Noticias de la era de la opinión
La mentira, una costumbre ancestral en todas las culturas y religiones, permite la convivencia y, en política, a veces contribuye a que exista cierta armonía social
14 marzo, 2021 00:10El octavo mandamiento cristiano (para la iglesia anglicana, el noveno) prohíbe mentir. Es taxativo, pero lo incumplen diariamente los fieles cuando rezan el Padre nuestro. Ajenos al mandato divino recitan: “Perdona nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores”. Los cristianos, en general, no perdonan las deudas. Ni lo hacen los Estados cristianos ni los bancos, cuyos propietarios profesan esa fe, ni los creyentes individuales. La misma Biblia ofrece una muestra de mentiras de personajes como Abraham, Isaac, Jacob, David o Judith que “no merecen la desaprobación” de los autores de los textos bíblicos, señala el catedrático de Teología de Deusto Vicente Vide Rodríguez.
Mentir, se miente, pero lo de no mentir suena bien en los discursos públicos y ha sido adoptado civilmente porque, según qué mentiras, son un problema para la convivencia. Kant va más allá y, partiendo de Agustín de Hipona, sostiene que no se debe mentir nunca, ni siquiera para salvar la vida de un inocente. Sin llegar a esos extremos, es fácil ver que la mentira no tiene buena prensa, pese a que sin ella la vida en sociedad resultaría difícilmente soportable y es dudoso que las comunidades sobrevivieran.
Juan Jacinto Muñoz Rangel ha publicado Una historia de la mentira, donde analiza sus diversos usos. Coincide con 13 volúmenes de Seudología, de Miguel Catalán, obra dedicada al análisis de la mentira. La muerte del autor ha truncado su trabajo impidiendo otros siete tomos previstos. Los dos publicados contemplan la función social de la mentira como una de las formas imprescindibles para seguir juntos. “Mentir, engañar, simular, nos ha hecho posible perpetuarnos por encima de cualquier otra cosa. Poetizar, narrar, fabular, conjeturar, falsificar, son fases primordiales en el proceso de conocimiento. El error, la estrategia, la manipulación, la suposición, la especulación, la metáfora, la hipótesis, son otras de las muchas caras de nuestro modo de estar en el mundo”, escribe Muñoz Rangel. Para Catalán: “Las mentiras benéficas son no sólo admisibles, sino, según los casos, moralmente obligatorias”.
Ambos perciben que la mentira cumple socialmente dos funciones, la suavización de las aristas de la convivencia y justificar la dominación de unos hombres sobre otros. Sin las primeras la vida sería insoportable; sin las segundas no habría paz social. Incluso Platón, cuyo Sócrates es enemigo acérrimo de la falsedad, admite que las mentiras de los políticos pueden contribuir a la armonía social.
Aunque cabe mentir por ignorancia, la verdadera mentira supone que el emisor conoce la verdad y busca ocultársela al receptor. En el volumen VII de Seudología (Mentira y poder político), Catalán reseña varias mentiras de políticos: Nicolas Sarkozy dijo que el 9 de noviembre de 1989 había ayudado con un pico a destruir el muro de Berlín; no viajó a Alemania hasta el día 16. Ronald Reagan explicaba cómo liberó prisioneros de campos nazis. No lo hizo; relataba el argumento de la película A Wing and a Prayer. Franco declaró al diario japonés Asabi que cuando acabara la guerra civil se retiraría “al campo a vivir tranquilamente en familia”. La muerte impidió a Catalán recoger las mentiras de Trump: 15.413 hasta diciembre de 2019, según el Washington Post.
En su opinión, la mentira política se sustenta en la necesidad de encubrir “el impulso de dominio egoísta inherente al mando” y “la violencia que dio origen a las actuales estructuras de poder”. Agustín de Hipona lo explica con mayor crudeza: “Si de los gobiernos quitamos la justicia, ¿en qué se convierten sino en bandas de ladrones a gran escala?” Cuando estas bandas crecen y conquistan territorios, llaman reino al conjunto, “título que le confiere no la ampliación sino la impunidad lograda” por su dirigente.
Para vivir del trabajo de otros, los poderosos necesitan dos cosas: un poder armado que sofoque cualquier discrepancia y un aparato intelectual que idealice sus orígenes y justifique sus derechos. A cambio son recompensados y liberados del trabajo duro. Dicho por Catalán: “Guerreros y clérigos han vivido de la clase productora después de transformarse en aristócratas, nobles de espada o de toga, altos funcionarios, intelectuales, políticos o financieros”. En la antigüedad esto se apoyaba en la Epístola a los Corintios de Pablo de Tarso: “El señor ha ordenado que los que predican el Evangelio vivan del Evangelio”, ignorando lo que sigue: “Yo no he hecho uso de esos derechos”.
Como ya dejara claro Ignacio de Loyola, inspirándose también en Agustín, una forma de mentir es no decir toda la verdad. Tras la invención de la imprenta y la ampliación de la difusión del saber, el sacerdote es sustituido por el intelectual que “obtiene su modus vivendi defendiendo con su palabra los intereses estatales o empresariales como el clérigo defendía los de sus grandes mecenas, la Iglesia y la aristocracia acaudalada”. Antes, según los sacerdotes, se era pobre por la voluntad de Dios; hoy, dicen los economistas, se es pobre porque lo dicta el mercado.
Si estos discursos generan resistencia, el poder recurre a censurar los escritos críticos con la dominación. Rüdiger Safranski, en su libro nietzscheanamente titulado ¿Cuánta verdad necesita el hombre?, sostiene: “Orientamos nuestra vida hacia el tener en vez de hacia el ser, ansiamos tener más y más rápido, anhelamos tener de todo y ante todo”, de forma que “la historia de las modernas sociedades industriales se presenta como un extravío, como un proyecto fallido de la humanidad: fallido por carecer de verdad”.
La vía más corta para imponer las mentiras que justifican la división entre explotadores y explotados (ricos y pobres o los de arriba y los de abajo) no son la fuerza y la censura sino lo que Hans Magnus Enzensberger llamó la “manipulación industrial de las conciencias”, a través de la imprenta, primero, y de la radio y la televisión, después. “La invención de la linotipia y el desarrollo de la prensa escrita permitieron renunciar a la oralidad como principal fuente de difamación, y la mentira se extendió con una rapidez y una efectividad nunca antes vistas. Los gobiernos, que son los únicos con derecho legal para acuñar las mentiras oficiales, mantuvieron siempre un especial control sobre los periódicos”, dice Muñoz Rangel.
Más tarde, las redes sociales fueron presentadas como el púlpito desde el que cualquier ciudadano podría lanzar su verdad al mundo y disolver las tinieblas de la falsedad. Pero, siguiendo con Muñoz Rangel, “en el mundo libre, los gobiernos disponen de más instrumentos que en ningún otro momento de la historia para imponer su verdad y así no tener que recurrir a la fuerza. La variedad de medios de manipulación a su alcance es casi ilimitada; si bien todos ellos pasan por una necesaria primera premisa: la ciudadanía ha aceptado esta manipulación como algo natural e inevitable”.
En la misma línea, Catalán apunta que los gobiernos y otros poderes tienen la potestad de “prohibir los escritos adversos y controlar la información políticamente relevante, tanto con estímulos positivos (patrocinio, subvención, compra de ejemplares) como negativos (presión para el traslado o despido del informador, hostigamiento, encarcelamiento, extorsión o asesinato) o una combinación de ambos”. El poder coercitivo del guerrero impone la verdad y somete al disidente, cuando falla la mentira difundida por intelectuales para los que el “Estado moderno ha costeado incontables becas, pensiones y simposios” para “historiadores, literatos y artistas, a cambio del ensalzamiento del poder o el silencio ante la injusticia”.
Muchos filósofos y poetas han señalado los engaños que acechan al hombre. Para Heráclito, la naturaleza ama ocultarse; Hesíodo cuenta que los dioses se mienten entre sí y a los humanos a quienes ocultan el futuro, incluyendo piadosamente la hora de la muerte. Descartes afirma que “los sentidos engañan a la razón porque no son perfectos” y, para salir de la perplejidad imagina un genio maligno cuya única función es hacerle percibir una realidad que no existe. Si existiera, sostendrá Nietzsche, no podríamos conocerla. Y si pudiéramos conocerla, había advertido Gorgias, no podríamos comunicarla. Esto tiene ventajas: no se accede a la verdad pero tampoco a la mentira.
Para Nietzsche, la historia de la búsqueda de la verdad no es sino la historia de un inmenso error. Muñoz Rangel relaciona la desconfianza hacia la verdad con la penúltima tendencia filosófica, una posmodernidad que ha logrado “que su relativismo calara en la sociedad y, aunque fue esta visión la que ayudó a poner en crisis muchos valores que merecían ser derrocados, también allanó el camino al imperio de las opiniones”. De modo que “vivimos en la era de la opinión, de las opiniones sin fundamento, de las opiniones sin investigación ni análisis, de las opiniones sin cualificación, de las opiniones contra los hechos, de las opiniones por el gusto de opinar y desde el convencimiento de que todas valen lo mismo”. No es sólo el posmodernismo. W. V. Quine, filósofo nada posmoderno, escribe: “Podría parecer que a nadie le conviene mentir, pero este razonamiento, desgraciadamente es erróneo”, porque “la gente oculta la verdad en ciertas situaciones o bien por maldad, autoengaño, ignorancia o miedo”.
Y por amor. “Cuanto más queremos a una persona, más tendemos a mentirle porque más queremos protegerla”, escribe Catalán quien diferencia entre mentiras altruistas, afectuosas, piadosas, protectoras y corteses. Lebenslüge es una palabra alemana que designa las mentiras capaces de “hacer la vida más llevadera”. Esto incluye el arte, que no deja de ser una falsificación de la realidad. Aunque no hay, propiamente hablando, mentira en el arte, porque no pretende reflejar la realidad. Tampoco hay mentira ni traición en la economía y la política, pues “allí donde prima la relación de interés económico o político quedan excluidos por derecho propio los pactos íntimos de la amistad”. Dicho todo esto con permiso del cretense Epiménides quien hace 26 siglos afirmó: “Todos los cretenses mienten”, dejando la duda sobre el valor de verdad de esa sentencia.