¿Luto por la democracia liberal? ¡Mejor camisas de colores!
Ivan Krastev y Stephen Holmes rastrean los pasos de los 'iliberales' en el ensayo ‘La luz que se apaga’, donde profundizan en el concepto de ‘liberalismo escarmentado’
7 enero, 2020 00:00Un cambio de gafas. No con más dioptrías. Tampoco progresivas para ver bien de cerca y también de lejos. Unas gafas nuevas para ver desde el otro lado, para observar cómo se han comportado las democracias liberales occidentales, las que, de hecho, se construyeron tras la II Guerra Mundial en Europa. Y para comprobar cómo han reaccionado los que deseaban copiar esas democracias y han preferido, en los últimos años, dejar de simular. Son las lentes que se han puesto los investigadores Ivan Krastev y Stephen Holmes, como si fueran ciudadanos de esos países iliberales, para descifrar el signo de los nuevos tiempos en La luz que se apaga. Cómo Occidente ganó la Guerra Fría pero perdió la paz (Debate), con una lección que costará mucho de aceptar.
El mensaje final merece ser explicado ya de entrada: es mejor que dejemos de llevar luto por la muerte lenta de la democracia liberal, como se ha entendido en Estados Unidos, en el Reino Unido, en Francia o en los países nórdicos europeos y sepamos, en cambio, elegir buenas camisas de colores para celebrar que regresamos “a un escenario lleno de alternativas políticas en pugna perpetua, comprender que la idea de un liberalismo escarmentado, una vez recuperado de su aspiración poco realista y contraproducente a la hegemonía internacional, en pleno siglo XXI, es de lo más reconfortante”.
La ‘imitación’ de las democracias liberales
Cuesta para un español, para un italiano, para un portugués. Cuesta también para un británico. Pero es más doloroso para un ciudadano del Sur de Europa que goza desde hace muy poco tiempo de una democracia liberal, con división de poderes, con medios de comunicación críticos y con un Estado del Bienestar que comenzaba a ser satisfactorio. Cuando se tocaba con la punta de los dedos la cúspide del muro, cuando se llegaba a ser un país homologable a las grandes democracias occidentales, ese ciudadano del Sur de Europa asiste a la propia caída de ese muro: partidos populistas en los países centrales de Europa, y un presidente populista en…Estados Unidos, o en el Reino Unido, la cuna del liberalismo político.
¿Qué ha pasado? Los políticos que han vivido años en Bruselas, eurodiputados de España, Francia o Alemania, han repetido una misma expresión cuando se les preguntaba por el alejamiento de los países del Este respecto a la Unión Europea. “Les falta cultura política democrática”, señalaban. Pero lo que hacen Krastev y Holmes es analizar qué ha ocurrido en Hungría, en Polonia, en Rusia, en Estados Unidos y en China desde otra perspectiva, basada en la idea de la imitación respecto a la democracia liberal.
Y resulta crucial conocer la experiencia de esa Europa que había logrado zafarse de la Unión Soviética, en esos años mágicos de finales de los ochenta, y que quería ser europea para entender un fenómeno que ya es planetario. La sorpresa deja con la boca abierta a un ciudadano español, que sabía que el gran éxito histórico nacional consistía en formar parte de ese club europeo.
El mensaje de Orbán
La explicación no obedece sólo a criterios económicos. De hecho, pese a la gran tradición marxista, la economía acaba siendo siempre un factor secundario. Quien lo ha entendido mejor ha sido Viktor Orbán, que dirige Hungría con mano de hierro. El mensaje está relacionado con la identidad: la Unión Europea es vista como un grupo de amigos liberales cosmopolitas, laxos, tolerantes con la sexualidad, que acogen a otros amigos de otros continentes, sean africanos subsaharianos o latinos o, principalmente, de religión musulmana. ¿Hay que integrarse con ellos, a riesgo de que el país pierda la esencia húngara?
Es lo que pregunta a sus ciudadanos Orbán; es lo que ha difundido Kaczynski en Polonia, generando miedo hacia los inmigrantes, cuando en sus países el porcentaje de extranjeros es minúsculo. Y la paradoja llega con la respuesta: la defensa de la nacionalidad húngara o polaca, de sus tradiciones, de la religión católica, es, en realidad, una defensa de Europa. Esos países del Este, que llamaron a la puerta de la Unión Europea, –aunque fueron sus élites, no ese pueblo que ellos dicen representar– son Europa, y, por tanto, Orbán será quien recupere el espíritu de Europa.
¿Se podía pensar, se podía prever? El libro insiste en esa constante: en la defensa de identidades que se creían superadas. Pero también hay razones más tangibles: la Comisión Europea ha analizado el problema, lo conoce, pero se es poco consciente de él, y es que los países del Este se están despoblando. Sus jóvenes, los más preparados, y sus mujeres jóvenes, en particular, migran hacia esa Europa central, hacia esas democracias liberales pervertidas. El fenómeno es doble: interno, de las zonas rurales a las grandes capitales, Budapest o Varsovia, o Praga, o Bucarest; y de esos países al resto de países ricos de la Unión Europea.
Emigración de jóvenes a la Europa próspera
El resentimiento es grande. Y la conclusión es que esos pueblos no pueden conducirse bajo el paradigma de las democracias liberales a la europea, con grandes burócratas, con políticas que se deciden en lugares tan oscuros –a sus ojos– como el Banco Central Europeo. Porque, además, se llevan a sus mejores hombres y mujeres.
Todos esos nuevos políticos iliberales han encontrado, por si fuera poco, una fuente de legitimación enorme. Se llama Donald Trump, un presidente que, por primera vez en la historia norteamericana, hace gala de que Estados Unidos no debe ser ningún modelo de nada, que no debe convencer a nadie, que es un país tan bueno o tan malo como el resto, que no es para nada el mejor. Y, por tanto, puede negociar con otras potencias, con China en particular, como si fuera –que lo es– el jefe de una compañía de negocios. ¡Toma ya!
Krastev y Holmes lo señalan sin tapujos: “Los dirigentes autoritarios de carácter reaccionario que imitan a Trump, en la actualidad, lo hacen para dar una pátina sofisticada de legitimidad, sin más, a aquello que de todos modos pretenden hacer. El presidente derechista de Brasil no imita a Trump porque quiera ser Trump, lo imita porque Trump ha hecho posible que Bolsonaro pueda ser él mismo”.
En el caso de Rusia, el análisis es excepcional, y crea muchas dudas en los que consideraban que el pueblo ruso acabaría reclamando una democracia de primer nivel. No hay tal posibilidad. Putin, que lleva veinte años al frente, ha llegado a una especie de consenso: se juega a que hay una democracia, los ciudadanos simulan que eligen a un presidente, y el presidente juega a que gobierna con leyes democráticas que lo homologan formalmente, sin recurrir, en exceso, a la violencia. Eso hace explotar la cabeza de un demócrata liberal a la antigua usanza. ¿Pero quedan todavía de esa estirpe?
Una película italiana
Es preciso ahora, para acompañar La luz que se apaga, ir al cine. Nos instalamos en un cine grande de Roma, la capital italiana. Y elegimos Como pez fuera del agua, el film dirigido por Riccardo Milani. Los que llenan la sala de proyección ríen a carcajadas. Hay humor, buenos actores, como Paola Cortellesi o Antonio Albanese. La historia es ilustrativa: un investigador sobre periferias urbanas, que dirige un think tank con influencia en la Comisión Europea, tiene una hija adolescente enamorada de un chico de esa periferia de la ciudad de Roma, en la que se agolpan inmigrantes de todo el mundo, y que es hijo de una italiana con una familia desestructurada casada con un hombre que sale de prisión.
Los diálogos son cortantes, hay debate político sobre qué hacen exactamente esos profesionales europeos que acaban viviendo en entornos cerrados y privilegiados. Y se vende con un final feliz, con un mensaje necesariamente optimista, en una Italia que podría ofrecer, en breve, todo el poder al populista Salvini. Es, precisamente, lo que apunta con el dedo esa nueva clase política iliberal, que ya no cree en las democracias occidentales: porque no ha difundido una prosperidad más igualitaria y porque, a partir de esas particulares gafas del Este, atentan contra las identidades nacionales.
Perder la ideología, pero no el ‘partido’
Volvamos al libro. Resulta que, entre esos diversos modelos, aparece un tercero, que es China. Un mundo aparte. La lección china es que, mientras en el Este de Europa se perdió la ideología comunista –el llamado socialismo real– y también el partido que organizaba con mano de hierro la sociedad, en China se perdió la ideología, pero no el partido. Y eso ha servido para algo diferente, que escandaliza también a los partidarios de la democracia liberal que repetían un latiguillo: cuando prosperen, habrá clases medias que presionarán para lograr una democracia occidental con todas las de ley. Salvando lo que pueda ocurrir en Hong Kong, un caso especial, por su tradición como colonia británica, no parece que las cosas sigan ese cariz.
La cita que recogen los autores de La luz que se apaga, es de Lucian Pye: “China no es un Estado-nación más dentro de la familia de las naciones, sino una civilización que hace como si fuera un Estado. La historia de la China moderna se podría describir como el esfuerzo, tanto por parte de los propios chinos como de partícipes foráneos, de constreñir toda una civilización dentro del marco arbitrario y restrictivo de un Estado moderno, un invento institucional fruto de la fragmentación de la propia civilización occidental”.
China va por libre. No busca adeptos, pero influye, con la idea de obtener el máximo beneficio particular. ¿Democracia liberal? Connais pas, señalan los dirigentes del Partido Comunista Chino, que se llevaron las manos a la cabeza cuando, en el momento en el que estalló la crisis económica en 2008, los bancos centrales de esas democracias liberales se arrogaban su independencia del poder político central. ¡Una blasfemia!
Por todo ello, ¿qué se puede hacer? ¿Enlutarse? El orden liberal ya no regresará, y lo mejor sería, como apuntan Krastev y Holmes, gestionar esas diferencias de modelos, sin intentar imponer nada rígido. “A nosotros nos corresponde celebrar en lugar de hacer duelo”, claman, mientras que a los lectores nos toca celebrar la inteligencia de La luz que se apaga.