José María Lassalle en Madrid / YOLANDA CARDO

José María Lassalle en Madrid / YOLANDA CARDO

Filosofía

Lassalle: "La mejor protección contra la tecnología es una casa con miles de libros"

El ensayista alerta de los peligros que implica el control social derivado de la pandemia y reflexiona sobre los nacionalismos y la necesidad de crear otro relato de España

5 octubre, 2020 00:10

Muchos asocian a José María Lassalle con el mundo de la política, del que formó parte durante más de una década. En 2004 fue elegido diputado en el Congreso por Cantabria. Rajoy le nombró en 2011 secretario de Estado de Cultura y en 2016 responsable de la Agenda Digital. En 2018 abandonó la política y el Partido Popular. En paralelo a esta trayectoria en la vida pública, Lassalle, doctor en Derecho, ha sido profesor en la Universidad San Pablo-CEU y en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid. Ensayista, es autor de títulos como Contra el populismo (Debate) o Ciberleviatán (Arpa), donde reflexiona sobre cómo la revolución digital, con sus nuevos mecanismos de poder y control, amplificados tras la pandemia, puede poner en peligro la democracia liberal. 

–¿La tecnología y el nuevo contexto pandémico avivan el concepto de control social teorizado por Michel Foucault?

–La tesis de Foucault es que el capitalismo ha generado estructuras represivas a través de pautas de normalización de la conducta que van haciendo, paulatinamente, que no se tenga que ejercer la violencia directa sobre el cuerpo, sino que basta con una violencia psicológica que condiciona nuestra conducta. Estamos viviendo un momento en el que, al amparo y estimulado por el miedo, este fenómeno que describía Foucault se ha visto reforzado e impulsado. A diferencia de otros periodos históricos, ahora la tecnología tiene un peso muy relevante y está produciendo un cambio cultural profundo. 

–¿Debemos estar alerta frente a quienes dicen que la tecnología nos va a salvar?

–La técnica tiene siempre un componente ambivalente. Está conectada con la naturaleza moral del ser humano y, como veía Ortega y Gasset, genera una sobrenaturaleza a partir de la cual el ser humano ha sido capaz de dominar el planeta, subordinar a las otras especies a sus designios y controlar el curso de los acontecimientos terrestres. Sin técnica, el hombre no sería lo que es y, probablemente, no habría alcanzado la libertad que ha conseguido en el siglo XX y a principios del XXI. Sin embargo, tiene también un componente desestabilizador, porque confiere poder. El hombre, en contacto con el poder, tiene ciertos tics de dominación, opresión, búsqueda del sometimiento y violencia inconsciente. Como vio la Escuela de Frankfurt, todo esto produce una hybris, una corriente irracional de dominio, que puede ser tremendamente represiva. Por tanto, la tecnología nos puede ayudar a ser libres en la medida en que seamos conscientes de que estamos empoderados sobre ella y de que su naturaleza es instrumental. Cuando la técnica nos ciega nos somete a la hybris clásica y nos diluye en el poder. Entonces surge esa fascinación fáustica que nos conduce hacia el mal, a la opresión, a la dictadura y al ciberleviatán, tal y como sostengo en mi ensayo. 

–Adorno decía que la razón ilustrada y su falta de crítica condujo a Auschwitz.

–Cuando la razón instrumental se convierte en algo más que un medio y deviene un fin en sí mismo acaba convirtiéndose, en determinadas circunstancias, como se vio durante el nazismo o el comunismo soviético, en un instrumento de dominación y opresión. La capacidad de cálculo racionalizador, el intento de determinar la conducta y mediatizar el medio hasta sus últimas consecuencias puede llevarnos al paroxismo que se vivió durante la Segunda Guerra Mundial y los totalitarismos. La razón es un instrumento de emancipación, como vio bien la Ilustración, pero también puede serlo de dominación si no se la fija dentro de unos límites y no se establece un relato que defina claramente que la razón está al servicio de la dignidad humana, reconociendo que en la fragilidad del ser humano existen factores de justicia que deben prevalecer sobre otros. 

José María Lasalle en Madrid / YOLANDA CARDO

–Kant decía que la Ilustración era salir de la minoría de edad. ¿La razón tecnológica nos condena a permanecer en la minoría?

–Sí, esto es precisamente lo que estamos viviendo ahora. Durante el periodo del confinamiento una parte de la sociedad, la que tiene una clara conciencia del carácter instrumental de la tecnología, ha logrado liberarse de lo que representaba la inmovilidad del encierro y los extraordinarios límites dentro de los cuales nuestra vida se desarrollaba. Por tanto, ha conseguido emanciparse de una situación opresiva. Sin embargo, otra parte de la sociedad se ha precipitado por un abismo de subordinación, de dependencia e, incluso, de pérdida de capacidad emancipadora, porque se ha entregado abiertamente a la tecnología creyendo que representaba la única oportunidad posible para manejarse en la incomodidad de la vida durante el  confinamiento. Esta diferencia de actitud es moral y exigiría de los poderes públicos una nueva paideia [educación] en torno a la cultura cibernética. Es necesario desarrollar una educación que permita empoderarnos con respecto a la tecnología y no subordinarnos a ella. Esto requiere un esfuerzo político y colectivo que la actual situación de fragilidad hace muy difícil de materializar.

–¿Hasta qué punto esta educación cibernética no tiene que ver con la clase social? Los dirigentes de Silicon Valley educan a sus hijos en colegios de élite donde no está presente la tecnología que producen.

–No creo que haya que poner el foco en la cuestión económica. Hay personas de un altísimo estatus económico que son víctimas de una dominación tecnológica que les hace ser infinitamente más vulnerables que otras personas que no tienen esa aproximación a la técnica o que carecen de un nivel económico que les permitiría tener fibra en casa, dispositivos, tener sus finanzas digitalizadas… Creo que la cuestión es la actitud crítica con la que cada cual se aproxima a la tecnología. Todos aquellos que han hecho posible Silicon Valley y el desarrollo de plataformas eran plenamente conscientes de lo que estaban haciendo: crear una criatura tecnológica basada en el desarrollo de una estructura de estímulos que genera mecanismos de dependencia cognitiva, emocional y estética a través de las imágenes con las que se transmiten conocimiento, información.

Han sido productores conscientes de la manipulación del imaginario simbólico del ser humano. Por esto son precavidos. Educados en una mentalidad libertaria y hippie de los años sesenta y setenta, y con una mentalidad muy pop en el sentido literal del término, han sido capaces de conservar una percepción crítica con respecto a la realidad. Y esto es lo que les empodera para comprender que su modelo educativo para sus hijos debe ser lo más pegado al modelo en el que ellos crecieron: analógico, basado en la crítica, en el estímulo de la sensibilidad artística y poética. Por tanto, no es una cuestión económica, sino cultural con relación a la tecnología. La mejor protección contra la tecnología es educarse en una casa en la que haya miles de libros, discos y crecer en entornos familiares abiertos al diálogo, al debate y a la conversación. 

–Pero el estatus cultural muchas veces va de la mano del estatus económico.

–Ya, pero hablamos de una clase media que vive en unos entornos de modestia y holgura que hacen que de alguna manera el estatus económico no sea determinante en su vida. Lo determinante para la clase media son las habilidades profesionales que hacen posible la tranquilidad económica, pero sin ser víctimas del consumismo economicista de las clases altas, donde no hay un libro porque no hay una estantería, y donde el diseño minimalista es tan minimalista que prescinde de cualquier elemento cultural, pues transmite únicamente una imagen. Cuando antes me refería a que la educación tecnológica no tiene que ver con un estatus económico aludía a que esa capacidad para desapegarse de la obsesión tecnológica está asociada a las prácticas culturales de unas clases medias que han puesto en valor la cultura, el arte y la reflexión crítica. Y no hablo aquí de alta cultura, me refiero a aquella que es accesible a través de los libros de bolsillo, no necesariamente acudiendo a un palco de la ópera. 

José María Lasalle en Madrid / YOLANDA CARDO

–Mientras en Francia, nada más empezar la pandemia, se apoyó económicamente al sector cultural, aquí al ministro de Cultura no se le ha visto. 

–Yo he sido secretario de Estado de Cultura durante cinco años y he padecido el peso embrutecedor de la maquinaria de la administración y, en particular, el peso de la mentalidad hacendística-económico-administrativa que acompaña a todos los módulos de gestión –del Estado, de las Comunidades Autónomas, de los ayuntamientos– y que concibe la cultura no como algo necesario, sino como un gasto superfluo. Esto ha pasado, pasa y seguirá pasando hasta que no seamos capaces de reparar ciertos déficits estructurales que están en la administración, que pone más énfasis en todo lo que tiene que ver con el aparato económico. Las consecuencias de esto la vemos claramente en la cultura, en la educación y en la sanidad.

–Sanidad es uno de los ministerios secundarios. 

–Al final, somos víctimas de legados culturales, políticos e institucionales que consideraron, cuando se diseñó el Estado autonómico, que la competencia del Gobierno central en cuestiones de infraestructuras sanitarias no requería de una visión macro, sino micro, muy pegada a la realidad del territorio. El modelo de gestión desarrollado durante la democracia, cuyo objetivo ha sido crear grandes hubs hospitalarios que cubrieran muchas áreas geográficas, se olvidó de que es necesaria una visión capaz de coordinar e introducir elementos centralizadores para superar la mirada micro. Somos víctimas de nuestro éxito, que, igual que un bumerán, regresa como fracaso. Proyectamos nuestra visión sobre las cosas y el análisis estratégico sin una perspectiva histórica. Pensamos que la historia se agota a los cinco, diez o quince años. En España  tenemos una tendencia natural a que se nos caigan las cosas encima y a quitárnoslas rápidamente, sin pensar que pasar página no es la mejor manera de afrontar la realidad. Es necesario hacer una auditoría sobre la realidad, pensarla y repensarla críticamente para mejorar. Y esto implica hacer autocrítica, que es algo que, independientemente de la bandera política, al español le sienta fatal. 

–¿El pensamiento crítico no ha tenido fortuna en España?

–Al crítico siempre se le mira mal. Basta echar una ojeada a la Historia de los heterodoxos de Menéndez Pelayo para ver que nuestros críticos y heterodoxos son unos perfectos desconocidos, mientras que los padres de la ortodoxia han tenido reconocimiento social y siempre están ahí, dando guerra cultural, por lo menos durante la dictadura. Quizás tenga que ver con las raíces culturales de un catolicismo muy inquisitorial, que proscribió la crítica y atenuó su visión emancipadora. El caso de Jovellanos, en este sentido, es ejemplar. Nuestra relación con la culpa se basa en una limpieza rápida que pasa por el confesionario. Para los luteranos es una cuestión de fe, de ahí que se estén mortificando constantemente. Francia ha tenido la suerte de tener un catolicismo jansenistam donde la reflexión y la autocrítica explican su devenir cultural. Nosotros hemos estado más expuestos a la ortodoxia religiosa, que ha dañado nuestra capacidad autocrítica. 

–¿Nos ha faltado la Ilustración?

–Totalmente. La tuvimos, en realidad, pero fue minoritaria y tuvo muy mala suerte. Carlos III tuvo, en un determinado momento, la capacidad de rodearse de un equipo de ilustrados de nivel europeo, como Jovellanos, el Conde de Aranda o Francisco Cabarrus, que trataron de reformar el país. Sin embargo, las circunstancias históricas hicieron que este proceso cultural, impulsado por una minoría cultural, se frustrara. Fue determinante el cambio de monarca. Se pasó de Carlos III a un rey lamentable, como Carlos IV, por no hablar de Fernando VII. Este ha sido nuestro drama. 

José María Lasalle en Madrid / YOLANDA CARDO

–¿Qué me dice del típico cainismo español?

–El cainismo tiene que ver con la envidia y la exaltación de la mediocridad. España es un país que exalta mucho la mediocridad. Como consecuencia de esta envidia y de este egoísmo a flor de piel, el espíritu gregario de la normalización de la que hablábamos antes se convierte en una soga que asfixia a cualquiera que quiera destacar. Al mismo tiempo, somos capaces de generar –por esa ley darwiniana de la supervivencia– criaturas geniales como Picasso, Goya, Ortega y Gasset o Velázquez. Todos ellos cambiaron culturalmente no solo la nuestra, sino otras sociedades europeas. 

–Dos de los cuatro que cita se exiliaron a Francia y se declararon afrancesados.

–Claro. El único de los cuatro que tuvo suerte fue Velázquez, en tanto que pintor de cámara y hombre de confianza de Felipe IV. A él le debemos un producto cultural tan relevante como es la colección del Museo del Prado. Si hubiéramos permitido que personalidades como las que hemos mencionado pudieran trabar una relación más fructífera e inteligente con América, y en concreto con la América española, España habría tenido una dimensión no tan empequeñecida, tan nacionalista y tan torpemente cerrada sobre sí misma, como es la que tuvo tras la Guerra de Independencia y la pérdida de América, que ha sido el mayor drama histórico que ha vivido nuestro país. 

–¿Por qué?

–Porque nos hizo incompletos. Arrastramos este problema desde la pérdida de América, entendida como experiencia de apertura y mestizaje y como una oportunidad para darnoss cuenta de lo pequeños que somos. Se esta forma sacamos lo mejor de nosotros en un diálogo que, paulatinamente, fue construyéndose a lo largo de los siglos, después del inicio dramático y trágico, como no podía ser de otra manera, de la Conquista. Prueba de cuán grande nos habría podido haber hecho América es su literatura del siglo XX, gracias a la cual la cultura en español es capaz de competir con la anglosajona. 

–¿Latinoamérica sigue necesitándonos?

–En absoluto. América Latina no necesita a España. Mejor dicho: no la necesita en principio, puesto que, como vio Octavio Paz en El laberinto de la soledad, América Latina no puede entenderse a sí misma sin el drama ni la oportunidad histórica que supuso el Descubrimiento. Para América, el impacto con España fue tan importante como para España el impacto con América. El papel de nuestro país en el siglo XXI debería concebirse desde la modestia, apegados a una realidad básica: debemos   pensarnos como una intersección, ser la esquina Norte de América Latina, aquello que permite a Latinoamérica asomarse a Europa y el Mediterráneo. Esto es necesario para rearticular un relato más sólido para América Latina si aspiramos a ser un actor global. España podría jugar un papel fundamental como intersección cultural.

Ciberleviatan, José María Lasalle / ARPA EDITORES

–¿Cree necesario reescribir desde una perspectiva crítica el papel de España como país conquistador?

–Yo no hablaría de reescritura. En la Edad Media, en los márgenes de los libros, se incorporaban extrapolaciones y palimpsesto sque permitían no tanto reescribir, sino revisitar lo escrito. No se trata de negar la realidad, sino de sanarla desde un punto de vista histórico. España necesita sanear su historia más inmediata. Si no hace esto, nunca podrá resolver el conflicto que para muchos implican los elementos de continuidad entre la dictadura y la Transición. Este conflicto condiciona una parte importante de nuestro relato histórico. Sin embargo, no podríamos entender la Guerra Civil sin el drama que ha supuesto durante más de un siglo la memoria de las dos Españas y de esa tercera que siempre ha estado en medio y nunca ha sido capaz de convencer a las otras dos para que se entendieran.

Todo esto requiere procesos de sanación: visitar la historia tratando no de buscar culpables, sino de resolver los conflictos entre las víctimas y los verdugos. Esto significa sanar. Es necesario identificar donde estaba cada uno de los sujetos en los distintos momentos históricos que requieren este tratamiento. Inglaterra, por ejemplo, necesita sanarse de su imperialismo, mientras que Estados Unidos sigue arrastrando la culpa colectiva por la esclavitud. A pesar de que hizo un esfuerzo enorme por construir un imperio, con todo lo que esto representaba, desde la codificación de las lenguas nativas e indígenas, permitiendo que hoy en día millones de iberoamericanos de origen indígena hablen sus lenguas originales y tengan una normalización gramatical, España necesita aproximarse con una mirada limpia a ese momento histórico. Hay que salir de la sensación autoculpable que nos atrapa y no nos deja emanciparnos de nuestra propia historia. Esto va más allá de la moralización histórica que resuelve los conflictos derivando estatuas y condenando personajes que hicieron lo que la lógica y la legalidad de su tiempo les permitía, como Jefferson, que comerciaba con esclavos. Cicerón también tenía esclavos, pero seguimos disfrutando de su obra. 

–¿Pecamos de leer el pasado con las claves morales del presente?

–Hay que salir de la ortodoxia metodológica y comprender que es necesario cierto relativismo moral. De alguna manera, este es el debate que ya plantearon en la Edad Media los nominalistas y los universalistas: hay que entender que la moral es un objeto de transacción social que permite llegar a acuerdos sobre lo que está bien y mal. No hay nada universal que nos indique qué es buen y malo. Isaiah Berlin explica esto muy bien cuando cuenta qué es el relativismo moral que acompaña al pensamiento liberal: la propia libertad hace que tengamos que establecer unos mínimos morales muy pequeños si queremos resolver los conflictos que afectan a toda la sociedad y que solo se pueden resolver a través de espacios de comunidad, basados en la negociación, la transacción y la cesión. Yo cedo en lo que considero mi máxima moral del bien y tú cedes en lo que crees tu máxima moral del mal. Para eso hay que asumir ciertas ambigüedades culturales que aquellos instalados en la ortodoxia moral no están dispuestos a aceptar. Ahí tienes el populismo, los nacionalismos, los movimientos reaccionarios…

José María Lasalle en Madrid / YOLANDA CARDO

–¿Es el nacionalismo uno de los grandes males de España?

–Por supuesto. El nacionalismo español es la impotencia producida por la herida histórica de saber que no se alcanzó completamente la propia identidad, fruto de un proceso centenario construido alrededor de la Reconquista, el conflicto entre reinos y entre dos coronas que, al final, se fundieron en una totalidad de la que nació España en 1492 no como nación, sino Estado. Todo esto favoreció que, junto al nacionalismo del siglo XIX, surgieran otros nacionalismos pequeños que radicalizaron sus planteamientos en una tensión con el nacionalismo español.

El proceso desembocó en los conflictos de los años treinta, resueltos con el triunfo de un nacionalismo español, que acabó con la complejidad histórica y la pluralidad, considerándola una especie de pecado histórico. Frente a todo esto, hay un fenómeno que la Transición gestionó mal y que ha desembocado en el paroxismo de los nacionalismos identitarios catalán y vasco. En el caso catalán se ha llegado a la locura del proceso independentista. Mientras no seamos capaces de darnos cuenta de que estos conflictos no los vamos a resolver con un nacionalismo español más grande ni tampoco fomentando el nacionalismo más pequeño, sino hablando y reinterpretando nuestra historia desde la búsqueda de elementos comunes, seguiremos arrastrando esta herida, que es un problema para la estabilidad de nuestro país y para nuestra estabilidad emocional.

–¿Quién puede llevar a cabo este trabajo? ¿Los intelectuales? ¿La clase política?

–La figura del intelectual está deteriorada porque ha sido víctima de una ideologización, especialmente en la segunda mitad del siglo XX. Cada día hay menos personas capaces de ser autocríticas, siendo una actividad esencial para un intelectual, que es crítico con la sociedad porque lo es también consigo mismo. Los intelectuales lo tienen muy difícil para poder hacer pedagogía. Se hace todavía más difícil cuando la transversalidad y el populismo que acompaña los modelos de cibersociedad hacen complicado el respeto a una jerarquía. De igual manera que en la Atenas de Pericles se encontraros mecanismos sociales y políticos para que en un determinado momento se construyera el milagro que fue la democracia, si bien el entorno no era particularmente propicio, puede producirse hoy ese mismo milagro. No hay que olvidarse de la capacidad de sobrevivir del ser humano cuando chapotea en un lodazal. Ahora tenemos el lodazal populista y el gran riesgo de incurrir en autoritarismos asfixiantes para que encontremos una posible salida. Pero la esperanza es un concepto que forma parte de todas las sociedades occidentales y que sigue ahí, latente, como una posibilidad.