Una democracia sin moral
Aranguren, el intelectual más vigoroso de la Transición, vinculaba el ejercicio democrático con unas pautas éticas que en la España actual ya no existen
5 julio, 2020 00:10Los grandes escritores moralistas, desde la tradición francesa que comienza en el siglo XVII y termina con la Ilustración, hasta los momentos contemporáneos, que no son exactamente los presentes, sino los que dieron forma a nuestro pasado más inmediato, gozan de una injusta consideración en la era –fragmentaria y líquida– de la posmodernidad. Se les tiene por anacrónicos. Aún más: como voluntariosos dogmáticos, aunque el significado de ambos adjetivos no tenga ningún sentido cuando se enuncia desde el cómodo sofá del relativismo, que sustituye el pensamiento por el interés partidario. La democracia española, esa hija imperfecta de la Transición, resultado de una reforma política hecha desde arriba hacia abajo que se cuidó mucho de no degenerar en ruptura, vive, más de cuatro décadas después de su instauración, una crisis cultural sistémica. ¿Por qué?
Hay un relato al respecto, construido desde dentro, que describe la coyuntura como un cuento de guerra: el castillo democrático estaría siendo objeto de un asedio liderado por los nacionalismos y los nuevos populismos, en apariencia de perfil antagónico pero muy semejantes en sus formas retóricas y sus actos políticos. Se trata de una lectura parcial. Básicamente porque ambos ismos –tanto los que defienden la independencia de Euskadi y Cataluña como aquellos otros que hacen de puente o de trinchera entre las dos orillas– se encuentran dentro del sistema que quieren destruir y, en buena medida, se han beneficiado de su generosidad, cuando no de su ceguera, para lanzar unos desafíos que nada tienen de democráticos, aunque se amparen en el asamblearismo.
Las causas de la crisis política española son otras. Más profundas, menos visibles y, fundamentalmente, culturales. El factor capital que explica las disfunciones de nuestra vida pública es intelectual. Reduciéndolo a su esqueleto podríamos formularlo así: ganamos (o más bien nos otorgaron) las libertades políticas pero, tras 43 años de recorrido institucional, la democracia ibérica ha extraviado sus valores éticos. Ha perdido su misión moral. Aquello que debería definirla es motivo de olvido, desprecio e, incluso, burla. Especialmente entre las nuevas camadas políticas llegadas a las instituciones.
Alegoría de las cuatro virtudes del ballet cómico de la reina (1582) dibujadas por Jacques Patin
Para entender esta evolución –que tiene mucho de degeneración– hay, por supuesto, que echar la vista atrás. El origen del problema reside en los años de la Transición, sobre los que se construyó una épica tan infantil como interesada, obscenamente paternalista, que, sin embargo, preconizaba ciertos valores positivos, como la concordia. En ese tiempo, desconocido para las nuevas generaciones, que no lo vivieron, se sentaron las bases de los males actuales. No tanto porque, como insisten algunos revisionistas, la fórmula elegida para pasar de la dictadura a la democracia fuera una reforma –un eufemismo que ayudó a esconder el olor a escabeche de un proceso que se desarrolló entre las sutiles tinieblas de los despachos–, sino porque lo que entonces existía, tras cuatro décadas de nacional-catolicismo, curas y militares, y ahora brilla por su ausencia, era la voluntad colectiva de construir una democracia cierta, digna, sincera.
Probablemente quien mejor ha explicado este proceso, que va desde el ideal a su caricatura, sea el filósofo José Luis López Aranguren (1909-1996), un intelectual cuya trayectoria se inicia en los ámbitos culturales del falangismo más temprano –hizo la guerra como soldado en las filas franquistas, donde fue sucesivamente conductor de ambulancia, artillero, enfermo en un hospital y auxiliar– y que, con los años, tras integrarse dentro de puestos secundarios del mandarinato del régimen, comenzó a construir (a partir de 1945) un discurso filosófico propio, marcado por una primera etapa de fervor religioso que terminaría evolucionando hasta el cuestionamiento silencioso del régimen –que le forzó a marcharse al exilio cuando éste se hizo expreso– y conduciéndole hacia posturas abiertamente democráticas.
Aunque una parte de la izquierda ilustrada lo convirtió a finales de los setenta, por su propio interés, y con su colaboración tácita, en un miembro de su santoral, Aranguren siempre mantuvo en sus libros una independencia que le hizo escribir lo siguiente: “Una democracia meramente formal no es todavía una democracia, aún cuando lo parezca, si no ha establecido como punto de partida la igualdad de oportunidades para todos los que quieran aprovecharlas, una democratización real de la enseñanza y un sentimiento de la cosa pública como cosa de todos”. Justamente lo que hace falta en España desde hace cuatro décadas.
El filósofo en una imagen tomada en sus años de madurez
A él debemos también aquella célebre definición del intelectual colectivo –aplicada al diario El País, tan influyente en aquellos años– y la sustantivación política del concepto de talante, repetida como si fuera un soniquete por Felipe González en sus mejores años de gloria. Como todas las expresiones afortunadas, fueron objeto de manipulación: el filósofo de Ávila, al referirse al periódico madrileño (en el que entonces escribía), en realidad estaba alertando del peligro de que su proyecto editorial terminase siendo sacrificado a cambio de su incorporación al sistema –como al final terminó ocurriendo– y, desde luego, nunca pensó que su idea del carácter ético acabaría como una frase de argumentario.
Por supuesto, el plagio de sus aportaciones por parte de ilustres próceres no respondía a nada personal. Sólo eran negocios: los políticos de aquel tiempo, carentes de un pensamiento propio, reutilizaban cualquier idea que casara con sus objetivos. En este sentido, el filósofo abulense era perfecto: su apoyo a las primeras manifestaciones estudiantiles contra el franquismo le costó la cátedra –al igual que le sucedió a Agustín García Calvo y Tierno Galván– y tuvo que marcharse a California, donde descubrió la contracultura de los años sesenta. La suya era una figura ideal para ser reivindicada sin riesgo –el exalcalde Madrid, en cambio, sí fue un competidor político para los socialistas– y sin tener que arrimarse a un discurso tan ácrata como el del ilustre latinista zamorano.
Todo esto sucedió, por descontado, pero en honor a la verdad hay que decir que otras muchas de las cosas que forman parte del mito Aranguren no fueron tan luminosas. Cualquier trayectoria vital es generosa en luces y sombras, por mucho que sus herederos familiares, o los insistentes discípulos académicos, oculten unas y aviven otras, casi siempre para salvarse a sí mismos. Aranguren, un hombre de otra época, nunca tuvo problema en reconocer lo evidente: tuvo que colaborar –como muchos de los puristas que después se han dedicado a la memoria histórica, ese oxímoron– con el franquismo hasta que, en un determinado momento, decidió hacer visible sus discrepancias intelectuales con sus antiguos benefactores. Su mérito no es su paulatina conversión democrática, sino la construcción de un pensamiento que, sin incurrir en los radicalismos naturales de aquellos tiempos, destaca por su capacidad para retratar aquel presente y augurar un futuro –nuestro tiempo– entonces incierto.
Las ideas políticas de Aranguren están enunciadas en dos libros publicados en los sesenta: Ética y Política (Ediciones Guadarrama, 1963) y Moral y Sociedad (Cuadernos para el Diálogo, 1966), ambos incluidos en sus Obras Completas (Trotta). En ellos, el filósofo explora las conexiones –inexistentes en aquel momento– entre la praxis política y la moral, tendiendo puentes entre ambas disciplinas y proponiendo, en un contexto marcado por el nacional-catolicismo, una vía nueva que sustituye el rigorismo de la Iglesia, histórico sostén ideológico del franquismo, por una nueva moral de corte humanista que, una década más tarde, sería el mejor sustento del ideal democrático español.
Aranguren defiende la necesidad de dotar de una forma institucional a los valores éticos e interiorizarlos en el ámbito individual. De ambas cosas depende el éxito del proyecto democrático. Dicho de otra forma: es necesario convertir las pautas morales –que no son necesariamente religiosas– en formas sociales que, por emulación o convencimiento, influyan en las conductas personales. Tal propuesta aúna las ideas éticas de Hegel (las formas de vida) con las de Kant (la moral como pensamiento y juicio autónomo), alumbrando una moral basada en un compromiso político de naturaleza crítica, rebelde; capaz de decir no.
Repárese en el atrevimiento de la propuesta: en unos años en los que la dictadura militar todavía ejercía un dominio social tiránico cuyas raíces eran su sangrienta victoria en la Guerra Civil, y la oposición de izquierdas proponía la lucha armada o defendía el comunismo como si fuera una religión redentorista, Aranguren delimita el modelo de una política ilustrada, donde cada ciudadano, y a su vez la sociedad en su conjunto, contribuye al bien común o, si es necesario, se rebela cuando el interés general es lesionado o puesto en peligro desde las instituciones.La política ética no consistía en militar en una causa –como defendían las izquierdas bisoñas– ni en obedecer, al precio de ser fusilado, como quería el régimen.
Era otra cosa: participar en el sistema y, llegado el momento, saber cuándo decir sí y cómo decir no. “La democracia” –escribe Aranguren– “no se reduce a unas meras reglas del juego; es una moral en tanto que compromiso sin reserva, responsabilización plena, instancia crítica permanente, actitud vigilante. Crítica de todo lo establecido en tanto que establecido, lo mismo o casi lo mismo si viene de la izquierda que si viene de la derecha, porque lo establecido es lo hecho ya y no lo moral; es decir, lo que está aún por hacer, lo que es, todavía, una incumplida exigencia. La moral que ha de servir de base a la democracia en tanto que instancia crítica”.
Una democracia sin moral no es tal, lo mismo que la política sin principios –sean éstos los que sean– no es más que el ejercicio de la fuerza, sea legal o física. Por supuesto, no cualquier contenido moral es válido: las libertades políticas implican el respeto a la discrepancia y la práctica constante de la confrontación de ideas, que no de personas. Lo que el viejo profesor de Ética formuló, al amparo de su reflexión filosófica, es una democracia integral que, lejos de considerar los valores morales como parte del pretérito, los sitúa en el centro del ejercicio político. Es esta idea de democracia la que puede dar forma institucional a un verdadero Estado social con igualdad de derechos, sin lesionar la autonomía personal, como hacen el marxismo y otras ideologías populistas.
Aranguren espera su turno para dar una conferencia en un acto académico
Lograrla es una asignatura pendiente que sigue vigente en nuestros días. Y que parece directamente utópica cuando vemos cómo el independentismo coloca la imposición tribal por encima del imperium de la ley –que es la expresión de la voluntad popular– o se prescinde del reconocimiento entre mayorías y minorías, convirtiendo la discrepancia en una afrenta y buscando exterminar –social o políticamente– a quienes no comparten un discurso político determinado. Tales planteamientos sólo podían proceder de alguien que, como Aranguren, había evolucionado solo hacia los postulados liberales desde una sólida crítica al sistema al que él mismo, como tantos otros, pertenecía.
Frente a aquellos que, conducidos por la emoción, sostienen que Aranguren siempre fue un pensador disidente –algo imposible habiendo hecho parte de su carrera académica durante la posguerra al calor de la figura de Pedro Laín Entralgo, autor de aquel ruborizante libro titulado Descargo de conciencia– lo cierto es que en sus libros, pese a ciertas autoexpurgaciones posteriores, palpitan ideas políticas brillantes, alejadas de la imposición marcial y argumentos. No es poca cosa. Por supuesto, no sabemos si el ciudadano Aranguren fue un hombre ejemplar en aquellos tiempos difíciles, pero sí constatamos que intelectualmente fue un pensador honesto. En buena medida, por su formación: el cristianismo es la más perfecta escuela de herejes que existe.
Su pronóstico sobre la democracia española, entonces tan joven, está condensado en un ciclo de conferencias pronunciadas durante los años novena en la Fundación Juan March, donde traza de viva voz un recorrido que va desde el consenso al desencanto, penetra en la desmoralización colectiva y, en último término, culmina en ese vano intento de redención que es la ética del escaparate, el narcisismo social y el consumismo. No se nos ocurre mejor radiografía de lo que nos sucede.
En estas cuatro décadas la partitocracia española ha transitado por todas estas estaciones –desde la utopía positiva a la negativa–, creyendo gobernar un país rico, que nunca lo fue y que, tras la crisis de 2008, ha devenido en una democracia maltratada donde no cuentan los valores –cualesquiera que éstos sean– sino la conquista del poder; las carreras políticas personalistas lastran los debates sociales y los partidos actúan como sectas en lugar de foros intelectualmente fecundos. Un país en el que importa el interés particular, no la defensa de las ideas; donde las victorias o se traducen en poder y dinero o no son tales, y cuya sociedad se muestra tolerante, cuando no entusiasta, con la corrupción material y espiritual. Que nadie reclame ya en España el viejo prestigio de las victorias morales, que súbitamente han dejado de existir, es el peor síntoma y la mejor metáfora de aquello en lo que nos hemos convertido.