Poesía

Margarit versus Artur Mas: el ocaso de la palabra

8 noviembre, 2017 00:00

Cuando la identidad colectiva se reclama como sujeto, solo hay una forma de detenerlo: llamar a las cosas por su nombre. ¿Cómo le llamamos? Nación, pues nación, pero dentro de un concierto constitucional, no como arma destinada a levantar la entropía y destruir el Estado de derecho, última ciudadela. En la presentación reciente de su libro de poemas, Un hivern fascinant (Proa), Joan Margarit destaca que un poeta que quiere ir hasta el fondo ha de estar dispuesto a jugarse la vida. A modo de ejemplo, disecciona su suerte con la del político, otro oficio al filo del jusqu'au bout. Margarit domina el catalán, la lengua madre de la tierra que algunos, no todos, han puesto en litigio; pero empezó con Crónica, un poemario castellano, publicado por Joaquim Marco en Barral, dos décadas antes de iniciar su obra en catalán.

Margarit está en la lista negra de los que se oponen a creerse los mejores sin ser capaces de mostrar ni una mácula de autocrítica. En la lista de los valientes: "Nuestros políticos están destrozando nuestras vidas". En el opuesto argumental de la ignominia secesionista, destroza también la prepotencia del fiscal Maza, Ubú Rey, convertido en conde duque de Olivares: "La prisión del Govern es una respuesta desmesurada, un abuso". El poeta le teme a la manipulación del lenguaje. Sabe que cuando un político utiliza muchas veces la palabra democracia --en toda la boca de Artur Mas-- es que "esto se acabará como el rosario de la aurora". Margarit converge con antecedentes inmediatos igual de furiosos a causa del esperpento independentista, como Marsé, Serrat o Mendoza y otros. Desconfía del todo por la patria indoloro y sonriente que nos quieren endilgar Junqueras, Mas y Puigdemont.

Para Margarit, el retorcimiento sintáctico es el preámbulo de la posverdad. Artur Mas ha sido y es el principio de la manipulación del lenguaje

Mientras el país se retuerce de dolor por la intemperie de los autolegidos, nos hemos dado cuenta de que los conductores del procés quieren cuartear la sociedad. Están seguros de sustituir a la autonomía por la soberanía y a la añeja oligarquía por los fondos de inversión chinos, aventuristas rusos, emporios impersonales o nuevos desterritorializados, como Victor Grífols, el químico que surte de plasma al Ejército norteamericano. Mientras bordean los barrancos, los indepes son incomprobables, pero cuando empiezan por abajo fracasan, como lo están haciendo hoy mismo en la huelga general política a la que se han opuesto UGT, CCOO y la gran patronal, Fomento del Trabajo.

Los nuevos utilizan la mentira. "Si un político te habla de un rumbo, vigila la cartera y vigila el rumbo". Para Margarit, el retorcimiento sintáctico es el preámbulo de la posverdad. Artur Mas ha sido y es el principio de la manipulación del lenguaje. En el actual interregno preelectoral, el expresident depuesto por la CUP vuelve sobre sus pasos; desea perpetrar un nuevo crimen en el hueco de Puigdemont, el pródigo, o de Junqueras, el indeciso. Maragarit, por su parte, esmalta principios, como el nuevo comienzo o el renacimiento que es una constante de nuestra cultura. El primero piensa que la antigüedad agoniza, corroe a base de rencor; dispuesto a dar el golpe de gracia, ultima la desaparición de los oráculos antes de asaltar un Palacio de Invierno imaginario, inventado acaso por aquel muchacho que fue en los veranos de Premià. El segundo glosa pedestales a la luz cristalina, al mar que baña Constantinopla, Alejandría y nuestras playas --"La mateixa ciutat només dura el seu temps / totes les Barcelones són unes dins les altres / com unes invisibles nines russes-- canta a la sabiduría que no muere. Mas levanta cantones refrectarios, se refugia en pedernales de cristiano viejo, ennegrecidos por la  catacumba; Margarit camina entre los héroes, se siente ser y su “brazo de piedra” nerudiano le defiende. El poeta no soporta el dolor de la palabra hueca; sabe lo que perpetran las huestes de la Nueva Catalunya: "Destruir el concepto de ciudadano, tergiversar la democracia puede traer consecuencias perversas".

La acción del ciudadano en el ámbito del poder es lo que le convierte en político. La praxis no consiste en dejarse llevar por la corriente sino en tratar de influir en la corriente. Pero nuestros mandatarios lo hacen exactamente al revés. Artur Mas dijo al inicio del procés: "Yo me limito a llevar a la práctica lo que la gente me pide”. Puigdemont repite y remeda. Declaró la DUI por presiones del mundo independentista, cuando él personalmente ya había anunciado elecciones. No tomó la iniciativa, actuó como respuesta. Y pervirtió el contenido cuando dijo actuar por mandato del pueblo (el fatídico 1-O). Es cortoplacista. Juega al gato y al ratón y lo hace muy bien. Pero no hay nada más. Fuigdemont se ha ido y Puigdematrix muestra su ubicuidad. En ambos casos, el don define la palabra y se aleja del objeto que debería ser su verdadero fin. Aprendió muy bien de su maestro, Artur Mas.

Puigdemont es cortoplacista. Juega al gato y al ratón y lo hace muy bien. Pero no hay nada más. Aprendió muy bien de su maestro, Artur Mas

Nuestro mundo se ha horizontalizado. La nación vive del fin de las ideologías y sus políticos se sirven de esta debilidad para justificar cualquier comportamiento. El todo vale es la palanca del soberanismo. Valen incluso las alianzas putrefactas con la Lega Norte de Maroni y Umberto Bossi, culmen de la xenofobia, y sirven también las ayudas de Theo Francken (partidario de refugiar a Puigdemont), el ministro flamenco, miembro del N-VA, un partido fachendoso, que rechaza duramente a refugiados e inmigrantes. Si, ya sé, el N-VA es el partido más votado de Bélgica, como las manifestaciones de Mas y Puigdemont son las más numerosas. Pero ser más, no es más. Así lo aceptan quienes quieren entender "el populismo, la demagogia y el desprecio que los hombres del poder sienten por las masas a las que manipulan", escribió el gran Elias Canetti en Masa y poder.  Nacido junto al Danubio, el río de la Mitteleuropa, y Nobel de Literatura, hablaba cinco lenguas y escribía en alemán para remarcar su judaísmo askenazi. Hoy, en el ocaso de la palabra impuesto por los Rabassaires del siglo XXI, el texto más revelador de Canetti es, sin duda, el más vindicado para los amantes de la libertad sin fronteras: La lengua salvada (1977), un ejercicio autobiográfico en el que late precisamente el agotamiento del lenguaje.

Precavido frente al sentimiento y admirador de la lucidez, nuestro poeta, Joan Margarit, comparte con Canetti el espanto ante “lo colectivo”, cuando uno se mueve por simpatía y hace lo que “no haría individualmente”. Su palabra es un bazuca contra la línea de flotación de la autocomplacencia catalana.