El desorden XVIII / DANIEL ROSELL

El desorden XVIII / DANIEL ROSELL

Manuscritos

El desorden (XVIII)

Cuando has matado a tres hombres, el cuarto y el quinto apenas significan nada. El salto cualitativo está entre ninguno y uno

13 enero, 2019 00:00

Domingo.

Vestido de calle, Hugo ha entrado en mi celda. A las celdas se las llama habitaciones desde que el nuevo régimen de la Institución permite mantenerlas abiertas, en circunstancias normales, a ciertas horas preestablecidas. Yo seguiré escribiendo celda. No a modo de protesta. La razón es otra: lo que me recuerda que, a pesar de todo, soy libre es precisamente llamar a las cosas por su nombre. Con un optimismo y una energía inusuales, Hugo ha subido la persiana silbando y ha abierto la ventana enrejada de par en par. La luz y el frío me han arrancado de golpe las secuelas pegadizas de un sueño muy poco original de escaleras y persecuciones.

Válgame Dios, Hugo, no hagas eso. ¿Pero qué hora es? –he protestado escondiendo la cabeza bajo las sábanas.

–Las siete. Si hay que trabajar, mejor ponerse a ello cuanto antes. ¿Leíste el artículo?

– ¿Por qué no llevas bata?

– ¿Qué?

– ¡Que por qué no llevas bata! –he gritado asomando la cabeza.

–Porque es domingo. Me lo cuentas y me largo. ¡No me verán el pelo por aquí hasta dentro de ocho días!

–Las vacaciones.

–Exacto. Más el viernes de permiso para asuntos personales, más el fin de semana, porque el sábado que viene no me toca. No está mal, ¿eh? Vamos, levántate de una vez y cuéntamelo todo, por tre-me bun-do que sea.

–Está bien, está bien. Me ducho y estoy contigo en diez minutos.

Pero ha seguido allí plantado, silbando.

– ¿Sólo te sabes Fly Me to The Moon?

– ¿Flaimiqué?

– Siempre silbas la misma, Hugo.

–No sabía que dormías desnudo. No está permitido.

– ¿Te importaría esperarme fuera, por favor?

A las siete y doce minutos entrábamos en el comedor. Sara ya estaba en su puesto y me ha servido unos churros que no he necesitado glosar. Apenas una mirada al plato, y luego a ella, y el mensaje esperado estaba transmitido. No sé si esta mujer selecciona con toda intención lo que nos sirve o si es que cualquier cosa comestible permite analogías sexuales. Pensaré en ello más tarde. Le he ofrecido a Hugo todos los detalles que recordaba. Es un tipo listo, en una semana puede averiguar un montón de cosas. Es posible que dé con la mujer, así que le he sugerido algunos pretextos para que, si llegara el caso, grabe su voz y la fotografíe, incluso que la filme. Dice que un amigo suyo tiene una cámara de vídeo digital que podría prestarle. Le he pedido que en cuanto se entere de algo concluyente venga a contármelo sin demora. 

– ¿Qué sería algo concluyente?

–Pues que está perfectamente localizada y que por tanto podremos conocerlo todo sobre ella. O...

– ¿O qué?

–O que no existe. Que aquel pájaro no estaba casado.

– ¿Tú qué preferirías?

Mmh... ¿Qué pasa cuando multiplicas algo por cero?

– ¡Coño, qué... hermético!

Al menos conocía otro adjetivo.

Cuando se hizo público lo de los comerciantes se abrió un segundo proceso, pero todo fue terriblemente confuso. No recuerdo familiares de las víctimas en la vista. Por otra parte, mi abogado no supo o no quiso entrar en averiguaciones que, a pesar de mis argucias, le parecieron innecesarias dada la oferta de la fiscalía, que, por la vía de la inimputabilidad y de la reclusión en un centro psiquiátrico especializado, presentaba la lejana expectativa de una “curación” y, por tanto, de la libertad. O al menos eso dijo. Además, como quiera que la muerte del dueño del cibercafé no fue premeditada, todos los datos relevantes de los que dispongo son los que aparecieron en la prensa a los dos días de suceder los hechos. Se limitan al nombre y edad de un aguerrido barman, a la dirección de su local, y poco más. Suficiente sin embargo para alguien como Hugo, decidido y con una cierta capacidad de improvisación.

Antes de marcharse ha vuelto a pedirme que le narrara el crimen. He protestado sin convicción y he acabado cediendo. Al fin y al cabo Hugo no es un detective, ni va a exigirme honorarios. Su interés en este asunto no puede ser más que morboso. He tratado de no ahorrarle detalle, no querría verlo en la vergonzosa tesitura de pedir aclaraciones y revelar su placer. Antes de irse con Fly Me to The Moon en los labios ha vuelto a decirlo: ¡Tre-me-bun-do! En el tono he creído adivinar esta vez la admiración.

En el año que siguió al crimen de la tienda de cinturones cambiaron mucho las cosas. Mi diminuto negocio de producción discográfica empezó a funcionar y les comuniqué a los del Consejo Superior de Investigaciones Científicas por burofax que se metieran su insultante beca por el culo, a ver si les gustaba. No me alegró abandonar la investigación, y menos aún las clases, pero al menos se despejaban por fin los nubarrones financieros, que estaban haciéndose demasiado agobiantes. Entonces volví con María, que estaba representando a varias formaciones de música antigua. Pude haberle dicho de entrada la verdad, que el modesto sello con el que me empezaba a abrir paso en el sector no se planteaba editar semejante género, pero su mirada azul y su falda me lo impidieron. No sé por qué se me ha quedado grabada esa falda sobria, de lana fría gris marengo, ni muy ajustada ni muy holgada, ni corta ni larga.

Propuse una reunión para hablar con más detenimiento. Necesito que me informes sin prisas; no sé gran cosa de producciones fuera del pop-rock, etc. Nuestras almas volvieron a acercarse pronto. A veces creo que, de no haberse interrumpido nuestra relación, hoy no tendría que estar escribiendo esto. Pero el destino es uno, y ella volvió cuando yo iba ya por mi tercera actuación. Después del tipo de los cinturones había caído el propietario de una papelería que primaba en exceso el espacio vital de su bulldog; después el de una tienda de discos cuyas precipitadas opiniones acerca de las canciones bretonas del siglo IX me hirieron tanto que lamenté haberlo eliminado tan deprisa. Si María no fuera un ángel me justificaría en este caso.

Cuando has matado a tres hombres, el cuarto y el quinto apenas significan nada. El salto cualitativo está entre ninguno y uno. Además ya había decidido el siguiente objetivo, finalmente tan decepcionante que nos lo saltaremos. Fui inexplicablemente descuidado. No tomaba precauciones. Trabajaba con la convicción de que no me cogerían, lo que me confería una extraña habilidad para la improvisación.

[Continuará]