'San Jerónimo en su estudio' (1514) / ALBERTO DURERO

'San Jerónimo en su estudio' (1514) / ALBERTO DURERO

Ensayo

El arte de la minucia

Luis Gómez Canseco resucita una epístola de Juan Enríquez de Zúñiga, consultor del Santo Oficio y moralista, que elogia el amor de los hombres hacia sus mascotas

25 diciembre, 2020 00:10

No existen los géneros menores, sino los escritores incapaces. Una de las maravillas de la buena literatura –especialmente la clásica– es encontrar en el seno de la tradición, con frecuencia desconocida, libros extraordinarios que, en vez de inmortalizar gestas épicas, contar dramas sublimes o reseñar instantes históricos, se fijan en aspectos banales o vulgares de nuestra existencia. En la vida en minúsculas, tal y como la conocemos de primera mano. No son obras inmortales, pero sí tratan cuestiones universales, porque en cualquier existencia abundan más los instantes prosaicos que las epopeyas. Algunos de estos libros secretos reflejan el espíritu de su época mejor que cualquier tratado de historia. En buena medida porque versan sobre cosas minúsculas pero imperecederas –como las relaciones de méritos en busca de merced, algo así como un precedente de la prosa lisonjera–, practican la infalible técnica de los elogios en cadena o entonan elegías en contra de la diosa Fortuna. 

En todas las vidas que han sido y serán acontecen anagnórisis (esos giros e inesperados desenlaces del destino, los instantes en los que un héroe se precipita al vacío) pero no todas gozan de la misma buena prensa. Depende del poeta que las cante o ennoblezca. Decimos esto porque la Universidad de Huelva viene publicando desde hace tres años una serie de títulos dedicados a recuperar las biografías de notables desconocidos autores del Renacimiento español hasta conformar una biblioteca –deliciosa– de vida y hazañas de ilustres fantasmas que, en su día, hollaron los senderos yermos de este mundo. Antonio Sánchez Jiménez, profesor de la Universidad de Neuchâtel (Suiza), lo explica así en el prefacio de esta colección: “La mejor ventana a la psique del hombre renacentista es la biografía, tal vez el género donde más claramente se aprecian las características del nuevo espíritu que separa la Edad Media de la Moderna”. 

https  es.wikipedia.org wiki Retrato de Federico II Gonzaga

Retrato de Federico II Gonzaga (1529) con perro, pintado por Tiziano

En efecto, es con el resurgir del humanismo, esa reformulación de la cultura clásica, cuando el individuo deja de ser un arquetipo comunal –aunque se enuncié a sí mismo en primera persona– y pasa a encarnar a un personaje que únicamente habla por su boca. Obviamente, este yo renacentista queda todavía muy lejos del romántico, cuando el culto al espíritu creativo suplanta a Dios, pero supone una suerte de liberación en términos enunciativos de los antiguos preceptos literarios. El hombre del Renacimiento aprende a autorrepresentarse gracias a una hábil mezcla de individualismo, tipificación y devoción por los detalles. Es entonces cuando nace el auténtico y sublime arte de la minucia

Vittore carpaccio, visione di sant'agostino 01 Vittore Carpaccio Year 1502

Visión de San Agustín (1502) donde se presenta al santo en su gabinete con su perro

La obstinación por lo particular, según Sánchez Jiménez, es una de la diferencias entre el pensamiento medieval y el moderno, como evidencia el hecho de que las biografías de esta época, junto a su obsesión por reunir la autoridad de los clásicos y salpicar sus textos con latines y citas falsas, pero efectivas, se demoren en asuntos nimios, aunque definitorios, si hablamos en términos de la calidas del retrato. Plutarco, el autor de Vidas paralelas, lo explicó así:

“No escribimos historia, sino biografías; no es en las acciones más ruidosas donde se manifiestan la virtud o el vicio; muchas veces una situación pasajera, un dicho o una niñería sirven para declarar un carácter más que las batallas en que mueren millares de hombres, numerosos ejércitos y sitios de ciudades. De la manera que los pintores toman para retratar las semejanzas del rostro, y aquella expresión de ojos en que más se manifiestan la índole y el carácter, cuidándose poco de todo lo demás, así debe concedérsenos que atendamos más a los indicios del ánimo y que, por ello, dibujemos la vida de cada uno dejando a otros los hechos de gran apariencia y los combates”.

Plutarco, Vidas paralelas

La personalidad de los individuos, el famoso ethos de los clásicos, el carácter, reside en estos pequeños detalles, que son muestras de estilo que definen, caracterizan y actualizan el viejo recurso retórico de la evidentia, creando de esta manera lo que en estos tiempos nuestros se conoce como efecto de realidad. Sin las minucias, incluso sin determinadas naderías, no hay descripción que sea eficaz. La perdurabilidad literaria sale entonces perdiendo porque los anhelos del pretérito pueden perfectamente extinguirse, pero las vulgaridades del presente son iguales a las de aquellos que nos precedieron. 

Tenemos un ejemplo en el último de los títulos de esta biblioteca de vidas renacentistas, un opúsculo resucitado del olvido, sacado de los arcones de los especialistas, por Luis Gómez Canseco, filólogo ilustre, catedrático de Literatura Española y una de las mentes más preclaras de su disciplina académica. Se trata de la elegía, con forma epistolar, escrita por Don Juan Enríquez de Zúñiga, doctor en ambos derechos (civil y canónico), consultor del Santo Oficio, alcalde mayor de Ávila, Cuenca y Córdoba, corregidor de Alcalá de Henares y de León, emparentado –según su testimonio– con Alonso de Ercilla y Zúñiga, autor de La Araucana, la epopeya mayor del Chile español, vasallo del Ducado del Infantado y hombre de confianza del conde-duque de Olivares, que a sus ochenta años, después de una larga vida de sabiduría, honores e intachable trayectoria pública decide llorar la muerte de… su perrita. ¿Puede existir algo más enternecedor que un prohombre renacentista, guardián decidido de la fe católica, derrame sus lágrimas por su mascota

Luis Gómez Canseco / @JMSANCHEZPHOTO

Luis Gómez Canseco / @JMSANCHEZPHOTO

Enríquez de Zúñiga no sólo hace esto por escrito, a ojos de todos, sino que con este capricho, acaso también una muestra de los estragos de la senectud, proyecta su verdadera personalidad sobre el océano de retórica con el escribió sus tratados de Consejos políticos y morales (1634) o su Biografía de Julio César (1633), la primera publicada en España. Tras dejar para la posteridad una Genealogía de los Hombre Ilustres, una fábula pastoril –con lance taurino– y un compendio de astronomía, el docto asesor de la Inquisición, desvalido por el tiempo, padece en el alma la desaparición de una perrilla faldera, diminuta y, a su juicio, adorable. 

Diego Velázquez 019

Enano con perro / VELÁZQUEZ

La epístola, publicada en 1671, que ocupa un único pliego de seis hojas, es la misiva con la que el octogenario hombre de leyes responde a un tal Letio –su interlocutor imaginario– por haberle censurado sentir dolor por la desaparición de su animal de compañía. Un defecto imperdonable según las costumbres y la ideología del momento. Como explica Gómez Canseco en su estudio preliminar de la obra, la misiva de Enríquez de Zúñiga es “una palidonia para dar cuenta de sí, para justificar las razones de su amor [por su perrita] y para ahondar en los límites morales de su sentimiento”. Siendo todo esto destacable, por la capacidad que tiene el texto para trascender el mero episodio personal, la epístola logra la maravilla de que vislumbremos, entre retóricas, sentencias en latín estricto y modelos enunciativos clásicos, con sus correspondientes invocaciones a Aristóteles, Homero, Marcial, Esopo, los Padres de la Iglesia, las Sagradas Escrituras y el extraordinario aparato crítico de la literatura áurea, a un hombre, a caballo de los siglos XXI y XVII, doliéndose de verdad por una pérdida que le produce vergüenza pero no deja ni por un instante de ser real. Tan cierta como si aconteciera ahora, más de tres siglos después. 

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El desdén hacia esta sentimentalidad, denostada por los estoicos y los cristianos, afecta al ilustre hombre de letras que fue Enríquez de Zúñiga, pero no le hace dejar de lamentar el deceso de su compañera melitea. Probablemente porque la interpretación cultural sobre aquello que es digno de dolor cambia con el tiempo, pero los sentimientos reales no desaparecen nunxa, aunque deban ocultarse ante la incomprensión general de los demás, ciegos ante la evidencia de que “si un perro, siendo bruto, tiene, como si fuera racional, el amor que hemos visto por su amo, racional dejara de ser el amor y fuera bruto, si no le correspondiera con igual amor. El agradecer y remunerar a un perro, como a una persona, el amor y la lealtad que tiene no es gracia que se le hace, sino deuda que se le paga”.