Cien años de 'España invertebrada' / DANIEL ROSELL

Cien años de 'España invertebrada' / DANIEL ROSELL

Filosofía

La 'España invertebrada', un siglo después

El ensayo de Ortega y Gasset sobre la anomalía española, cuyo síntoma más evidente es el separatismo, cumple cien años sin que su diagnóstico haya perdido vigencia

29 mayo, 2021 00:10

La luz es el reverso de las tinieblas. Y el cielo, con todo su horizonte, el reflejo imposible que ambicionamos desde el pozo oscuro de la desgracia. Para que acontezca el milagro de la resurrección, sea metafórica o espiritual, uno debe morir primero, igual que el triunfo de un boxeador –esa figura patética que no conoce más forma de combatir el desencanto que sus propios puños– se convierte en épico cuando, instantes antes de conseguirlo, ha besado la lona del ring. Ortega y Gasset, el maestro en el erial intelectual del franquismo, la gran figura cultural de mediados del pasado siglo, esa centuria temprana que ahora cumple otra gemela, sostenía que cuando las sociedades se vuelven sordas ante los argumentos y se entregan a los delirios sentimentales, la persuasión, y por tanto el arte de la política, que es diferente al ejercicio del poder, resulta un esfuerzo estéril

La vida se torna entonces puro deseo melancólico y frustración irremediable. Es entonces necesario –escribe el filósofo madrileño– que un cuerpo social enfermo (sobre todo de sí mismo) padezca en sus propias carnes las consecuencias de sus errores para que se avenga a aprender. La humildad, fuente de sabiduría, a veces exige un encontronazo de frente con la dura realidad. Cualquiera diría que la actual hora de España, por decirlo con una expresión clásica, es justamente así. Nada parece funcionar como debiera. Los socialistas alcanzaron el poder –moción de censura mediante– debido a la inmoralidad pública del PP de Rajoy, herencia directa del que presidió Aznar. Después de celebrar un carrusell de elecciones sucesivas cuyos resultados se negaban a aceptar los jefes políticos –los resultados les obligaban a un entendimiento que ninguno de ellos deseaba– llegó, en horas veinticuatro, forzada por un pánico mutuo, la coalición de aluvión que nos gobierna. 

José Ortega y Gasset

José Ortega y Gasset

Un consorcio de intereses entre sanchistas, populistas y comunistas con nacionalistas e independentistas. Sobre nuestras cabezas cayó acto seguido la pandemia, el encierro, la pérdida de parte de las libertades públicas, la muerte y la ruina. Ahora vamos a vivir la burla (absolutista) a la justicia que supone indultar a los instigadores del procés. A continuación llegará una salvaje subida de impuestos que destruirá a las clases medias, acompañada por recortes en los servicios públicos causados por una deuda pública que hipoteca el presente y el futuro de varias generaciones ¿Queda algo que pueda salir peor? Sin duda. 

De hecho, ya está ocurriendo. Europa, que desde el crepúsculo de la dictadura se convirtió en el destino deseado de una España deseante de incorporarse al progreso, vive sumida en una nueva crisis de identidad. Los populismos cercan a las antiguas democracias liberales; los banqueros han reemplazado a los grandes intelectuales, el dinero prevalece sobre la cultura, la identidad se recrea para negar el mestizaje e incluso la gestión continental de la vacunación contra el coronavirus se ha revelado nefasta. ¿Estamos cerca de tocar fondo?

Todas estas, con las lógicas diferencias de tiempo y espacio, son las mismas preguntas que en 1920 se hizo Ortega y Gasset al escribir –primero en los folletones del diario El Sol, después bajo la forma de un libro que denominó ensayo de un ensayo– las reflexiones de España invertebrada, que cumple un siglo desde su publicación con una salud de hierro. Señal de que la sociedad de entonces, que el filósofo consideraba enferma, una absoluta anomalía política, no ha cambiado demasiado. O, si lo ha hecho, su tránsito ha terminado por devolverla al punto de partida. Igual que un bucle.

España invertebrada, Ortega y Gasset

El libro de Ortega, que gozó de un éxito extraordinario a pesar de que su autor lo califica como un mero bosquejo de ideas dignas de mayor desarrollo, es un prodigio imperfecto. Su mérito es haber diagnosticado con una certeza asombrosa el problemático sustrato (cultural) que subyace bajo la singularidad española. En su demérito cabe decir que su estilo, aunque llano y asequible, ha sufrido el paso del tiempo, especialmente dada la utilización de ciertos términos, aunque en paralelo ha adquirido un aire de época –la España de los años 20– que mantiene incólume su planteamiento, su nudo y su desenlace. Eso es un clásico: un libro que, pese al discurrir del tiempo, se mantiene vivo. España invertebrada lo está. Básicamente porque, aunque en apariencia trate de los separatismos y los nacionalismos que condicionan su política ibérica, su mirada sobre la realidad española –involuntariamente universal incluso en su particularismo– trasciende los episodios concretos de su tiempo para establecer un relato duradero de los males de la patria, sea ésta lo que sea. 

No es su único acierto: Ortega, con una capacidad de condensación excelente, dice muchísimo –y sugiere más– en apenas un centenar y medio de páginas. Asciende desde lo contingente hacia lo necesario. Y dibuja un cuadro de la zozobra de España cuya vigencia sobrevive a los hechos históricos de las diez décadas que nos separan de su creación. En un mundo que ha hecho de la falsa igualdad un dogma, el planteamiento del filósofo madrileño, formado en la cultura alemana, puede llevar a escándalo a muchas de las mentes simples que, al toparse con una idea que juzgan impopular, la descartan de partida. Seguramente, si hubiera sido escrito ahora, Ortega hubiera padecido la inquisición (doctrinaria) de los buenistas, incapaces de entender que las cosas no son como queremos, sino como son

'España invertebrada' en 'El Sol'

Un fragmento de España invertebrada publicado como folletón en el diario 'El Sol'

Desde las orejeras ideológicas –que no son más que argumentarios para mentes simples– el retrato de la sociedad española puede ser considerado elitista y conservador. Nada de esto, o no exactamente así, palpita en la teoría sobre España que presenta: su tesis sobre las minorías que dirigen a las masas de una sociedad –desarrollada años más tarde en La rebelión de la masas, un libro complementario– nada tiene que ver con la riqueza o la pobreza de las personas, de igual manera que las críticas al dogma comunitario –revivido por los neopopulismos, aunque con otros términos diferentes– no parten necesariamente de una concepción jerárquica de la sociedad, sino de evidencias históricas, morales y naturales

La tesis de Ortega es la siguiente: la historia de España, salvo en un instante concreto, desde 1492 hasta 1580, es la crónica de una interminable decadencia. Un proceso, jalonado por ls desintegración y los separatismos, que tiene sus antecedentes en el preludio de la unificación de las coronas de Castilla y Aragón y, salvada la gesta de la colonización de América, prosigue hasta nuestros días. Todos los imperios y civilizaciones nacen y mueren. El español, por supuesto, no es una excepción. Su excepcionalidad deriva de que su ascenso fue corto y extraordinario y su precipicio dura siglos y termina con un grado de deterioro social mayúsculo. La interpretación histórica presenta el cuento de otra forma: un pasado egregio seguido de un fracaso que reduce toda la aspiración nacional a intentar revivir el pretérito.  Un problema de perspectiva: la mejor manera de asentar la desgracia cotidiana es practicar el ritornello de la idealización histórica, en lugar de construir –desde el presente– otra España. 

Paradójicamente, este mal español es el mismo que practican los nacionalismos, síntomas de la falta de cohesión de todas las clases sociales. Todos, sin excepción, amplifican o directamente inventan una Época Dorada para justificar sus ambiciones presentes. El progreso consiste en lo opuesto: aprender de lo acontecido para no repetirlo. Los separatismos, tan obstinados, no son para Ortega más que señales de un mal íntimo, más profundo y arraigado. El libro pronostica, recién terminada la Gran Guerra, y antes de nuestra contienda civil y de la Segunda Guerra Mundial, el fracaso de la imperante sociedad de las masas, expresión ideológica de los grandes totalitarismos políticos de su siglo. 

Manuscrito del ensayo de Ortega y Gasset

Manuscrito de España invertebrada

Quizás desde la década de los años cuarenta hasta ahora, este augurio se cumplió, pero visto desde nuestros días uno se pregunta si las mayorías obreras y nacionales que agitaban los líderes del pasado siglo no han sido sustituidas por masas sentimentales, ensimismadas con falsas identidades culturales, territoriales, sexuales o de cualquier otra condición. Las masas siguen siendo uno de los dos actores políticos esenciales del cuadro social, pero el otro elemento sustancial –las minorías– aparentemente han sido eliminadas del mapa en favor de una presunta democratización social. Un puro espejismo, desde luego. 

En todas las sociedades –explica Ortega en su libro– existen élites. La secta cristiana, escisión de la religión hebrea, estuvo formada en sus comienzos por los apóstoles escogidos por Jesús. Más tarde, por un cuerpo colegiado de sacerdotes. Grecia, inventora de la democracia, no creía tanto en el asamblearismo como en la mayoría virtuosa de los ciudadanos notables. Roma creció como un imperio patricio y España practicaba el absolutismo familiar propio de todas las monarquías del Antiguo Régimen. Hasta el comunismo instaura una nomenclatura que dice hablar en nombre del pueblo pero actúa a su pesar. No es que Ortega predique la bondad de una sociedad de castas, es que la evidencia histórica demuestra que la dialéctica entre la clase dirigente y el pueblo gobernado es la estructura social universal. En todos los tiempos. En todas la culturas. En todas las civilizaciones. Incluso entre las tribus primitivas. 

La idea de nación de Ortega no es esencialista. El filósofo madrileño no concibe al Estado como la prolongación política de la familia, expresión social de un núcleo cerrado en sí mismo y autónomo, principio también del imaginario del nacionalismo. Una comunidad, según su percepción, es la suma articulada de grupos culturales diferentes. No son los vínculos de sangre quienes explican la génesis cultural de los pueblos, sino un factor pragmático: las empresas compartidas. El famoso “proyecto sugestivo de vida en común”. Esta frase de Ortega, interpretada por los cierta derecha sociológica como una ingenuidad, incluso como un argumento favorable a proyectos de Estados autonómicos o directamente federalistas, tiene un sentido diferente al que, en apariencia, predica. 

Lo que sostiene el pensador español es que, aunque la fuerza y el derecho de conquista sea la causa de la creación de muchos Estados y el método práctico de los imperios, ninguno sobrevive si no articula un modelo político que trascienda a los pertinaces particularismos. Ésta, y no otra, es para Ortega la “enfermedad” de España. Que se trate de una patología subjetiva, incluso imaginaria, no quiere decir que no termine influyendo en la realidad, de la misma forma que las creencias condicionan a las personas. La sublimación de los males propios tan característica de los aldeanismos –territoriales, mentales o gremiales– es el denominador común de la sociedad española. Hasta el punto –y ésta es una idea de plena actualidad tras las elecciones regionales de Madrid– de que el centro del poder se convierte también en un particularismo más, semejante a los periféricos. 

La rebelión de las masas, Ortega

¿No es acaso un diagnóstico exacto del efecto que todas las autonomías, unas de una forma y otras de otra, han tenido en España durante los últimos cuarenta años? Con todo, el fondo del asunto no son estas expresiones políticas en contra de la unidad nacional, que son indicios pero no causas primarias de la patología española. Ortega centra su análisis en la falta de “elasticidad social” que existe en España, donde cada gremio, colectivo o clase social ignora a sus equivalentes. Se trata de una infeliz reiteración histórica: la ausencia de un espacio público neutro –un foro político y social donde los diferentes puedan coincidir o disentir, pero del que nadie pueda apropiarse– explica la demencial convivencia española, donde cada tribu imaginaria se siente sola y, por tanto, actúa como si representase a la totalidad. 

Los españoles –afirma Ortega– no tienden a contar con los demás y, en consecuencia, o se apropian de las instituciones para fines particulares o privados, o las colonizan para validar como si fueran compartidas aspiraciones egoístas. “Nosotros somos nosotros”. Un silogismo con un fondo tan irónico como terrible. Los españoles no quieren luchar y mucho menos convencer, aspiran únicamente a vencer (a otros españoles). Generalmente, negando a España, que simboliza ese vínculo de convivencia. La falta de articulación diagnosticada  en España invertebrada es un fenómeno social que sólo más tarde se convierte en político. Comienza por la vulgarización de las élites, que para alimentar su industria –véase el caso de Cataluña– usan la coartada del apoyo popular como argumento. 

Fotograma de la película comunitarista 'The Crowd' (1928), dirigida por King Vidor

Fotograma de la película comunitarista 'The Crowd' (1928), dirigida por King Vidor

Una aristocracia moralmente corrupta puede ser sustituida o negada. El primer supuesto permite a las sociedades reformarse; el segundo las aboca al colapso, al establecer como única pauta de conducta la voluntad de la masa sobre asuntos que, más que con las mayorías, tienen que ver con los valores culturales. Ortega no defiende en su ensayo ni la aristocracia de sangre –canon de la nobleza– ni la fuerza guerrera, arquetipos de un mundo mágico y perdido. Su élite ideal es la que tiene excelencia espiritual. Una clase dirigente que persigue en la ejemplaridad. Una aristocracia del influjo que logre que su círculo virtuoso se extienda a todos los ámbitos sociales.

Quienes desean imponer a los demás su modelo social siempre se presentan como idealistas, pero en realidad son negacionistas de la realidad, que –señala Ortega– no se rige por ninguna clase de moral, sino por conductas universales, con independencia de si son éticas o no. Cualquier revolución, incluidas las sonrientes, derivan indefectiblemente en dictadura o asesinato, mientras que la aceptación inteligente de las evidencias sociales –con sus luces y sus sombras– permite perfeccionar la sociedad mediante el esfuerzo. Si España es irreformable es porque ninguno de sus actores sociales y políticos es realista, sino demagogos y charlatanes utópicos. Populistas y aldeanos de espíritu. O ambas cosas.