Música
Cristóbal Halffter, melodía y novedad
Las obras del maestro de Villafranca del Bierzo, pensador y compositor, proyectan la herencia musical española en los mejores atrios y escenarios de Europa
3 junio, 2021 00:00“El placer que proporciona el arte no es más que un artificio de la naturaleza para conservar la vida”. La cita de Henri Bergson entró muy pronto en la memoria inconsciente de Cristóbal Halffter, el gran reconstructor de la música española del siglo XX, fallecido hace unos días a los 91 años en su palazzo con torre de defensa, situado en Villafranca del Bierzo. El compositor atravesó uno de los muros de la experimentación musical el 24 de noviembre de 1961, bajo la voz de Victoria de los Ángeles, a través de la cantata Atlàntida, con música de Manuel de Falla, letra de Jacinto Verdaguer y arreglos de Ernesto Halffter, su tío. Tras aquella primera versión, llegó de inmediato la escenificación operística del poema épico, en la Scala de Milán.
El joven Cristóbal, instalado con su familia en Madrid tras la Guerra Civil –había nacido en la capital en 1930–, empezó a entender la música como el mejor lenitivo después de la catástrofe y esta idea no le abandonó ni en sus mejores años de plena inmersión en las vanguardias. Pronto entendió la obsesión de Falla por la Atlàntida, el maridaje perfecto entre dos culturas, la andaluza y la catalana, marcadas por la civilización tartésica, cuyos últimos restos “han sido hallados en el curso medio del Guadiana” (Esther Rodríguez, en la publicación científica Arqueoweb).
En Halffter todo ha sido impactante. Sus referencias a Tomás Luis de Victoria o Juan de la Encina y a los músicos de la corte de Carlos V sorprenden por inesperadas. Al referirse a Juan Anchieta, que compuso la música para la boda de los Reyes Católicos, vindicó la actualidad de los maestros del Renacimiento: “su composición podía haberse recuperado en la unión de Felipe y Leticia con el fin de entroncar la monarquía con el arte musical, la tradición y la unidad de una nación”. Halffter aceptaba de buen grado que sus reflexiones chocaran con la oficialidad, provocando abundantes estallidos. Muchos no lo imaginan hablando de La verbena de la paloma de Bretón para recalar en Nietszche, quien, cuando se alejó del mundo de Wagner, se acercó a la zarzuela como género.
En El placer de la música (Síntesis), Halffter habla de un pasaje de la vida del padre del nihilismo cuando, en una ocasión, sentado en un café de París, escuchaba una versión de la Gran Vía de Chueca, interpretada por un sexteto. De repente, Nietszche se levantó y, con gran prosopopeya, dijo que aquella era la “gran música del porvenir”. Lo hizo con el afán de destronar a Wagner y lo consiguió; entró en la admonición anti romántica de Dvorak o de Músorgski pero por la puerta de servicio (una de las más nobles), utilizando las consideradas piezas menores de Chapi o de Barbieri.
Al atravesar el portal del arte contemporáneo, cogido de la mano de Stravinski, Halffter defendió dos cosas: la melodía y la novedad. De lo primero se encargó Falla en La vida breve, “sublimación del mundo de la zarzuela arrancando en la tradición, camino de lo universal”, una senda seguida por Albéniz y Granados o por el mismo Frederich Mompou; para exponer la novedad rupturista, el compositor fallecido tomó el ejemplo de La pasión según San Mateo, cuyo autor, el joven Bach, fue castigado con una reducción de su sueldo de profesor en el Colegio de Santo Tomás de Leipzig. La escolástica no perdona, pero lo cierto es que aquel día Johann Sebastián dejó de ser para siempre una vieja peluca.
Los sobresaltos frente a lo nuevo alcanzaron el clímax con La Consagración de la primavera, el enorme escándalo de Stravinski en los Campos Elíseos de París; sin embargo, pocos años después, La consagración se convirtió para siempre en una pieza de repertorio. Hay que romper platos y vajillas enteras, si es necesario, y siempre con la intención de arrebatar el auténtico arte a la carcundia que lo atenaza. Para ese cometido valen especialmente los instrumentistas y tenemos ejemplos claros de donde pueden llegar los buenos. El gran violonchelista Rostropovich, por ejemplo, entregaba a diferentes autores las obras que él había estrenado para no acomodarse a lo conocido, para no repetirse. La polaca Wanda Landowska rescató un viejo clavecín de la almoneda de su orquesta y desde entonces este instrumento se ha colocado como uno más en la creación contemporánea.
“El arte de dirigir consiste en saber cuando hay que abandonar la batuta para no molestar a la orquesta”, escribió Von Karajan precisamente para remarcar el papel del solista. Cristóbal Halffter llegó a tener una buena relación con Karajan; el gran director nacido en Salzburgo le confesó al compositor español que no encontraba el registro necesario para interpretar su música, pero le encargó varias veces que dirigiera la Filarmónica de Berlín para que la orquesta se familiarizara con sus notas. Pura magnanimidad. Halffter ha sonado en la Filarmónica de Viena, en la Concertgebow de Amsterdam o en el escenario anual de la ciudad wagneriana de Bayreuth. También se ha subido al atril de la Gewandhaus de Leipzig en el que figura una inscripción que recuerda que allí cogieron la batuta Mahler, Richard Strauss, Mozart, Haydn o Mendelssohn. El podio del mundo.
Desde el principio, decidió seguir los pasos de sus mayores, sus tíos Ernesto y Rodolfo. Ingresó en el Real Conservatorio de Madrid para aprender de Conrado del Campo y acabó los estudios en 1951, el año en el que dio comienzo una generación que ha hecho historia. La hornada española del 51 no deja a nadie indiferente: Luis de Pablo, carmelo Bernaola, Ramón Barce, Joan Guinjoan, Antón García Abril o el mismo Halffter. La posguerra y el exilio habían destrozado nuestra mejor herencia musical: su tío Carlos Halffter murió en México y Manuel de Falla, en Argentina. El mismo Cristóbal lo dijo alguna vez: “Yo abandoné a Don Conrado”, aquel profesor del Conservatorio que conservó la nota y el bemol en vez de sembrar en los jóvenes la semilla del cambio. Halffter giró la vista hacia Europa. Con Bernaola y Guinjoan recaló en la escuela de Steinecke de la ciudad alemana de Darmstadt. Conoció de primera mano los debates entre compositores y filósofos, con la presencia destacada de Adorno, uno de los padres de la escuela de Frankfurt.
No se quiso perder la herencia de las dualidades superiores, Mozart-Shilley, Wagner-Jean Paul o Hydin-Wieland; terminada la Segunda Guerra Mundial, habían vuelto los tiempos lejanos del maridaje entre músicos y poetas. Y así, mimbreado a la sombra del símbolo, Cristóbal Halffter entró en la música por la puerta grande del arte global: compuso Antífona Pascual, a la que siguió su Concierto para piano y orquesta y después sus Tres piezas para cuarteto de cuerda. Ha sido músico y pensador: un ensayista singular, encerrado en Villafranca del Bierzo, detrás de farallones de piedra caliza y bellos desmayos sobre los zaguanes, siguiendo el aislacionaismo parcial de otros sabios como Montaigne, en su Torre de Burdeos. Desde la segunda mitad de los cincuenta trabajó meticulosamente en busca de la iluminación y el genio; lo hizo siempre en compañía de su esposa, Marita, la pianista María Manuela Caro y Carvajal, fallecida hace cuatro años. Su hijo Pedro Halffter Caro ha seguido la tradición dinástico-musical de su familia, reconocido como compositor en media Europa, pero criticado como director artístico del Teatro de la Maestranza de Sevilla.
Cristóbal Halffter, conocido por su rechazo de la fusión musical que recorre la centuria del pop, el blues o el jazz, indagó en la mezcla fecunda entre arte y literatura. Siguió a Juan Ramón Jiménez en la composición homónima Platero y yo y rescató la huella de Machado, Lorca y Miguel Hernández en Elegía a la muerte de tres poetas españoles. Encontró el rastro de Goya para componer Pinturas negras; debutó en la Opera de Kiel con Lázaro y lanzó, en aquel mimo aforo, La novela del ajedrez, inspirada claramente en la ficción filosófica de Stefan Zweig. En 2000, el año finisecular que cerraba milenio, presentó la ópera Quijote en el Teatro Real, con libreto del humanista Andrés Amorós acompañado por una orquesta dirigida por su hijo, Halffter Caro. Su recordada aparición por deseo de Naciones Unidas (ONU) con Yes, Speak out, se remonta 1968; sirvió para conmemorar el vigésimo aniversario de la Declaración de los Derechos Humanos, un honor casi yuxtapuesto al silencio pacifista ante la Asamblea de la ONU, cinco décadas antes, por el violoncelista catalán Pau Casals, al día siguiente de aquel 18 de julio.
En un mundo que ha abandonado la individualidad en manos de la multitud no tendría sentido glosar a Halffter en el altar de la cultura si no supiéramos que se trata de un gran reformador. Él adoró con la misma intensidad el rigor y la forma. Su individuación no es un regreso al Romanticismo primitivo; en él no solo ha habido emoción; hay también espiritualidad, como lo demuestra su profundización en la música sacra. El compositor puso de ejemplo la Pasión de Bach: basada en letras infecundas –Cuando abandone este valle de lágrimas..– de resultados esplendorosos; celebró el camino más recto hacia la divinidad de las grandes partituras. Halffter no planificó la muerte de la emoción, como Béla Bartok, defensor del ritmo y la música de cámara; tampoco desestimó las raíces del folclore. Comulgó con el clásico aserto de Gustav Mahler, (“la música es lo que hay cuando acaba la partitura”) y con el desespero de Nietzsche: “sin música, la vida sería un error”. Refutó a Beethoven (“la música debe hacer saltar fuego en el corazón del hombre y lágrimas en los ojos de la mujer”) y defendió la creación artística como la gloriosa afirmación de uno mismo.