Caricatura política irlandesa (1807 1830)

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Filosofía

El asalto a la razón política

Los actuales ataques contra la democracia tienen sus antecedentes en lecturas culturales, hechas tanto desde la izquierda como la derecha, sobre el individualismo

14 febrero, 2021 00:10

El 6 de enero una turba ocupó el Congreso de Estados Unidos. Fue un asalto a la sede de la soberanía popular y algo más: la culminación de un largo proceso de asalto a la razón política. En la medida en que la racionalidad ha sido desde el inicio de la modernidad la base de la organización de la convivencia pacífica, la fuerza de los manifestantes era un acto contra la razón. Asaltando el Congreso se cuestionaba el diálogo como medio de resolución de conflictos. Había habido antes (y ha seguido habiendo después) golpes de Estado, pero el Congreso de Estados Unidos representa el nacimiento real de la democracia moderna, basada en el reconocimiento de los hombres como libres e iguales, precisamente porque son racionales.

El asalto a la razón política se fragua desde hace tiempo. Víctor Lapuente (Decálogo del buen ciudadano) sitúa su origen en los años sesenta. Entonces, sugiere, emerge un disolvente de la cohesión social: el individualismo. En los discursos y comportamientos de la derecha y en los de la izquierda. La derecha defendía la licencia para el enriquecimiento, la ley de la selva. La izquierda, el derecho de cualquiera a evadirse de las obligaciones hacia los demás, empezando por el rechazo a ser llamado a filas. En 1970, Milton Friedman publicaba en The New York Times la buena nueva: la única obligación de una compañía es tener beneficios. Quebraba así la idea de una función social de la empresa. También se cuestionó la familia tradicional, convertida en un contrato entre individuos libres. El propio Estado devenía sospechoso. Para la derecha, porque sustraía los impuestos del fruto del trabajo; para la izquierda, por incapaz de satisfacer los obvios derechos de todo individuo a todo.

Víctor Lapuente, Decálogo del buen ciudadano

Durante dos siglos, los cambios sociales se basaron en la esperanza de un mundo mejor, en la idea de progreso. Tras la eclosión del individualismo corrosivo, el factor dominante pasa a ser el miedo. Hasta los años setenta del siglo pasado Occidente vivió una mejora de la calidad de vida que pasó a estar amenazada a partir de 1973 con la primera crisis del petróleo que cuestionó el progreso. El hombre occidental experimentó pérdidas materiales, vio reducida su capacidad de consumo y recortados sus derechos. Fernando Vallespín y Máriam M. Bascuñán (Populismos) hablan de los “perjudicados por la globalización”, “obreros manuales tradicionales desfavorecidos por la desindustrialización y deslocalización”; trabajadores “desclasados” que empiezan a sentirse “abandonados por los partidos tradicionales, especialmente los de izquierda”. 

No sólo ven amenazada su situación en el mercado laboral, “acaban dejando atrás ese estatus de pater familias o de autoridad dentro de sus comunidades que dotaba de contenido y sentido a su propia identidad”. Los valores ilustrados y universales decaen. Emergen líderes oportunistas con soluciones mágicas. Ya no hablan de esperanza en el futuro sino de una vuelta al pasado. Ya no se dirigen a la razón sino a la emoción. Exacerban el resentimiento y la ira. Estos nuevos líderes aprovechan el efecto simplificador de las redes sociales, explica James Williams (Clics contra la humanidad). El clickbait, dice, apela directamente a la emoción. El Diccionario Oxford lo define como “cualquier contenido cuyo objeto principal sea el de atraer la atención e incitar a los visitantes a clicar en un enlace determinado”. 

Milton Friedman

Las redes sociales potencian las informaciones emocionales en detrimento de la racionalidad; con un agravante: las informaciones negativas son más potentes y atractivas que las positivas. Estos mensajes producen malestar y fomentan la indignación moral, como demuestra un experimento de contagio emocional realizado en 2104 por Facebook y la Universidad de Cornell. “Consistía en reducir el número de mensajes negativos o positivos que una muestra de cerca de 700.000 usuarios veía en su canal de noticias. El equipo descubrió que cuando los usuarios leían menos mensajes negativos, sus propios mensajes tenían un porcentaje menor de palabras negativas”. Y lo mismo ocurría al invertir el contenido de los mensajes. Los dirigentes populistas aprendieron rápidamente. El primero, Donald Trump, convertido en airado líder de Twitter. 

Williams se formó en las nuevas tecnologías y trabajó en empresas del sector hasta recalar en Google. Un día creyó percibir que bajo la capa de la innovación y la liberación, se escondía una terrible amenaza para la libertad individual. Colgó los hábitos tecnológicos, se trasladó a Cambridge (Inglaterra) y estudió filosofía para comprender los nuevos tiempos, la moral o la falta de moral. “En 2016 me topé con una nueva variante moral de la mezquindad, varios conocidos de Texas –personas buenas y afectuosas, votantes con principios muy religiosos– pasaron de rechazar con vehemencia a uno de los candidatos por resultarles moralmente censurable y del todo inaceptable, a dejar de lado todos aquellos compromisos éticos fundamentales con tal de lograr la victoria política a corto plazo”. La política había dejado de ser la organización de la convivencia para convertirse en una lucha contra el mal.

Populismos

El mensaje es eficaz porque las redes sociales no están pensadas para difundir información sino para atraer la atención del usuario. Su efecto, sostiene Williams, es distraer, lo que “entorpece el conocimiento” y reduce la capacidad de reflexión, memoria, predicción, sosiego y lógica; dificulta el reconocimiento de lo verdadero. Hay una correlación directa, añade, entre el uso de las redes sociales y sentir ansiedad, desánimo y depresión. Williams coincide con Lapuente: “Cuando inventamos el mando a distancia del televisor creímos que ganábamos libertad, pero en realidad, pronto adquirimos el hábito de saltar de un programa a otro de forma casi involuntaria, en un estado mental más parecido al de un bebé o un reptil que al de un adulto”. 

No está claro si esta es causa o consecuencia de lo que llama el “problema fundamental de nuestro tiempo: el individualismo disgregador” que comporta “soledad, desconfianza” y la “búsqueda de consuelo en fundamentalismos religiosos o políticos”. Fundamentalismos que difunden una visión del mundo maniquea: nosotros, el bien; ellos, el mal, “bandos irreconciliables: cosmopolitas contra nacionalistas en todo el mundo, izquierdas contra derechas en España, constitucionalistas contra independentistas en Cataluña…”.

Georg Lukács

A mediados de los cincuenta, Georg Lucáks publicó Die Zerstörung der Vernunft. Se tradujo como El asalto a la razón pero Zerstörung no significa asalto sino destrucción, demolición. Lo que narra el pensador es el proceso de demolición de la razón, iniciado por pensadores del idealismo alemán en el XIX y que culmina en Hitler. Cómo los discursos allanan el camino al autoritarismo que culmina en el holocausto. Para llegar ahí, como han descrito Hannah Arendt o Primo Levi, es necesario primero convertir al otro en nada, despojarle de su humanidad, empleando un lenguaje que distinga entre nosotros y ellos, el mal. Los asaltantes al Congreso repetían esas expresiones: Biden, los demócratas, son el mal, la encarnación de Satán.

Es un mensaje simple pero efectivo porque va directo a la rabia que siente el individuo humillado ante la falta de perspectivas de futuro. Un mensaje que permite al receptor identificarse con una colectividad de afectados. “Cuando esta división identitaria se hace moral deriva en una deslegitimación tribal profunda que conduce al populismo” dice Williams. El discurso populista aprovecha la distancia entre los poderes y el ciudadano, que hace que éste pierda la confianza en partidos e instituciones, incluido el Estado. “Los verdaderos lugares del poder se han sustraído a la visión. Sabemos de la existencia de instituciones y lugares, pero no los podemos alcanzar porque no nos responden”, explica Luciano Canfora (La máscara democrática de la oligarquía). 

La máscara democráticaFrente a esos poderes ocultos, se yerguen las teorías conspiranoicas. Sus promotores utilizan un lenguaje alejado de los tecnicismos de políticos y economistas, y parecen cercanos, capaces de resolver los males, que proceden siempre del exterior, el inmigrante, el musulmán, el que piensa diferente. “Las ideologías políticas son muy convenientes porque externalizan el mal”, sostiene Lapuente. El mal es el otro, ya no rival sino enemigo. De ahí que los movimientos populistas que se pretenden salvadores se caractericen fundamentalmente “por el rechazo al diálogo con partidos políticos, la desconfianza  y el desprecio hacia los medios de comunicación tradicionales” que sólo mienten. En un movimiento de ida y vuelta, el mensaje airado del líder inflama al simpatizante y retorna al dirigente político obligado a mostrar pureza de sangre, fidelidad a la causa. Una posición que se refleja en el Parlamento. Donde antes había “respetuosos saludos y buenas maneras, ahora hay desprecio y malos modos”, buscando “polarizar a los votantes”, agudizar el conflicto.

Frente a esos poderes ocultos, se yerguen las

El triunfo de la emocionalidad conlleva el hundimiento de lo racional y la voluntad de imponer supone el hundimiento de la posibilidad de dialogar y pactar, dibujando un negro futuro. El teórico más potente de la idea del pacto es Thomas Hobbes. Para él, los hombres son iguales y apetecen los mismos bienes que son escasos. Hay dos soluciones: el enfrentamiento y que se imponga el más fuerte o, como nunca se puede tener la seguridad de ser el más fuerte, pactar. El pacto es el fruto de la razón y la razón, la facultad de calcular las consecuencias de nuestros actos.

James Williams

En el Protágoras Platón explica la fundación de la sociedad. Zeus, tras crear a los animales, encarga a Prometeo que reparta dones entre ellos, pero el trabajo lo hace su hermano Epimeteo y olvida al hombre. Para compensarle, Prometeo roba a los dioses el fuego, pero resulta insuficiente. Cuando Zeus se entera le ordena que les dé el sentido de la convivencia y añade que debe darlo a todos por igual y “que el que sea incapaz de participar del pudor y de la justicia sea eliminado, como una peste, de la ciudad”. Ese pudor del que Zeus habla es el sentimiento de vergüenza, camino de desaparecer. “Nuestras sociedad vive lo que el periodista Bret Stephens denomina aniquilación de la vergüenza”, escribe Lapuente. Incluso los culpables se presentan como víctimas y por ello con “patente de corso para abandonar las convenciones morales”. Es decir, para no pactar racionalmente, para erigirse en únicos portadores de la verdad, para denunciar falsas conspiraciones y fraudes. Para asaltar el Congreso, para demoler la razón hasta no dejar palabra sobre palabra.