El grabado 'Melancholia' (1514) de Alberto Durero, del que Agamben ha escrito en su libro 'Estancias'

El grabado 'Melancholia' (1514) de Alberto Durero, del que Agamben ha escrito en su libro 'Estancias'

Filosofía

Giorgio Agamben en el estudio

El pensador italiano, uno de los filósofos más ambiciosos tras la Segunda Guerra Mundial, escribe su biografía a través del retrato de los lugares donde ha trabajado

5 noviembre, 2019 00:00

“Se conoce algo sólo si se ama. En indoeuropeo, la raíz que significa conocer es homónima de la que significa nacer. Conocer significa nacer juntos, ser generado o regenerado por la cosa misma”. Giorgio Agamben resume así su entrega al conocimiento en el breve y luminoso Autorretrato en el estudio (Adriana Hidalgo, 2019), una evocación de los lugares de trabajo que ha tenido en Roma, Venecia o París, esos refugios en los que a lo largo de toda una vida ha dialogado con maestros y amigos, con filósofos y poetas, amplificando su voz y llevándola al extremo de nuestros días. En este sentido, este Autorretrato es una autobiografía a través de los demás que cumple el sueño de todo verdadero estudioso: disolverse en lo que ha estudiado.  

Agamben es uno de los filósofos y hermeneutas más ambiciosos que ha dado el pensamiento europeo posterior a la Segunda Guerra Mundial. De hecho, su trayectoria es una réplica a lo mejor de la primera mitad del siglo. En su juventud, Agamben estudió la obra de Simone Weil, frecuentó el círculo de Elsa Morante y de Pier Paolo Pasolini –hizo el papel de apóstol Felipe en el Evangelio según San Mateo–, asistió a los seminarios de Heidegger en Le Thor, se ocupó de la edición de las obras completas de Walter Benjamin para Einaudi y trabajó con Frances Yates, la gran especialista en cultura del Renacimiento, en la biblioteca del Warburg Institute de Londres. Luego ha sido profesor en París, en Verona o en Venecia, al tiempo que ha ido publicando su obra filosófica, buena parte de la cual recibe el título genérico de Homo Sacer, un ambicioso proyecto en el que se ha propuesto explorar la situación postmetafísica del hombre contemporáneo. 

Autorretrato en el estudio, Giorgo AgambenPartiendo de la obra de Hannah Arendt y de Michel Foucault, Agamben explora los fundamentos y las consecuencias de la biopolítica, centrándose en el concepto benjaminiano de nuda vida,  entendida como lo que los griegos llamaban zoé, una vida puramente animal y desprovista de todo lo que el bíos suponía, es decir, de todo aquello que hacía posible una existencia humana. Con una erudición apabullante en materia jurídica, teológica, filosófica y filológica, Agamben desentraña los orígenes de la actual alienación planetaria del hombre, denunciando el perverso entramado con que se ha aprisionado nuestra vida y recordando hasta qué punto siguen vigentes en el mundo secular conceptos teológicos, por ejemplo en el imperio de la economía. 

Partiendo de la obra de

Como él mismo suele recordar, la única forma de acceso al presente es mediante la arqueología del pasado. Y en ese sentido, la obra de Agamben no tiene parangón a la hora de desvelar los potentes residuos ideológicos con que nuestra civilización, bajo la ilusión de libertad, se ha pertrechado, llevando a cabo un exhaustivo control médico, legal y político de los cuerpos. Lo que queda de Auschwitz (1998), tercera entrega de Homo Sacer, es por ejemplo una de las reflexiones más valientes y complejas sobre lo que ocurrió en los campos de exterminio nazis, sobre el experimento humano que en realidad supuso el lager y acerca de sus consecuencias en la política que vino después. El estado de excepción que hizo posible la Shoah ha sido otro de los conceptos que Agamben ha estudiado a fondo, demostrando hasta qué punto una medida que fue pensada para momentos de emergencia nacional se ha ido convirtiendo poco a poco en una norma, hasta el punto de convertir al ciudadano en un terrorista virtual y al mundo entero en un campo vigilado por cámaras. 

Profanaciones, AgambenFrente a la noción utilitarista y pragmática del ser humano, con su insistencia en el trabajo y la producción, Agamben ha querido oponer una idea del hombre como animal désouvré –algo que ya advirtió Aristóteles–, un ser desobrado que no tiene ninguna tarea biológica asignada. Contra la ética del deber, de raíz cristiana –y que juzga al hombre, por tanto, como una criatura en deuda–, Agamben propone una ética de la alegría, de origen helénico, ese self-enjoyment del que habló Deleuze y que tiene que ver con la contemplación desinteresada de la duración de la existencia. Esa actitud se debe también a su particular consideración del estado de irremediable bancarrota en el que a su juicio se encuentra la sociedad contemporánea. Siguiendo en eso a Benjamin, Agamben piensa el presente a través de los harapos del pasado, pero sin permitir que la amenaza del futuro ensombrezca el placer de vivir libres al fin de la continuidad de la historia. Como dice en un momento de Autorretrato en el estudio: “Al igual que Benjamin, también nosotros escribimos para una humanidad que ya no espera nada y de la cual nada esperamos. Por eso en ningún caso podremos faltar a nuestra cita con ella”.

Frente a la noción utilitarista y pragmática del ser humano, con su insistencia en el trabajo y la producción, Agamben ha querido oponer una idea del hombre como

Agamben en El Evangelio según San Mateo de Pasolini

Agamben en El Evangelio según San Mateo de Pasolini

El autorretrato de Agamben en su libro se va dibujando a través de fotografías comentadas, por ejemplo de él con Heidegger, Jean Beaufret o René Char en los míticos seminarios que tuvieron lugar en Le Thor, en la Provenza, en 1966 y 1968. De Heidegger destaca “su rostro a la vez apacible y severo, esos ojos tan encendidos e intransigentes no los he visto en nadie más, salvo en sueños”. Aparece luego también José Bergamín, otro de sus maestros, además de amigo, gracias al cual conoció España. Y muchos otros nombres –Giorgio Caproni, Giorgio Colli, siempre el espectro de Benjamin–  se van fundiendo con postales, cartas o recortes que le han acompañado a lo largo de sus años de estudio. 

Pero el verdadero motivo que vertebra su evocación es la poesía, la otra dimensión a la que siempre apunta su obra. “Un filósofo que no se plantea un problema poético no es un filósofo”, llega a decir en un momento, situándose en la estela de la filosofía que, en la modernidad, ha vuelto a abrazar a los poetas para liberarse de sí misma y emprender un nuevo camino de desistimiento científico y aceptación del enigma no como residuo sino como elemento constitutivo de toda empresa epistemológica: “Me convertí en filósofo para medirme con una aporía poética a la cual de otra manera no llego a encontrarle solución. Tal vez, en ese sentido, no soy un filósofo sino un poeta, así como, por el contrario, muchas obras que se adscriben al ámbito de la literatura pertenecen en cambio, por derecho propio, a la filosofía”.

Algunos de sus libros tangenciales están dedicados a la poesía, como el espléndido El final del poema (2016) y en otros, como en El tiempo que resta (2006), un comentario muy lúcido a la Carta a los romanos de San Pablo, la poesía aparece para propiciar inesperadas y brillantes reflexiones, por ejemplo sobre el origen de la rima. Aunque quizá sea en el seminario El lenguaje y la muerte (1982) donde Agamben llegó más lejos en sus especulaciones sobre filosofía y poesía:

“Caminamos por el bosque: de repente oímos un batir de alas o de hierba removida. Una codorniz levanta el vuelo y apenas la vemos desaparecer entre las ramas, un puercoespín se interna en la espesura más tupida, crujen las hojas abrasadas sobre las que se enrosca la serpiente. No el encuentro, sino esa fuga de bestias invisibles es el pensamiento. No, no era nuestra voz. Nos hemos acercado al lenguaje cuanto era posible, así lo hemos desflorado, mantenido en suspenso: pero nuestro encuentro no ha acaecido y ahora volvemos a alejarnos, sin pensar, hacia casa. Por lo tanto, el lenguaje es nuestra voz, nuestro lenguaje. Cómo hables ahora, eso es la ética”.

Homo Sacer, AgambenComo si recordara este párrafo, Agamben cierra su Autorretrato relacionando a todas las personas a las que ha amado –y que le han acompañado en el estudio– con la hierba, en todas sus formas, “el amable trébol, el altramuz, la verdolaga, la borraja, la campanilla de las nieves, el diente de león, la lobelia, el calamento, pero también las gramíneas y la ortiga, en todas sus subespecies, y el noble acanto, que recubre parte del jardín por el que paseo cada día. La hierba, la hierba es Dios. En la hierba –en Dios– están todos aquellos a los que amé. Por la hierba y en la hierba y como la hierba, he vivido y viviré”. 

Como si recordara este párrafo, Agamben cierra su

Hay, podríamos convenir, dos formas de inocencia. La primera es aquella con la que uno nace, la inocencia del niño que todo lo descubre y celebra, pero hay otra que le es dada a muy pocos y que podríamos llamar la inocencia final, esa con la que son recompensados aquellos que de verdad han prestado atención.