Los significados de la libertad
La editorial Athenaica publicará el 23 de febrero 'Libertad. Una historia de la idea', un ensayo de Josu de Miguel Bárcena sobre la evolución de este concepto cultural
18 febrero, 2022 00:00Josu de Miguel Bárcena es profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Cantabria. Nacido en Bilbao en 1975, se licenció en Ciencias Políticas (1999) y en Derecho (2009) por la Universidad del País Vasco. Doctor con una tesis sobre el sistema institucional de la Unión Europea, disfrutó durante la década de 2010 de una beca en el Center for Constitutional Studies and Democratic Development de la Johns Hopkins University. Sus tareas docentes se han desarrollado en la Universidad del País Vasco (2002), la Autónoma de Barcelona (2010- 2019) y la Universidad de Cantabria. Como autor, ha publicado libros, artículos y reseñas sobre asuntos como el Federalismo, la Constitución económica, el Derecho de la Comunicación y la neutralidad del Estado. Es colaborador de Crónica Global y autor del libro Kelsen versus Schmitt. Política y derecho en la crisis del constitucionalismo, escrito junto a Javier Tajadura Tejada; El gobierno de la economía en la Unión Europea y Justicia constitucional y secesión, en el que aborda las dimensiones constitucionales del proceso soberanista catalán.
Libertad. Una historia de la idea (Athenaica) es su último ensayo, donde reflexiona sobre este concepto cultural y político (capital en la historia de la Humanidad) desde una perspectiva pragmática que combina el Pensamiento Político con el Derecho e indaga en los múltiples sentidos que dicha idea tiene en el presente, en un contexto político y social marcado por las nuevas tecnologías y el reto ecológico. La idea de libertad, como explica Víctor Vázquez, Profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Sevilla, en la presentación del libro, "germina con el culto ilustrado a la individualidad radical y a la autonomía de nuestra conciencia y en la actualidad se enfrenta, tras una pandemia prorrogada en el tiempo, a una nueva delimitación conceptual". Letra Global publica, por cortesía de la editorial Athenaica, un extracto del libro, que estará disponible en librerías a partir del 23 de febrero.
EL TIEMPO DE LOS DEBERES
En marzo de 2020, tras decretarse el primer estado de alarma, el presidente del gobierno, junto a los ministros más importantes y la presencia de la autoridad militar, aparecía en todos los medios audiovisuales desgranando las graves medidas para combatir el virus que colapsaba hospitales y mataba a casi un millar de españoles al día. La potencia de la imagen revelaba un momento extraordinario donde la aplicación del derecho de crisis pretendía persuadir a los ciudadanos de la necesidad de obedecer las medidas adoptadas, que atacaban de raíz una de las potestades más básicas de la libertad individual: el derecho a circular y deambular. La comunicación y las medidas nos recordaban la fuerza simbólica del derecho a la que aludía Rudolf von Ihering cuando estudiaba el derecho romano.
Podemos elucubrar sobre la razón por la que los ciudadanos obedecen al derecho y las correspondientes limitaciones de su preciada libertad. Esa razón, ya lo sabemos, se llama legitimidad y ha encontrado las más variadas respuestas en la teoría del derecho: desde el iusnaturalismo al contractualismo, pasando por las tesis del positivismo y la neutralidad liberal. Ahora bien, el fenómeno de la legitimidad no es fácil de detectar ni de precisar: la obediencia a las normas no llega solo por la instauración de determinadas instituciones democráticas o por la reiteración de alguno de los principios de justicia que predominan en los sistemas de gobierno. Aceptamos y admitimos las leyes y los actos de la administración por motivos no siempre claros y tras la construcción de mentalidades que solo en ocasiones se expresan constitucionalmente. La herencia y la inteligencia, por un lado, y la igualdad o la propia libertad por otro, podrían ser algunos de los genios invisibles de la ciudad a los que aludió Guglielmo Ferrero en su famoso trabajo.
El problema de la legitimidad adquiere especial relevancia en la crisis del Estado constitucional y en su retroalimentación como consecuencia de la generalización del riesgo. Recordemos que en dicha sociedad el control es la regla y la concreción del peligro –catástrofe– es la excepción. Por esta razón y en consideración a la vigilancia de los procesos sociales y económicos, el poder público recurre cada vez más a la hipertrofia normativa para garantizar la normalidad. El cuidado del planeta, la vigilancia de la actividad financiera, la defensa de la democracia o, sin ir más lejos, la elusión de contagios impulsa medidas que podrían ser cuestionadas por una parte de la población dado que en ocasiones tienen una dimensión excepcional: véase la reacción frente a una vacunación obligatoria o el uso de mascarillas en exteriores. La resistencia podría adoptar, bien es conocido y no es necesario extendernos, la forma extrema de desobediencia o de una objeción de conciencia más matizada para el sistema donde trata de integrarse.
Por tanto, no lo olvidemos, preguntarnos por la libertad es hoy, en buena medida, preguntarnos por la legitimidad del poder. La propuesta intelectual y política desde que acabó la II Guerra Mundial fue, en gran medida, encerrar el principio de libertad en la categoría de derecho subjetivo: invocamos nuestros derechos en sede jurisdiccional, lo que conduce a la proliferación de recursos que convierten al juez en el protagonista central y natural de la resolución de conflictos. La formalización extrema de la libertad no solo favorece a los grandes poderes privados que pueden pagarse los pleitos, sino que oscurece el discurso de la libertad al reducir la justificación de cualquier intervención en los derechos a la aplicación de un principio de proporcionalidad inaprensible para la ciudadanía. El discurso individualista de la libertad se queda sin argumentos y los derechos pierden el pa- pel preferente que les había asignado Rudolf Smend en la democracia constitucional: integrar la comunidad política.
La pandemia ha venido a ratificar el declive de los derechos fundamentales y las categorías tradicionales que los sostenían constitucionalmente. Pero no es el tema de este libro. Sí conviene advertir –ya lo hemos señalado– cierta propensión política a exacerbar las capacidades de los derechos subjetivos para recoger nuevos e ilimitados contenidos. El actual momento político parece que pasa por la satisfacción de necesidades como la vivienda, la energía o el uso de recursos naturales que difícilmente pueden ser glosados como meros derechos subjetivos. Quizá todas estas reivindicaciones encajarían mejor en la categoría de deberes: reducir nuestra huella ambiental parece que se reconcilia mejor con los rigores de unos límites au- toinducidos que con la exuberancia de una inflación normativa que aspira a convertir a la Constitución en la solución taumatúrgica para todos nuestros problemas.
La incorporación de los deberes a las Constitucio- nes ha tenido poca atención en la literatura académica. Quizá ello sea consecuencia de la teoría de fon- do que fundamenta la libertad –la demoliberal– y que se asienta en la estructura racional y calculadora que ofrece la seguridad jurídica. Siendo así, la Norma Fundamental se termina entendiendo como un mero límite al poder, diluyéndose las obligaciones en las intervenciones del Estado para corregir incumplimientos contractuales o prevenir conductas que puedan considerarse potencialmente penales (los deberes como contraparte lógica de los derechos, según la conocida propuesta kelseniana). Se afirma entonces que los deberes, cuando tienen reconocimiento constitucional, irían más allá de las meras obligaciones surgidas de cualquier relación jurídica donde se garantizan bienes, derechos o intereses: serían el intento –vano, dado el carácter ideológico de todo derecho– de asentar un compromiso de los ciudadanos con respecto a la debida obediencia al ordenamiento jurídico.
En España, bien lo sabemos, la doctrina y la jurisprudencia constitucional han mantenido que la obediencia al derecho en general y a la Constitución en particular, se funda en las ventajas y la utilidad que procura la convivencia en una sociedad jurídicamente organizada. Dicho de otro modo: no habría un fundamento moral de fondo para la aceptación de la sujeción a las normas, más bien una razón ética para, llegado el momento, rechazarlas de acuerdo a los criterios de justicia que cada cual crea más conveniente. Las consecuencias son de todos conocidas: no estaríamos en una democracia militante y la vinculación de los ciudadanos particulares al ordenamiento es básicamente negativa, no existiendo ninguna obligación ideológica hacia la Constitución más allá del respeto formal de los procedimientos para cambiar mediante la reforma constitucional de régimen político.
Y, sin embargo, tampoco puede olvidarse que en nuestro caso el art. 9.1 CE señala que los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico. No discutimos que esta singularidad de convertir la Norma Fundamental en vinculante para los ciudadanos, presente en nuestro primer constitucionalismo gaditano, pueda venir de cierta tradición católica, pero como recordaba Francisco Rubio Llorente, los deberes fundamentales se justifican por sí mismos cuando están presentes en la propia Constitución. La educación, el trabajo, los impuestos y el medio ambiente son deberes que, más allá de la necesaria mediación del legislador, proveen obligaciones para alcanzar determinados fines legítimos perseguidos por el poder constituyente: ilustrar la sociedad, crear riqueza, pagar servicios públicos y conservar la naturaleza. Por supuesto, el ejemplo del deber de defender España –con arraigo histórico en unas milicias decimonónicas que en ocasiones tenían como objetivo defender la propia libertad– demuestra que el poder público está muy atento a los valores predominantes de una sociedad que no se sabe si eliminó el servicio militar obligatorio por convicción o por hedonismo.
Quizá el problema de fondo de nuestra apelación a los deberes como expresión de una libertad con responsabilidad no sea el de convertirlos en una figura complementaria de los derechos para el derecho constitucional, sino el de precisar si el ciudadano de un Estado democrático puede tener algo más que derechos como trasunto jurídico de la libertad política. La técnica jurídica no lo es todo: se trata de insuflar nuevos contenidos a los conceptos constitucionales, sin que pierdan un sentido originario que permita mantenerlos en el lenguaje político compartido. El republicanismo, ya lo hemos apuntado, pretendería reconstruir la libertad a partir de una ciudadanía que sigue bajo sospecha como consecuencia del despliegue de la sociedad multicultural. La idea de ciudadanía activa diluiría la divisoria entre antiguos y modernos y pondría en valor la civitas donde los habitantes dan sentido a la libertad participando en las tareas públicas. Recuérdese que Cicerón, en De Officiis, afirmaba que la mejor forma constitucional era aquella en la que los habitantes eran útiles para la ciudad y los deberes se presentaban como una virtud ética más allá del cumplimiento de las normas a las que se amoldan las conductas.
Convendría recordar, no obstante, que la contraparte de la participación más o menos virtuosa desde la antigüedad a las ciudades-Estado italianas era una intervención casi total del poder público en la vida de los ciudadanos: la libertad contractual, la libertad de movimiento, las facultades mercantiles o las costumbres suntuarias solían ser reguladas mediante puntillosas codificaciones que anulaban completamente la autonomía individual. No es posible superar la actual crisis de autoridad a través del republicanismo cívico si se elimina de la democracia un ingrediente liberal sin el cual dejaría de ser constitucional. Por otro lado, y volviendo al presente, la alusión a la repolitización que lleva años manteniéndose desde diversos frentes ha dado paso a un populismo de nuevo cuño que tiene como finalidad enfrentar poder y democracia mediante la activación de emociones. El ciudadano parece querer limitar por ahora sus deberes de participación al protagonismo que otorgan unas redes sociales cuyo uso aún está en fase de aprendizaje. Sin embargo, habrá algún momento en el que como sociedad tengamos que descender desde lo virtual al terreno de la veracidad: esperemos que no sea dema- siado tarde para la libertad.
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[Libertad. Una historia de la idea. Josu de Miguel Bárcena. Athenaica Ediciones. Sevilla, 2022. 128 páginas. 14 euros].