Literaturas contra la imaginación
La proliferación de novelas que niegan su condición de ficciones, un fenómeno avivado por la industria editorial, plantea un debate sobre la sinceridad y la impostura literaria
15 agosto, 2020 00:10“El realismo literario no vende, está muerto”, dice un personaje de La superficie más honda, el libro de cuentos del escritor mexicano Emiliano Monge. Y añade: “Hoy lo que importa es desnudarse, mostrarle al mundo el alma, el espíritu”. Estas palabras, citadas por el poeta, narrador y ensayista Vicente Luis Mora en La huida de la imaginación dialogan perfectamente con el nuevo trabajo narrativo de Monge, No contar todo, una novela donde cuestiona la autoficción, entendida como un género narrativo que destierra la figura del narrador y sitúa al yo en el centro, y que además se interroga sobre ese afán de narrarlo todo sobre uno mismo, desnudándose por completo.
Monge parece ir a contracorriente en un momento en el que hablar desde el yo, renegando de la ficción y subrayando la correlación entre lo que se narra de uno y la realidad de los hechos, parece ser la moda. El éxito de libros como Ordesa, a propósito del cual su autor, Manuel Vilas, dice no haber sido consciente “de que lo había contado todo en la novela”, de También esto pasará, de Milena Busquets, de Cambiar de idea, de Aixa de la Cruz o de las obras del francés Édouard Louis demuestran tanto el interés de los autores por escribir desde una primera persona que niega el carácter ficcional de lo narrado, como el interés, no del todo espontáneo, de los lectores por este tipo de obras.
Manuel Vilas / @JMSANCHEZPHOTO
Este fenómeno no reside en el material utilizado por los escritores a la hora de escribir ni tampoco se debe a su mayor o menor interés por escribir desde el yo. El problema es que la escritura desde ese yo que promete no engañar al lector, contándole todo, relatándole la verdad, ha terminado por convertirse en una tendencia dominante en un mercado que ha constatado que esta fórmula narrativa funciona. De hecho, el éxito de los llamados poetas de la red reside precisamente en esto, en hablar sobre uno mismo desde una supuesta verdad, como si esto fuera ya un mérito literario y, aún peor, como si entre un texto y la vida no hubiera frontera alguna.
Monge sostiene que nunca se puede contar todo –de por sí inabarcable–, y que, lejos de desnudarnos a través de ella, la escritura funciona como una máscara. El mercado editorial, sin embargo, parece exigir más que nunca una literatura que narre la realidad a través de lo que se conoce como narrativa de no ficción. ¿Acaso existe un concepto más contradictorio que novela de no ficción? En su ensayo, Hambre de realidad, el escritor y director de cine norteamericano David Shields señala que la no ficción – dentro de la que incluye la autoficción, las memorias, los textos de carácter documental y hasta los realities de televisión– ofrece al lector una apariencia de autenticidad que, según este ensayista estadounidense, la ficción ya no es capaz de ofrecer. ¿Por qué se reivindica como real algo que no lo es? Basta recordar las palabras de Nabokov: “Ficción es ficción. Calificar un relato de historia verídica es un insulto al arte y la verdad”.
La falacia de la no-ficción
Antes de indagar hasta qué punto esta apariencia de realidad ha sido inducida por los intereses del mercado editorial o si estos libros son la respuesta a una demanda previa, cabe detenerse en la manera en qué, más allá de las supuestas exigencias de los lectores, se asume con pleno convencimiento la idea de que es posible escribir novelas de no ficción. También habría que analizar si escribir desde el yo equivale a una verdadera autenticidad o sinceridad, sin engaño, sobre una experiencia propia. En un excelente artículo, el escritor y ensayista catalán Borja Bagunyà criticaba que la sinceridad se hubiera convertido en un valor literario y recordaba una cita de Oscar Wilde: “Toda mala poesía surge del sentimiento genuino. Ser natural es ser obvio, y ser obvio es ser inartístico”.
Las palabras del autor de El retrato de Dorian Gray son pertinentes si tenemos en cuenta el pábulo que editoriales y algunos medios de comunicación otorgan a seudopoetas –así los define Antonio Rivero Taravillo– con potencial mediático y cuyo supuesto mérito es escribir “siendo ellos mismos”. Si bien los libros de estos autores nada tienen que ver con la literatura, sí son un ejemplo de cómo, con una ingenuidad abrumadora, se piensa que el yo que se enuncia en un texto equivale al yo que escribe, identificando ambos sujetos.
No es necesario conocer la obra de Roland Barthes, los ensayos de Paul de Man o de la crítica postestructuralista para considerar inasumible la identificación entre el yo narrativo y el que corresponde al autor real. “Muchos libros aparecen con un retrato en la tapa. ¿Esto indica que son los que tienen autor?”, se preguntaba con ironía el escritor argentino Macedonio Fernández, que, antes que Barthes, plantea la idea clave: en la escritura se pierde “toda identidad, comenzando por la propia identidad del cuerpo que escribe”. Causa cierta sorpresa que algunos escritores afirmen de que sus obras sean expresiones sinceras de sí mismos, carentes de ficción, olvidando que el propio acto de la escritura implica, de alguna u otra forma, construir una ficción.
Ejemplar de la revista
Teóricos de la literatura como Hayden Whyte explican que incluso la historiografía es ficción, pues implica reescribir hechos acontecidos en el pasado de los que solo cabe hacer una reconstrucción artificial. Cabe entonces preguntarse por qué ha escritores que pretenden huir de la imaginación.
Huir de la imaginación: una manera de acomodarse
“La no ficción, salvo raras excepciones, no desafía al lector. Le deja donde estaba, oyendo aproximarse al escritor con su libro en sus manos”, afirma Vicente Luis Mora, quien señala las coincidencias entre la narrativa de no ficción y los bestsellers. Ambas formas narrativas recurren a estrategias similares –y la autoficción es una de ellas– para interpelar a un público mayoritario sin desafiarlo, buscando satisfacer las demandas de un público lector al que se le niega a priori cualquier forma de exigencia.
En 2014 Marta Sanz denunciaba que el mercado literario estimula de la soberbia del lector, al que se le ofrece siempre lo que exige. La idea de que un editor es aquel que no responde a los gustos de sus lectores, sino que los crea, ofreciéndoles libros que estos no esperan leer, queda así abolida. El todo vale se impone ante un supuesto elitismo intelectual que debe ser combatido.
El escritor EnrIque Vila Matas / LENA PRIETO
Todos jerarquizamos a la hora de expresar nuestras preferencias, es la consecuencia de toda elección. Jerarquizar significa ni poner todo en el mismo saco y, precisamente por esto, con independencia de que el mercado editorial fomente las novelas de autoficción por su excelente aceptación comercial, sería erróneo considerar como tal a la narrativa que recurre a la primera persona como instancia narrativa. De ahí que tanto la ensayista Andrea Valdés, en su ensayo Distraídos venceremos, como Vicente Luis Mora, analicen algunos casos en los que la escritura del yo, autoficcional, documental, memorialística o biográfica, sí cultiven la indagación literaria y practiquen la experimentación. El riesgo, según Mora, está en la literatura “de baja intensidad” que rechaza banalmente la ficción para seducir al lector.
Manuel Alberca, uno de los mayores expertos sobre autoficción, dijo hace algún tiempo: “Me cansa ya la autoficción, los años empiezan a darme una visión más seria de la literatura”. Sus palabras advierten sobre el riesgo de convertir estas literaturas del yo en meras fórmulas, modelos artificiales que, según el filósofo José Luis Pardo, ofrecen “visiones convencionales de sucesos presentados con fórmulas maniqueas y perfectamente envasadas desde el punto de vista ideológico para una fácil digestión”. Libros deshuesados, como diría Enrique Vila Matas.