Cat Stevens, dando un recital en la BBC / BRYAN LEDGAR (WIKIMEDIA COMMONS)

Cat Stevens, dando un recital en la BBC / BRYAN LEDGAR (WIKIMEDIA COMMONS)

Música

Cat Stevens

Siempre le agradeceré haberme pintado ese futuro de guitarras acústicas, muchachas dulces y experiencias deslumbrantes

15 febrero, 2021 00:00

No sé si todo el mundo recuerda cuál fue el primer disco que compró en su vida con su propio dinero, pero yo sí: Tea for the tillerman (1970), de Cat Stevens. Hasta entonces, solo había escuchado canciones sueltas que me habían gustado (Lady d´Arbanville o Morning has broken) y el tercer elepé de su segunda etapa como cantautor, Teaser and the firecat (1971), que me había prestado un amigo de la Academia Granés, donde yo cursaba el COU (Curso de Orientación Universitaria, una antigualla ya desaparecida y sustituida, intuyo, por algo peor). Como no andaba sobrado de dinero, tuve que escoger cuidadosamente el disco de Stevens con el que iba a iniciar mi colección. De Mona Bone Jakon (1970) ya me sabía Lady d´Arbanville, y Teaser and the firecat lo había disfrutado hasta prácticamente rayarlo, aunque, aún así, se lo devolví a regañadientes a su legítimo propietario. Tea for the tillerman era territorio virgen y parecía una inversión arriesgada, pero que podía salir a cuenta, como así fue: pasé semanas escuchando a diario ese disco y aún hoy, de vez en cuando, lo extraigo de su estantería (suelo tardar lo mío en dar con él) y lo pongo a rodar en el plato: sigue pareciéndome una obra maestra de principio a fin.

El pobre Cat Stevens no gozaba de muy buena fama entre mis amigos rockeros, que solían encontrarlo blando y como para chicas, pero yo debía ser un poco nenaza, pues se me antojaba el colmo de la sensibilidad, me hacía soñar con el amor y me permitía observar el futuro inmediato con optimismo. Cuando actuó en Barcelona a mediados de los 70 comprobé que, ciertamente, una gran parte de público lo formaban chicas de mi edad y del sector pijo de la sociedad local. Cuando Stevens salió al escenario sosteniéndose con muletas, pues se había roto una pierna, una de esas chicas dijo “¡Qué mono!” y a mí, recordando los comentarios displicentes de los amigos rockeros, se me cayó la cara de vergüenza (lo cual no me impidió disfrutar enormemente del concierto).

Nacido en Londres en 1948 como Steven Demetre Georgiu, de padre greco-chipriota y madre sueca (sus progenitores regentaban un restaurante), Cat Stevens inició su carrera como cantautor pop de tintes melódicos y consiguió algunos hits, como Matthew & Son o The first cut is the deepest (que se popularizó especialmente en la versión de Rod Stewart). En 1969, una oportuna tuberculosis lo llevó a reconsiderar su vida artística y su vida en general (fue entonces cuando empezó a interesarse por la religión) y lo convirtió en el estupendo cantautor de los 70 que algunos recordamos con afecto y agradecimiento. El último disco suyo que adquirí fue Buddha and the chocolate box (1974), que no estaba mal, pero ya no era lo mismo, y a partir de ahí me desenganché de quien había sido mi ídolo en la primera adolescencia (no hace mucho, adquirí por seis euros una edición en CD de Teaser and the firecat, el disco que nunca había poseído, y pasé de comprar el Tea for the tillerman regrabado en 2020, pese a mi tendencia a que me vendan varias veces el mismo disco en diferentes formatos y con más o menos extras).

Le perdí de vista definitivamente, más o menos, en 1977, cuando se convirtió al islam, adoptó el alias de Yusuf Islam y grabó unos álbumes supuestamente trascendentes que nunca reuní el valor de escuchar. Como a mi amigo Pedro Burruezo, el islam parece haberle sentado bien, pero era un viaje en el que no me apetecía acompañarle, sobre todo en una época en la que grababan sus primeros discos gente como Blondie, Television o los Talking Heads: supongo que me estaba haciendo mayor y que el dulce cantautor al que las pijas de mi ciudad encontraban tan mono ya había cumplido su función.

Pasaron muchos años hasta que volví a los que me parecen sus tres mejores discos, Mona Bone Jakon, Tea for the tillerman (me enterneció que el despiadado humorista Ricky Gervais escogiera esa canción para los créditos de su descacharrante serie de televisión Extras) y Teaser and the firecat, en los que, si no se vació, poco le faltó. No encontré el espíritu de esos álbumes grabados en estado de gracia en los demás discos suyos que compré: como Rimbaud y Pau Riba, Cat Stevens dio lo mejor de sí mismo a los veintipocos años. Puede que ahora sea un señor mayor de aspecto venerable que transmite una gran serenidad que envidio mucho, pero, aunque él haya encontrado una vida mejor que la que tenía cuando apareció con muletas en un escenario barcelonés, despertando la compasión con aspiración a roce de las pijas, la que me hizo intuir a mis quince años me gusta mucho más. No es que mi existencia haya sido tan plena como me llevaban a pensar las canciones del bueno de Cat, pero siempre le agradeceré haberme pintado ese futuro de guitarras acústicas, muchachas dulces y experiencias deslumbrantes que, de hecho, solo existía en mi imaginación calenturienta de adolescente sensiblero que aún no había leído a Gil de Biedma y no se había dado cuenta de que la vida iba en serio.