Políticamente correcto, intelectualmente ridículo. Resentimiento /DANIEL ROSELL

Políticamente correcto, intelectualmente ridículo. Resentimiento /DANIEL ROSELL

Filosofía

Las guarderías del resentimiento

La policía del pensamiento cultural, compuesta por políticos y activistas de a pie, alcanza cada vez cotas más altas de intromisión en la libertad creativa

23 noviembre, 2019 00:05

Las palabras están cargadas, como dados de jugadores de ventaja, y dicen más de lo que muestran. El mismo término corrección política obedece a la misma corrección política, siguiendo así la función reflexiva del lenguaje, pues la political correctness es, en román paladino, melindre, gazmoñería, papanatismo y cuantos términos afines se quieran añadir. En los últimos años se han sembrado todo tipo de suspicacias, y los afeites (y los afeitados) de la inteligencia han dejado la piel tan fina que ahora se recoge la cosecha de la idiotez acumulada, reconocible como exceso incluso por personas que en algún momento han secundado tendencias que nos han ido colocando en esta tesitura en la que resulta francamente difícil expresarse con libertad.

La cosa es grave. Hasta ayer mismo se podía hablar más de presión social, del qué dirán, de no querer pasar por mala persona si se decía lo que se pensaba. Hoy, sin embargo, existen leyes que, según la interpretación de los jueces, pueden directamente castigar ideas o manifestaciones de las mismas que, con independencia de los actos que pudieran inspirar, hasta ayer no eran punibles. En la actualidad, hay delitos tipificados que se inmiscuyen en las ideas personales, como el delito de odio, como si uno no pudiera odiar lo que le venga en gana. También llega esa mano negra a las fobias: cuántas fobias (etimológicamente temores) no son perseguidas y quienes las tienen lapidados cuando, en todo caso, habría que ayudar a quitar esos miedos y no sustituir unos por otros: el repelús ante algo, por el cosquilleo en la nuca de la guillotina.

Los indicios de que esto se ha salido de madre comenzaron hace mucho tiempo, y el espectro –el fantasma de la censura– cubría de lo sexual a lo racial. Paradigmático fue en su día el mensaje que lanzara Philip Roth en su novela La mancha humana sobre las consecuencias de estas denuncias. Desde entonces, los casos no han hecho sino multiplicarse. Sonoro fue el de un señor congolés que se puso negro con el tebeo de Tintín en el que sus compatriotas venían adornados con todos los estereotipos que hace décadas se asociaban a los naturales de ese país y del conjunto de África. La tristeza por cómo fueron las cosas quiso convertirla en la prohibición del tebeo.

Por la misma regla de tres (de buscarle tres pies al gato), en los Estados Unidos, epicentro de la tontería mundial, recurrentemente se postergan libros por mor de la corrección política y el mal entendido respeto a las minorías (que van siendo mayoritarias). No faltan iluminados que cada dos por tres claman contra Matar un ruiseñor de Harper Lee o contra Las aventuras de Huckleberry Finn de Mark Twain, retirando sus obras no sea que los infantes delicados se asusten por conocer cómo era la realidad antes de ellos. También está la ridiculez de una escuela californiana que ha tapado unos murales donde se representan escenas de esclavismo (no por apología, pues las escenas se refieren a la liberación de los esclavos). 

En punto a racismo, la última víctima de esta propagación de la sandez auspiciada por lo que el crítico Harold Bloom denomina la escuela del resentimiento (más que de escuela, habría que hablar de guardería, por la madurez intelectual de quienes la siguen) ha sido Enid Blyton. Con criterios retorcidos de 2019 se enturbia lo que era sencillo en los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo: ahora resulta que doña Enid (que quizá tenga también que pedir póstumamente perdón por su nombre artúrico y no del panteón nigeriano) era racista porque cierta muñeca mal considerada tenía el color de la piel como la pez o el azabache. Eso, y que un personaje recriminaba en determinado momento a cierta protagonista no ser más femenina. Aparte de que, por supuesto, doña Enid podía pensar lo que le viniera en gana, la confusión de la voz de un ser de ficción con el discurso propio de un autor es algo en lo que no debería incurrir un estudiante de primero de literatura, y si a alguien se le escapa esto solo muestra su ignorancia.

Lo cual enlaza con el estado de la Academia, la universidad, en los que los estudios de género, los estudios postcoloniales y especializaciones a cada cual más estrambótica, sobredimensionados, hacen arduo llegar al meollo del asunto: la literatura en sí, el manejo del lenguaje y la retórica, los elementos que hacen que una obra tenga calidad más allá de ser testimonio de una sociedad y una época. También enlaza con los tabúes sexuales que, paradójicamente, desde un afán de libertad han dado en un nuevo puritanismo, afortunadamente cada vez más denunciado pero, también, no menos presente. Cualquier profesor universitario en los EEUU reconoce que no mira a sus alumnas y da las clases con la mirada perdida. Tampoco puede abordar los temas, como la sexualidad, de los que nace la tensión de la que surge la literatura.

La novela Lolita es un ejemplo sobresaliente. Que el protagonista fuera un pervertido no hace que Nabokov predicara la pederastia. Llamar la atención sobre las zonas sombrías del alma humana no se convierte automáticamente en un programa moral. Y atribuir a un escritor lo que dicen en la página o declaman sobre los escenarios sus personajes es pueril y, aplicado a rajatabla, el freno más eficaz de la creación. Cuando Álvaro de Campos pierde un tornillo y empieza a dar alaridos en los que profiere barbaridades en las que se incluye la palabra violación, no es el traductor de cartas comerciales Fernando Pessoa quien las suscribe. Lo increíble es que haya que recordarlo.

Flann O Brien.

Flann O Brien.

La libertad de expresión peligra. El problema es que solo suelen salir en defensa de los silenciados quienes son de su cuerda, cuando debería ser de incumbencia general. A C. Tangana se le rescinde un concierto por sus letras machistas (aunque lo sean, eso no es delito), al dúo de hip hop SFDK un festival le cancela sus actuaciones porque una joven declaró sentirse violentada como mujer por sus letras, pero aquí viene lo bueno: el festival quiso que los músicos aceptaran asistir a una sesión de “formación de género”; un lavado de cerebro, en la mejor línea de reeducación maoísta.

Lo que toquen y canten ellos solo debería concernir a los interfectos y a su público. Que alguien que pasaba por allí desee que los cantantes cambien estilo y repertorio no entra en el ámbito de la ética sino del capricho, propio de consentidos y malcriados. La cantante Rosalía ha sido también atacada por ese otro nuevo anatema, el de apropiación cultural: al parecer, dicen muchos analfabetos que ella no hace música latina, sino meramente hispana. Las sandeces no conocen fronteras.

Hace unas semanas se celebró un congreso internacional sobre Flann O’Brien. Una semana antes la organización envió una circular de difícil asimilación. ¿Era una broma, como quizá correspondiera siendo O’Brien autor tan irónico? Leída con detenimiento, resultó ser seria: la misiva reconvenía a los participantes y les enviaba una pre-regañina para que nadie obviara el código de comportamiento. Resumidamente, el mensaje advertía que no se tolerarían acosos ni burlas. Existen, claro está, desbarres en los que de producirse, aquí o en Dublín, debe intervenir la Policía. Pero considerar, de partida, posibles acosadores sexuales o de despiadados sátiros a unos congresistas es cosa distinta. Y más aún lo de la burla. Choca particularmente porque el autor sobre el que iba a tratar las ponencias fue un maestro del humor y la sátira. Hubiera sido interesante una disertación sobre cómo habría reaccionado sobre este despropósito el estudiado, que no dejaba títere con cabeza.

Ibargüengoitia, eterno retorno / DANIEL ROSELL

Ibargüengoitia, eterno retorno / DANIEL ROSELL

Ibargüengoitia, eterno retorno / DANIEL ROSELL

Un escritor que recuerda a O’Brien por lo desopilante y porque derramó su ingenio en la prensa (aquel en The Irish Times, este en Excélsior) fue Jorge Ibargüengoitia, delicioso, ya sea en sus novelas, ya en las recopilaciones de artículos. Lo que ocurre es que con el rasero de la corrección política, muchos de estos textos hoy no podrían ser leídos a causa de esto que parece perogrullada: llama negros a los negros, putas a las prostitutas y maricones a los homosexuales. Sin intención de escarnio, solo porque en su contexto cultural son las palabras adecuada. ¿Servirá de eximente que él mismo se ría de sus errores, vicios y meteduras de pata o que clave su aguijón en otros países, pero no ahorre las críticas al suyo? Si nos andamos con escrúpulos, el humor, vitamina esencial de la inteligencia, será un día desterrado.

En las redes sociales se ha censurado recientemente la palabra maricón. Aparte de que sea malsonante, y evitable si se usa como insulto, es una voz que tiene derecho a emplearla quien quiera, como meapilas. Los mismos homosexuales la emplean entre ellos sin problemas. En México, el país de Ibargüengoitia, se llaman a sí mismos jotos. Con buen sentido del humor, e inmunizado contra tanta tontería, el periodista gay Antonio Bertrán publica en la prensa mexicana una sección saludablemente bienhumorada titulada Nosotros, los jotos. Si uno no tiene ganas de ver señores musculados de esa inclinación sexual lo tiene fácil: basta con saltarse la página.

Si es cierto que las más altas cotas de hipocresía se las lleva la izquierda, que en teoría debería defender las libertades, no está exenta la derecha de poner cortapisas a la libertad de expresión. El Ayuntamiento madrileño negaba este verano la posibilidad de actuar a Luis Pastor, claramente por un sesgo ideológico que no debería interferir en lo musical. Quienes se llaman liberales incurren en el prohibicionismo. En Brasil, un alcalde evangélico ha impedido que un cómic de Marvel se exhiba en la Bienal do Libro de Río por la razón de que dos superhéroes –hombres– se besan en los labios. Puede parecer una sobreactuación el citado beso, y puede molestar –faltaría más--, pero el señor alcalde mejor se habría abstenido de usar su lápiz rojo que solo ha tenido el efecto de hacer que se agote la provocadora y seguramente bobalicona historieta.