Contra la división de poderes
La separación de poderes, tal y como fue formulada por Montesquieu en 'El espíritu de las leyes', no existe. La independencia de los jueces, a los que nadie elige, es impunidad
14 junio, 2020 00:10“Por la parte demandada se había alegado una excepción de litisconsorcio pasivo necesario, que planteaba un interesante problema procesal que merece un desarrollo doctrinal que el suscribiente en tarde de sábado, tras siete u ocho sentencias en el cuerpo y con la familia bastante sulfurada ante el panorama de un fin de semana poniendo sentencias se siente incapaz de realizar. Por ello procede su desestimación”. Esta sentencia aparece recogida en El malestar de los jueces y el modelo judicial, de Alejandro Nieto, obra dedicada a explorar la situación de la justicia en España. Muchos juristas la definen como un desastre antes de reivindicar la independencia de la Judicatura respecto a cualquier otro poder del Estado. Independencia que sirve, por ejemplo, para poder emitir sentencias como la citada.
La idea de la separación de poderes se inspira, la mayoría de las veces, en El espíritu de las leyes (1748), de Montesquieu. En realidad, cuando el autor alude a esa independencia lo hace no como una propuesta, sino como una exposición del sistema observado en Inglaterra para limitar el poder de la monarquía absolutista. Montesquieu se inspiró en el segundo de los Dos tratados sobre el gobierno civil, publicados en 1689 por John Locke, un defensor del liberalismo que tuvo que exiliarse algunos años de su país natal. Locke había propuesto dividir los poderes del Estado de modo que unos actuasen como freno de los otros. Ahora bien, para Locke el judicial no es un poder independiente sino una rama del Ejecutivo, cuya función es hacer cumplir las leyes.
Locke distingue tres poderes: el Ejecutivo (incluyendo la labor de los jueces), el Legislativo y el Federativo. Los dos primeros operan en el interior del Estado. El tercero regula las relaciones del Estado con otras naciones, dado que no hay un poder superior que se imponga a todas ellas. Este mismo esquema será asumido por Montesquieu, quien “no habla de división y separación estricta de poderes”, señala Jordi Solé Tura en la presentación de la versión catalana de El espíritu de las leyes, para añadir que, en realidad, en la separación que apunta “no incluye propiamente el poder judicial porque lo considera nulo”, expresión que también emplea María del Carmen Iglesias en su estudio El pensamiento de Montesquieu.
Montesquieu y Locke escriben bajo regímenes absolutistas. En Inglaterra, la monarquía intentó recuperar sus poderes absolutos tras una guerra civil, la decapitación de un rey y el protectorado de Cromwell. El intento culminó con la revolución llamada gloriosa que supuso la destitución del monarca por el Parlamento y la entronización de un nuevo rey que se avino a tener poderes limitados. En Francia, Montesquieu vive el gobierno de Luis XV quien, en la medida en que el absolutismo admita gradaciones, fue algo menos absoluto que Luis XIV, probablemente por coincidir con el auge del pensamiento ilustrado y la fuerza de una burguesía ascendente que reclamaba capacidad de decisión política.
Primera edición de El espíritu de las leyes de Montesquieu en francés (1748)
Ni Montesquieu ni Locke cuestionan la monarquía; se contentan con proponer mecanismos que limiten su poder, enfatizando la capacidad representativa del Legislativo y el predominio de la ley. Está en el aire la idea del contrato social en el que, por acción o asentimiento, participa toda la ciudadanía. Cuando se produzcan las revoluciones del XIX y las transformaciones políticas del XX, el punto de partida para la organización del Estado no será ya la monarquía absoluta, sino la idea de que el poder emana de la soberanía popular.
En las democracias representativas, el poder legislativo reside en el Parlamento, con diputados elegidos por sufragio universal directo. A veces (como en España) el Parlamento elige al Ejecutivo; otras, en cambio, el Ejecutivo surge de otra elección también directa (Estados Unidos, Francia). En todos los casos, el Ejecutivo dispone de amplio margen de autonomía. ¿Y los jueces? A los jueces no los elige nadie. Ellos reclaman disponer de independencia respecto a otros poderes que ya no son absolutos, pero si los jueces fueran un poder independiente sometido sólo a su propio control, como ellos mismos y algunos partidos políticos proponen, el resultado sería la existencia de un poder del Estado con capacidad de limitar al Legislativo y al Ejecutivo sin estar él mismo controlado por la soberanía popular.
En España se da un hecho singular: no hay jueces que hagan objeción de conciencia ante una ley que crean injusta. Algún magistrado ha remitido una norma a los tribunales europeos para ver si se ajusta a una legislación superior, pero no se da el caso de un juez que se abstenga de condenar a alguien, aduciendo que su conciencia no reconoce esa ley. Sí lo hacen, a veces, médicos cuando se niegan a practicar abortos o a recetar anticonceptivos. Lo que los jueces tienden a hacer es más simple: interpretan la ley. Para eso sirve la independencia judicial, para que un juez pueda decidir en conciencia sin mayores consecuencias.
No todos los filósofos del Derecho han sostenido que ésa sea la función del juez. Cesare Beccaria (1738-1794) sostenía que lo que se pide a un juez es que decida si el acusado ha realizado o no los hechos que se le imputan. Beccaria no era, como tantos jueces españoles, un posmoderno. El pensamiento posmoderno sostiene, inspirándose en Nietzsche, que no hay hechos sino sólo interpretaciones. Muchos jueces, también. De ahí que, aunque las sentencias de un juez sean reiteradamente corregidas por tribunales superiores, ello no suponga (salvo excepciones) ni siquiera una llamada de atención para el corregido porque se supone que ha actuado ateniéndose a su independencia. Los jueces sólo responden ante sí mismos. Para decirlo en palabras de Alejandro Nieto: “Son los jueces quienes juzgan a los jueces y, aún admitiendo que los eventuales futuros juzgadores no estén solidarizados con los insurgentes de hoy, es indiscutible que el tirón corporativo operará siempre en beneficio de los posibles inculpados”.
No todos los filósofos del Derecho han sostenido que ésa sea la función del juez.
Cuando los juristas analizan la situación del poder judicial en España acostumbran a coincidir en dos cosas: la necesidad de independencia para sus señorías y la urgencia de modificar el sistema de acceso a la judicatura. Sobre la calidad de la independencia judicial, y sin entrar en los retrasos que justifican numerosos archivos, da una idea el diálogo mantenido por dos ex magistrados del Supremo (Jesús Peces Morate y José Antonio Martín Pallín) en el libro La justicia en España. El primero pregunta al segundo si, como acusado, preferiría enfrentarse a un juez o a un jurado popular. Respuesta: “Yo te pediría que me dejaras la lista de jueces y, en función de quien me toque, dado que los conozco, te diría una cosa u otra”.
Ninguno de los dos sugiere mecanismos de control sobre de los magistrados. El resultado es que los mismos hechos pueden tener interpretaciones diferentes, incluso contradictorias, sin que la judicatura como tal se escandalice. También, para decirlo en palabras del letrado Rafael Jiménez Asensio, en “asuntos de extrema gravedad”, de modo que la independencia de los jueces tiene como resultado decisiones claramente incongruentes: “Desde el punto de vista de los principios es un dislate, cuando menos difícil de explicar a un lego”, concluye Jiménez Asensio.
La oscuridad frecuente de la prosa judicial se debe, unas veces, a los tecnicismos legales, otras a la voluntad de confusión y otras más a las dificultades con la gramática de no pocas de sus señorías. Pese a ello, Martín Pallín y Peces Morate insisten en la defensa corporativa. “Que la sociedad exija que al juez nadie le toque”, pide el primero. Si luego “hay jueces que incurren en responsabilidad, pues ésta deberá ser exigida por la vía que corresponda”, remata Peces Morate, sin dejar claro a quien corresponde.
El gobierno de los jueces lo ejerce, al menos nominalmente, el Consejo General del Poder Judicial, entidad cuyo funcionamiento cuenta con pocos defensores. La mayoría de juristas que analizan su función y constitución concluyen que es un desastre. Nieto se refiere al Consejo como una de las “farsas institucionales más cínicas que padecemos”. Martín Pallín afirma: “La situación (del Consejo) es patética y absolutamente insostenible. Una sociedad democrática como la nuestra tendría que plantearse seriamente si merece la pena seguir con la pantomima”.
Grabado del siglo XVII, donde se representa a los participantes en la Conspiración de la pólvora, dibujados por Crispijn van de Passe
El Consejo es el órgano que, teóricamente, gobierna la organización judicial española, aunque hay otras instancias: el Ministerio de Justicia, la Fiscalía General, la Abogacía del Estado, los colegios profesionales. En algún momento todos ellos tienen voz y a veces voto respecto a la judicatura. Peces Morate y Martín Pallín anotan en la obra citada que los “grandes despachos (de abogados) tienen un sumo interés en” colocar a sus socios en el Consejo y en el Tribunal Supremo. Con frecuencia lo consiguen. Ambos señalan la necesidad de “inmunizar a la Administración de Justicia y al Poder Judicial de las influencias políticas y mediáticas” y Martín Pallín añade que también habría que aislar a los jueces “frente al mundo económico”, mencionando especialmente el poder real y verdaderamente independiente de la banca.
Con frecuencia aparecen en las películas jueces arbitrarios, capaces de imponer su criterio apoyados en la toga y en la maza, sin el mínimo respeto para las personas que comparecen en los juzgados, a las que “pueden hacer esperar durante horas en pasillos inhóspitos mientras ellos hablan por teléfono o toman un café pausadamente”, describe Nieto. Aunque luego pueden también mostrarse sumisos ante los partidos políticos de los que, a la postre, depende en España su promoción a tribunales superiores y mejor pagados. Sí, la separación de poderes no existe. Y lo que piden los jueces no es independencia. Es impunidad. Algo que, de momento, la Constitución española sólo reconoce al monarca, como un vestigio de los tiempos en los que el rey tenía el poder absoluto por la gracia de Dios.