Una manifestación obreros y estudiantes en París durante Mayo de 1968

Una manifestación obreros y estudiantes en París durante Mayo de 1968

Filosofía

La autoridad, un principio en crisis

La posmodernidad es un intento de romper con los movimientos universalistas que parten de la Ilustración. El presente también es tiempo de ruptura (real o aparente)

26 julio, 2020 00:10

A finales de los sesenta se dio en los campus universitarios un movimiento de crítica hacia el profesorado. Se le llamó contestación y los que la ejercían fueron denominados contestatarios, palabra que sigue viva. Se caracterizaban por cuestionar lo establecido, empezando por el poder político y siguiendo por sus representantes en el aula: los profesores, símbolos de la autoridad y, se añadía, transmisores de los valores (de clase) dominantes. La culminación de esta actitud fue la ocupación de cátedra: los estudiantes se constituían en asamblea y decidían que se bastaban y sobraban para aprender la materia de que se tratara porque, además, lo harían críticamente, ajenos a la manipulación que la clerecía académica ejercía. 

En los casos más extremos se calificaba a los profesores como “lacayos del capitalismo”.Para ejercer la crítica no había que saber demasiado, Bastaba espetarle al profesor: “A ver, ¡defínase!”. En un congreso de filosofía, uno de estos jóvenes airados se dirigió a Jesús Mosterín, que acababa de hablar de diversos aspectos relacionados con la lógica matemática, y le dijo: “Hay que ver qué paliza. No he entendido nada”. La réplica de Mosterín fue contundente: “Bueno, mire, a mí eso antes me ocurría muchas veces. Pero estudiando se pasa”.

La revuelta antiautoritaria crecida al calor de mayo del 68 no se dio sólo en París. También encontró acomodo en los campus de Estados Unidos y en muchos otros lugares. Y, desde luego, no fue el primer movimiento contra la autoridad intelectual sino, tal vez, el penúltimo. La historia del pensamiento está cuajada de planteamientos que pretenden romper con un pasado a cuyos representantes se niega capacidad de magisterio. Hubo un tiempo en que incluso se explicaban así las materias: el Neoclasicismo era una reacción contra las exageraciones del Barroco, del mismo modo que el Romanticismo quería negar la voluntad de equilibrio neoclásica y el Realismo y el Naturalismo se explicaban como una huida de las seductoras tormentas románticas.

La Enciclopedia fue un movimiento antiautoridades y una de las reacciones más furibundas frente a ella se produjo al publicarse la voz autoridad. Tanto los jesuitas como el rey entendieron perfectamente que tras el cuestionamiento de la autoridad de la fe se escondía el cuestionamiento de la autoridad política absolutista. En realidad, casi todo movimiento nuevo se produce en el cruce entre la tradición y la innovación. A veces se enfatiza la herencia y otras la diferencia, pero no habría lo segundo sin lo primero. Los tiempos presentes son tiempos de ruptura (real o aparente). Toda la posmodernidad es un intento declarado de romper con la Ilustración y los movimientos universalistas que derivaron de ella.

En este contexto, Jordi Llovet (cronológicamente hijo intelectual del 68) publica un libro que, como ya afirmaba hace unos días en Letra Global Andreu Jaume, es una provocación: reconoce nada menos que la existencia de maestros que le ayudaron a formar su propio pensamiento. Y, para colmo, maestros que hicieron buena parte de su obra donde se espera que la haga un maestro: en la academia. Ya el mero hecho de afirmar que en la universidad hay (ha habido) gente que acumula saberes y los piensa representa hoy un desafío. Sin embargo, pese al descrédito que algunos funcionarios universitarios insisten en arrojar sobre la institución (valga como referencia la errática vida intelectual y convalidadora de algunos centros madrileños o los comportamientos vasallos de rectores catalanes en el pasado reciente), en la Universidad se piensa y se enseña. Fuera también.

Els mestres, Jordi Llovet

La defensa universitaria de Llovet tiene doble mérito, porque su trayectoria está a caballo entre la academia oficial y la no oficial. Catedrático que fue de la Universidad de Barcelona, fue también fundador del Col.legi de Filosofía y del Instituto de Humanidades. Y sus traducciones y libros, además de sus artículos en diversos medios, son tan apreciados como, al decir de sus alumnos, lo fueron su clases. El elogio de Llovet a sus maestros universitarios, sin embargo, levanta acta de que algo ha cambiado en la universidad. “Se ha acabado lo de otorgar confianza y autoridad a superior alguno en el ordenamiento del cuerpo universitario; se ha acabado lo de tener admiración alguna hacia unos maestros que, cuando procede, presentan una superioridad obvia en el orden del saber; se ha acabado tener, hacia un supervisor por el cargo que ostenta, respeto alguno y menos obediencia”. De modo que ha llegado el momento de “pensar a fondo si la universidad podrá sobrevivir muchos años sin quedar del todo desacreditada y desvirtuada, dado que damos por completamente lógicos, naturales y adecuados a nuestro tiempo los mecanismos citados”.

Llovet es un optimista. La universidad ya está pasando a segundo plano. Hubo un tiempo en el que los poderes públicos controlaban las cátedras porque, como escribió el padre Guerrero (SI) en la revista Razón y Fe, hay cátedras que sólo pueden ser “o púlpito o barra jacobina”. Hoy las universidades preocupan menos al poder porque la transmisión de los valores dominantes (también del pensamiento crítico) se produce por otras vías: los medios de comunicación, pero también el cine y las series televisivas. Paralelamente, muchos intelectuales, aunque tengan un pie en la academia, buscan otros lugares desde los que proyectar su enseñanza: la escritura y el libro, por supuesto, pero también la dirección editorial, la creación y los medios de comunicación.

Jordi Llovet  / LENA PRIETO

Jordi Llovet, junto a la biblioteca de su casa en Brcelona / LENA PRIETO

Hay quien sostiene que el último intelectual francés fue Jean Paul Sartre. Docente y escritor y fundador de la revista Les Temps Modernes, Sartre convivió (no siempre en buenas relaciones) con otros intelectuales reconocidos: Simone de Beauvoir, Albert Camus, Raymond Aron. En esos mismos años estaban muy activos Bertrand Russell, Karl Popper, Herbert Marcuse, Theodor Adorno, Max Horkheimer. Y ya empezaban a apuntar sus sucesores en la Escuela de Frankfurt, Karl Otto Apel y, sobre todo,  Jürgen Habermas, a quien muchos consideran hoy, junto a Noam Chomsky, uno de los últimos intelectuales vivos. Buena parte de su influencia se debió a su actividad fuera de las aulas.

Lo mismo se podría decir, salvando las distancias que haya que salvar, en España. Javier Pradera influyó de una forma poderosa a como editor de Alianza Editorial y de su actividad editorialística en el diario El País. Julián Marías nunca pudo acceder a la cátedra universitaria, pero sus libros eran leídos por no pocos estudiantes. Sí la obtuvo, y fue desposeído de ella, su maestro, José Ortega y Gasset, mientras que Xabier Zubiri renunció a la plaza en la universidad de Barcelona para impartir cursos en el departamento de estudios del Banco de Urquijo.

Fernando Savater / @JMSANCHEZPHOTO

Fernando Savater / @JMSANCHEZPHOTO

Ya más recientemente, la universidad Complutense rechazó como profesor a Emilio Lledó, lo que no supuso a éste una pérdida de presencia pública. La conservó a través de sus escritos (y la prolongan sus discípulos de la época en la que fue docente en la universidad de Barcelona). Fernando Savater es conocido por sus textos académicos y políticos, además de como director y fundador (junto a Pradera) de Claves de Razón Práctica, al margen de su actividad universitaria. Lo mismo podría decirse de Eugenio Trías (miembro con Llovet del Col.legi de Filosofia), y colaborador habitual de diversos medios, además de promotor de Ciudadanos. Poco antes, en Barcelona se dieron dos figuras de proyección extraacadémica: Josep Maria Castellet, desde fuera de la universidad, y Manuel Sacristán, expulsado de ella, pero muy activo como director de colecciones, traductor y lo que entonces se llamaba intelectual orgánico.

Casos distintos son los de Ángel Gabilondo, profesor de Filosofía y especialista en hermenéutica, pero conocido por su actividad política, y Manuel Cruz, que a sus actividades universitarias une la dirección de colecciones editoriales, la participación en diversos medios de comunicación y, en los últimos años, diputado y senador en las listas de los socialistas. Tiene pues razón Llovet: la universidad pierde fuelle. Pero no debe ser abandonada, no puede quedar en manos de los pensadores “alimentados con sopa de convento” que decía Antonio Machado, no vaya a ser que resulte cierta la expresión de algunos prepotentes que, despreciando cuanto ignoran, espetan a los sabios: “Usted, a mí no me tiene que explicar nada” porque entonces, como señala Llovet: “se puede dar por acabada una estructura pedagógica que se dedicaba a una cosa tan sencilla como ésta: los que saben cosas las enseñan a los que no saben”.

El filósofo Emilio Lledó /RTVE.

El filósofo Emilio Lledó / RTVE

Casi al mismo tiempo que el volumen de Llovet llegaba a las librerías (tan solitarias estos días enfermos) un libro firmado por Emilio Lledó: Fidelidad a Grecia. Recoge diversos textos centrados en revisar el pensamiento del pasado, que sigue vivo en el presente a través del lenguaje, la palabra. Y en él puede leerse una afirmación que parece escrita, aunque no es el caso, pensando en el libro de Llovet, en su diálogo con sus maestros: “Tener palabra es poder escuchar toda otra palabra, es no querer que caigan al olvido todos los diálogos posibles, salvados en el tiempo por la imborrable y continua presencia de la letra”. Porque, “somos lenguaje y amistad. Estos dos conceptos, que abarcan el inagotable territorio de los hechos humanos al configurar estas dos formas esenciales de comunicación, apenas pueden progresar sin la memoria personal, sin la memoria colectiva”. 

Y es que aún vale la afirmación que late en ambos libros: “el profesor está, por supuesto, para trasmitir conocimientos y, sobre todo, para trasmitir interés, amor por esos conocimientos”. Afortunadamente, no está solo. Martí de Riquer, José María Valverde, Miquel Batllori, José Manuel Blecua y Antonio Comas transmitieron ambas cosas a Jordi Llovet en tiempos más difíciles que los presentes.