce vita!). Llegó a la música por eliminación de otras opciones e hizo lo que pudo con ella. Lo único innegable de toda su carrera es que el primer disco de los Velvets no habría sido lo mismo sin Nico.