Rosa Maria, una gran chica
La vida con Rosa Maria Sardà era mejor que la vida sin ella, cuando animaba a todos con esa capacidad para reírse también de ella misma
15 junio, 2020 00:00La conocí tarde, cuando ya se sabía condenada por el cáncer que se la acabaría llevando por delante, pero surgió un afecto mutuo inmediato. Me la presentó Isabel Coixet y se sumó alegremente a una especie de familia disfuncional en torno a la cineasta y compuesta por gente como Alfonso de Vilallonga, Emma Riverola, Luis Mauri o un servidor de ustedes. Solía referirse a nosotros como “mi nueva pandilla de amiguitos”, tal vez porque los de los viejos tiempos habían muerto, como Terenci Moix, sufrían un Alzheimer devastador, como Papitu Benet i Jornet, o se habían alejado de ella porque sus opiniones sobre la farsa del prusés les incomodaban y preferían no dejarse ver en su subversiva compañía.
Aunque pasaba de los 70 cuando la conocí, Rosa Maria siempre me llamó la atención por un temperamento juvenil que se resistía a adoptar la actitud supuestamente solemne que se espera de una mujer mayor y gravemente enferma. Cuando no se encontraba bien, simplemente, no se dejaba ver. Cuando estaba más animada, era siempre el alma de la fiesta --nunca dejaba de actuar, en el buen sentido del término, por el bien de la audiencia, aunque fuese doméstica--, capaz de pasar de la risa al llanto en la misma frase y absolutamente consciente de que se le acababa el tiempo y la mejor manera de emplearlo era riéndose y haciendo reír, que es lo que llevaba toda la vida haciendo (era también una gran actriz dramática, pero como cómica no tenía precio). Escucharle contar anécdotas era una historia oral del cine español, pues había conocido a todo el mundo, de Fernán Gómez a Berlanga pasando por López Vázquez o Sazatornil. Le gustaba recordar la frase con que le daba la bienvenida al rodaje Luis Escobar, el inolvidable marqués de Leguineche de La escopeta nacional: “¡Ya está aquí la alegría de España!”. Berlanga, por su parte, solía referirse a ella como “la niña”.
Sus últimos tiempos, los años del cáncer, se encargaron de amargárselos un poco más esos lazis a los que tanto despreciaba. Los más miserables celebraron su muerte en las redes con epitafios como “Una unionista menos” o “Se ha muerto la gran botiflera” o “No sabía que hoy era san Martín”. No le perdonaban que pensara por su cuenta, que su voz se hiciese oír entre los balidos de la borregada, que hubiese devuelto la Creu de Sant Jordi porque no quería saber nada con una institución dedicada en exclusiva a sembrar el odio y la discordia. Hace falta ser muy mezquino para escupir sobre la tumba de alguien, pero, ¿no es todo el prusés una inmensa muestra de mezquindad? En TV3 la enterraron con cierto respeto, pero sin alharacas ni sobreactuaciones de ningún tipo, conscientes de que la difunta no era de los suyos y le caía mal a la mayoría de sus espectadores.
Me hubiese gustado conocerla antes porque la vida con Rosa Maria era mejor que la vida sin ella, pero aproveché lo mejor que supe los años que pude disfrutar de su compañía, de su calidez, de su incombustible sentido del humor, de su capacidad para reírse de todo, empezando por sí misma. La última vez que la vi fue en su casa, cuando agasajó a “mi nueva pandilla de amiguitos” con el fricandó más bueno que he probado en mi vida. La vi tan animada que tuve la impresión de que iba a durar muchos años más de los previstos. Me equivoqué, lamentablemente.