El ruido y sus jaulas
El silencio, cuando no es una imposición externa, puede convertirse en un acto de resistencia ante las estridencias del debate público
23 octubre, 2019 00:00Una alarma que nunca se detiene. Un tenedor arañando una pizarra. Bocinas y sirenas. Una concentración de tertulianos que más que alcanzar la razón lo que pretenden es adueñarse de la palabra. El ruido —analógico y digital— ha ido invadiendo nuestra vida diaria hasta tal punto que el silencio puede convertirse en una de las últimas formas de resistencia. Mantenernos en silencio frente a las calumnias o las falsas acusaciones, guardar silencio ante quien ha traicionado la confianza que le habíamos regalado, o, simplemente, silenciar el teléfono móvil para atender, como se merece, a la gente que tenemos a nuestro alrededor. El silencio, sin embargo, no es únicamente una isla o un refugio. El silencio es acción directa.
El silencio nunca puede ser mudez, tal y como apunta el dramaturgo Eusebio Calonge en sus Orientaciones en el desierto. El silencio es una decisión creativa, y también política. Claro que existen muchas formas de silencio, y bien lo ha explicado el ensayista Alain Corbin en un ensayo del que nos ha hablado Carlos Mármol en Letra Global. El silencio, pues, es un monstruo de muchas cabezas, cuyos múltiples significados han ido ampliándose en los diferentes contextos culturales. El silencio es una coreografía que escucha los gestos de la polisemia. Por eso mismo, el silencio no siempre es renuncia ni indiferencia. Hay que ser muy valiente para callarse la boca, como nos advertía Wittgenstein.
El silencio es una defensa de la palabra. Habitamos la palabra cuando la necesitamos, cuando aún podemos dejarnos tocar por su electricidad. Decía Godard en el filme Adiós al lenguaje que pronto necesitaremos intérpretes para entender nuestras propias palabras. La batalla por el lenguaje es, también, una de las guerras contemporáneas más difíciles de ganar. ¿Qué adjetivos u onomatopeyas podemos utilizar como escudos ante la insaciable propaganda? ¿Hay sustantivos que no hayan sido capturados por la mercadotecnia? ¿Qué frases puedo articular, ante los que dudan o se guían por la intuición, sin que puedan ser transformadas, después, en una etiqueta de twitter?
El silencio que huye no es silencio. El anacoreta, el asceta y el eremita no han renunciado al mundo. Se han metido de lleno en él. Muchos dirán que el silencio puede llevarnos a la locura. Y es verdad. Pero es realmente difícil defender que este ruido –un estrépito que no parece humano ni animal– pueda ser más inocuo para nuestra salud mental. El silencio, en el sueño o en la meditación, está lleno de palabras. Palabras que, por sorpresa, regresan con toda su vitalidad, que encienden territorios oscuros de nuestra consciencia, que amanecen como lo hace el deseo en un cuerpo aún no arraigado al nuestro. ¿Cómo voy a encontrar la palabra exacta, urgente y cierta, si no me atrevo a escucharla primero? Es el ruido –el de la falacia pero también el de la obviedad– el que nos empuja a esta confusión generalizada, a este naufragio colectivo. El ruido quiere tener forma de acantilado, pero solo nos ofrece llanura y necedad. Por eso con el silencio volvemos al tacto, para volver a tocar todas las aristas de la montaña, todos sus nervios hasta ahora agarrotados. El silencio es una caricia y un escalofrío. Un rechinar de dientes. El silencio del bosque es todo menos silencio.
El propio d’Ors constata que, cuando comenzó a meditar en silencio, le resultaba insoportable estar consigo mismo. El silencio convoca la escucha y la espera, algo realmente revolucionario. Es una ceremonia de la concentración, pero no para cerrarse con llave en la identidad que uno cree tener, sino para abrirse a la que aún puede descubrir. “La atención me fue conduciendo al asombro”, reconoce el autor. El ruido aprisiona nuestra mirada, nuestra capacidad de sorpresa. Todo son estímulos y todos son promesas de experiencia. Hasta que el leve zumbido inicial –como si fuera Gregorio Samsa en su particular metamorfosis– muta en barahúnda y algarabía. No se trata de esa música, irreconocible pero alegre, del jolgorio. Ni, por supuesto que no, el sonido de un bar en el que oímos, nítidamente, cómo se se muele el café, o el sonido de las monedas cayendo en un bote metálico cuando alguien ha dejado propina. El ruido del que hablamos es el de un insecto que chirría, que ya no puede respirar, y que quiere morir matando. Es el ruido del que ya no dice nada y, justamente por ese motivo, grita sin parar.
“Despertar es descubrir que estamos en una cárcel. Pero despertar es también descubrir que esa cárcel no tiene barrotes”, dice Pablo d’Ors. Y es que esa puerta sin puerta, una expresión típicamente zen, es la que el silencio abre y cierra al mismo tiempo. La práctica –aunque por su misticismo pueda parecer muy elevada– se basa en aprender a estar aquí y ahora. Aprehender en el sentido de no hacer un juicio rápido –que suele ser un prejuicio– de las cosas que nos pasan. Esa pesquisa del silencio no puede acabar en abandono ni clausura. Nos callamos para decir de otra manera lo que queremos decir. “Cuando uno se busca a sí mismo adecuadamente, lo que acaba encontrando es el mundo”, subraya el escritor.
No puede haber una lógica del mundo si no hay una voz meditada, dirían los griegos. El lôgos se suele traducir como palabra, pero es una palabra de pleno sentido. La verborrea –que, como su nombre indica, parece una enfermedad venérea– es el candado que le ponemos a esas puertas que ya nos parecen blindadas. Quien nos haya hecho trampas con las palabras –siendo cómplices del ruido compartido– que tire la primera piedra. ¿Cuántas veces no hemos sido soldados, consciente o inconscientemente, del griterío generalizado?
El silencio también puede adoptar forma de condena. No siempre es una liberación. El abuso de poder consiste en hacer callar al otro. Todas las voces que no han podido acceder a la voz pública –las comunidades que han sido excluidas del ágora, como mujeres, inmigrantes y homosexuales, entre tantas otras– han vivido, durante demasiado tiempo, ese silencio como una auténtica afasia. Por eso dar la voz es, también, un acto subversivo. Por eso tomar la palabra es, también, una insurrección necesaria. En catalán decimos “muts i a la gàbia” (“mudos y a la jaula”) cuando queremos hacer callar por la fuerza a alguien o, incluso, cuando nos lo decimos a nosotros mismos porque preferimos permanecer en silencio ante algo que no sabemos cómo cambiar o, simplemente, nos da miedo.
La prisiones del silencio y del ruido, entonces, están vigiladas bajo panópticos muy similares. El charlatán no puede callarse porque no sabe cómo hablar, el prudente no levanta la voz porque conoce el efecto demoledor de sus palabras. El tópico y el tabú son, así, las dos caras de una misma moneda.“Los usureros culturales han eyaculado o defecado en cada palabra. Tendremos que iniciar en nosotros una rebelión poética donde las palabras de nuevo alumbren un camino”, afirma Eusebio Calonge en Teoría y práctica de lo incierto. Lo sabe bien el autor de la compañía La Zaranda, porque es desde el teatro desde donde se ha acogido con más profundidad las resonancias del silencio. El paréntesis de una pausa es, en escena, una de las corcheas más importantes de toda la partitura.
Que el silencio es productor de acción —o de expectativas— también lo advierte Juan Mayorga, que en el discurso pronunciado durante la toma de posesión de su plaza –la silla M– en la Real Academia Española dijo que “en el teatro, arte de la palabra pronunciada, el silencio se pronuncia”. “A veces será en plena representación cuando el actor sabio detecte que el escenario y el espectador piden un silencio quizá nunca escrito ni ensayado”, sostiene el autor de obras como El crítico o La intérprete. El silencio, nos dice el dramaturgo, empieza por nombrar la ausencia de sonido. Por lo tanto, es una voz que nombra, que pone nombre, que dota de significado. El silencio designa una idea antes que un fenómeno, según Mayorga. Pero la ausencia de palabra también nos invita, como lo hace el teatro, al peligro de lo inesperado, a “aquello que no es repetición de una vida anterior”. Parece evidente, pero no lo es tanto. Solo podemos romper el silencio cuando nos hemos sumergido en él.
Qué contradicción, sin embargo, es estar buscando las palabras más precisas para hablar sobre el silencio. Como admite Pablo d’Ors, “escribir sobre la meditación silenciosa es, en verdad, una paradoja”. Pero, como defendía Rousseau, es preferible ser una persona de paradojas que una persona de prejuicios. Los prejuicios —las verdaderas jaulas del carácter— suelen ser el ruido más ensordecedor. Un ruido insoportable para cualquiera.