Fumaroli contra la atrofia de la memoria
El catedrático de la Sorbona, autor de una obra colosal basada en la herencia de la Ilustración, escogió el pasado como saber y fue cruel con la cultura de la modernidad
3 julio, 2020 00:10Fue el barroco Baltasar Gracián quien mejor anticipó el Siglo de las Luces. El jesuita rebelde, nacido en Huesca en 1647, asombró a Europa a través de su obra libelo Oráculo manual y arte de prudencia, un canto a la sagacidad sin una pizca de sentimiento y provisto de una carta dedicada a Luis XIV, que resultaba ser un reconocimiento a la lengua francesa como la lengua culta de todo el continente, “no por su fuerza imperial sino por su altura moral”, escribe Marc Fumaroli. El historiador francés, recién fallecido, recuperó el Oráculo de Gracián en su libro La extraordinaria difusión del arte de la prudencia en Europa (Acantilado), un rescoldo de melancólica inteligencia para seguir después su investigación sobre el mundo de las luces a través de obras señeras, como La diplomacia del ingenio o La república de las letras, ambas editadas también en Acantilado. La visión panorámica de este destacado numerario del Collège de France abarca un recorrido que va desde Erasmo hasta nuestro siglo, con un nudo nuclear, de Montaigne hasta La Fontaine. Fumaroli no se detuvo en la irrupción de la Francia republicana del XIX y del XX, pero marcó a fuego la modernidad que, en su opinión, ha tratado de convertir el conocimiento en economía.
La desaparición de Fumaroli es una pérdida para la erudición, una virtud que alimentó a ilustres no leídos, como Federico II y Catalina de Rusia, amiga de los ilustrados, zarina de raíz asiria y Semiramis del norte, como la llamó Denis Diderot, tras venderle su biblioteca. Es la misma erudición que alumbró a príncipes y grandes señores como Eugenio de Saboya o el mariscal de Sajonia, y también a diplomáticos y a cultivados viajeros, como William Beckford, enorme coleccionista, autor discutible y referencia del dandismo defendido por Byron. Prolijo analista de la cultura, Fumaroli estaba enzarzado en su último asalto contra la atrofia de la memoria, cuando le sobrevino el traspaso a los 88 años. Falleció el pasado 24 de junio y deja tras de sí su lúcida mirada, sobre Francia como modelo, la nación siempre amenazada que transita del XV al XXI, dividida entre la razón y la religión, entre la abstracción y el símbolo.
El llorado editor Jaume Vallcorba –creador del sello Acantilado–, noctámbulo de los posmodernos ochenta, que aparecía retratado con bigote por Maria Espeus en la exposición Hola Barcelona, fue sobre todo un filólogo especializado en las figuras capaces de ofrecer panorámicas de la cultura justificadas al dedillo y con una profundidad asombrosa. Vallcorba subió al medievalista Martín de Riquer al podio de su colección y se puso manos a la obra con la obra de Fumaroli, empezando por La República de las letras, que todavía no existía en francés y que surgió en 2014 en una visita a España del Historiador de la Sorbona. “Si Riquer explicaba como nadie la Edad Media, Fumaroli ha abarcado un larguísimo camino que vincula al viejo humanismo con el mundo digital, pasando por la Ilustración”, escribió en su momento Sergio Vila-Sanjuan, director del suplemento Culturas de La Vanguardia.
El llorado editor
Literalmente refugiado en un elegante piso del barrio de Saint-Germain, en París, y a poca distancia de las aulas, Fumaroli doblegó su destreza delante de la sabiduría que dicta la sentencia de las bibliotecas. Escogió el pasado como fuente del saber y fue especialmente duro, casi cruel, con la cultura de la modernidad. La consideraba una falsa religión de los democratizadores, como André Malraux (en la Francia republicana de De Gaulle) o de Jack Lang (en el París socialista de Mitterrand). A ellos les dedicó uno de sus mejores bazucas: El Estado cultural.
Nacido en Marsella en 1932, descendiente de una familia de Córcega, Fumaroli pasó su infancia en Fez (Marruecos), donde su padre trabajó como cónsul. A lo largo de su carrera académica fue profesor invitado en Oxford, Princeton, Harvard y Columbia, además de doctor honoris causa en Boloña, Nápoles, Génova y la Complutense de Madrid. También ha sido miembro de la Academia francesa. Al volver la vista atrás, Fumaroli nos ha mostrado una Europa culturalmente homogénea, bajo la batuta de Orleans, pero militarmente enfrentada. Él ha sido la quintaesencia de esos espíritus finos que Pascal opuso a los espíritus geométricos. Estilista del culto al Altísimo, no se calló jamás, ni ante la mitra gregoriana. Hasta el punto de que, cuando el papa Wojtyla, poco amante de la verdad, apuntó que la Constitución de la UE debería añadir en su preámbulo aquello de la “Europa de raíz cristiana”, el profesor puso en marcha su nave historicista para hablar de la “grandeza de Roma y de la verdad de los Evangelios” por encima de los enjuagues que la Iglesia mantiene para no perder comba.
Nacido en
Trató de reflejar la aportación señera de Chateabriand –el autor de Mémoires d'outre-tombe un libro obligado en el Bachillerato de los liceos en toda Francia– que sintetizó con prudencia el fin de la Francia católica, en manos de Napoleón, el militar racionalista movido por ínfulas imperiales. Por este mismo flanco, encajó su soberbio retablo de la llamada Escuela del desencanto, la generación de escritores del XIX, con Sainte-Beuve a la cabeza, iluminado por Nerval y Gautier, que habían dejado de creer en la misión moral de las letras, negando justamente lo que había dado fuerza a los románticos, como Victor Hugo y Lamartine. En este punto enmarcaba la prolongada herencia de Balzac, que Fumaroli no dejó de leer una y otra vez a lo largo de su vida; su asalto continuado a La comedie humane, reconoce a su autor como el auténtico forjador de un trasfondo que explica sin necesidad de ayudas el profundo carácter civil de una sociedad compleja, como la del país vecino.
Port-Royal, la obra inacabada de Sainte-Beuve, emulsionó los retratos literarios femeninos –La Fayette, Madame de Longueville o Sévigné, la gran amiga del duque de Rochefoucauld– destacando el papel de las mujeres en la construcción de la civilización literaria de la Francia del Antiguo Régimen. A lo largo de los dos siglos convulsos anteriores a la Bastilla, el salón literario fue el hilo conductor y “la mujer su eje civilizador”, escribió Benedetta Craveri en su libro La cultura de la conversación (Siruela). Desde el tocador, la nobleza ensalzó la literatura recreativa que no requería de la retórica y que premiaba la improvisación, el género epistolar, el aforismo o la casuística amorosa. Las Máximas de La Rochefoucauld fueron en su tiempo la revancha de los salones contra la invasiva novela e instalaron los vicios ocultos en el reducto del amor propio.
La oralidad elegante sustituyó al amor, arrinconó a la pasión y regaló a los apocados “un lugar de privilegio en el corazón de las lectoras”, dice Craveri, biznieta del filósofo italiano Benedetto Croce. Fumaroli evita a los nobles perdedores después del gran cambio. Entre ellos, la hija de Luis XVI, duquesa de Angulema, hija sobrina y nuera de tres reyes de Francia, que recuperó Burdeos, durante el primer exilio de Napoleón, que sufrió la larga cárcel en el Temple, publicó sin éxito sus Memoires y fue tildada de “el único hombre de la familia real” por el mismo emperador, como lo cuenta Dominique de Villepin en su libro, Cien Días (Inédita Editores).
La mujer lectora en la hora posterior de la novela de Flaubert y de Stendhal fue una consecuencia de la conversación galante, que desde mucho antes, tuvo lugar en el célebre salón de Rambóuillet. Emma Bovary y la Sanseberina de La Cartuja de Parma, heroínas del relato naturalista burgués, son rescoldos democráticos del pasado aristocrático que cimentó la cultura en Europa. Eso mismo podría decirse de otros ámbitos ocupados por las mujeres inermes de Gogol o por la misma Ana Karenina (Tolstoi), protagonistas de un resurgir femenino, pero sin el adoctrinamiento anterior de los loisirs nobiliarios de París y Versalles o del enjouement eufórico, virtud esencial para el éxito en sociedad.
La mujer lectora en la hora posterior de la novela de Flaubert y de
Con sus enormes aportaciones, Fumaroli ha cerrado el círculo de las élites que forjaron la diplomacia del ingenio en Francia, un país de actual “rango modesto” (dice el gran crítico fallecido), tanto que hoy, olvidada su supremacía ante la diáspora anglosajona, rinde sus pendones ante la naturaleza económica y sociológica de la Unión Europea. La versión francesa del Oráculo manual de Gracián no fue ampliamente conocida hasta después de la Reforma. Era ya el principio fin del continente que hablaba francés y el origen de la soberanía cultural de Mitteleuropa, el territorio inconexo de enorme densidad cultural y hegemonía germánica que, gracias a Danubio, el archiconocido libro de Claudio Magris, se ha convertido ahora en paradigma de la frontera.
Las heridas de la sangrienta Europa que siguió a las 95 tesis de Lutero, colgadas en la puerta de la catedral de Wittemberg, pudieron cicatrizar recientemente, en octubre de 2017, quinto centenario de la Reforma, celebrada por el papa Francisco colocando una estatua del gran hereje en el Vaticano. El ecumenismo abierto de nuestros días está muy lejos del dogma y de las creencias paganizantes, cercanas a los populismos y nacionalismos ultras. En la ruelle de las mujeres preciosas que recibieron en sus habitaciones, se concentró el esprit (mente o inteligencia); fue antes, por supuesto, de que Sade aniquilara el encanto con su Filosofía en el tocador. En los salones germinó la libertad, como le demostró Madame de Rambouillet al cardenal Richelieu, negándose a ser su espía. Con incontables dosis de ciencia a sus espaldas, Marc Fumaroli resume, en su ingente obra, que la politesse perfeccionó la cultura del ingenio o diplomacia. Una aparente banalidad; pero, sobre todo, un enorme depósito de valor.
Las heridas de la sangrienta Europa que siguió a las 95 tesis de