Tres escritoras religiosas del Barroco
La obra de Juana Inés de la Cruz, Juliana Morell y María Jesús Agreda evidencian la capacidad de las mujeres religiosas del siglo XVII para el debate intelectual
3 noviembre, 2021 00:10Aquí y ahora haré referencia a tres religiosas del siglo XVII, distintas entre sí, pero que compartieron la pasión por la escritura. La primera, Juliana Morell, alcanzó un nivel cultural en su niñez de extraordinario prestigio. Nació en Barcelona en 1594. Hija ilegítima, sus padres no estaban casados. La madre murió prematuramente y ella fue educada por el padre que puso todos los medios para instruirla. A los cuatro años escribía perfectamente en lengua latina. A los ocho, el padre, Juan Antonio Morell, le hizo aprender hebreo y filosofía. Era descendiente de judeoconversos y ejerció como mercader y prestamista en Barcelona. Tras algunos problemas económicos emigró a Lyon. Allí acabó instalándose con Juliana que siguió estudiando filosofía, teología, derecho y música.
Cuando ella tenía doce años, dominaba varias lenguas y fue exhibida como niña prodigio por su progenitor. Defendió en público tesis de filosofía. La fueron a ver intelectuales, juristas y teólogos de todas partes. Lope de Vega le dedicó el Laurel de Apolo y fue reconocida como auténtica sabia. Ella, tras no pocas meditaciones y en contra de los intereses de su padre, acabó por rechazar los salones de Paris donde aquel pretendía mostrarla como un auténtico portento. Pasó incluso por una especie de secuestro, por parte de un personaje, que pretendía utilizarla con fines parecidos.
En 1609, con quince años, Juliana decidió ingresar en el convento dominico de Santa Práxedes de Avignon, lo que supuso la ruptura padre-hija, aunque, con el tiempo, se rehicieron las relaciones entre ambos. La primera iniciativa que tomó, tras sus años de exhibición intelectual, fue el silencio. Lo mantuvo largo tiempo. Fue priora de su convento en tres ocasiones y logró buena relación con jesuitas y dominicos que la ratificaron en su voluntad de discreción y privacidad, con una importante obra escrita, a favor de la observancia tridentina frente al avance del calvinismo en Francia y como traductora, en la que destacan los comentarios y las traducciones de San Vicente Ferrer. Es la única mujer que figura entre los personajes ilustres catalanes en el Paraninfo de la Universidad de Barcelona.
Muy diferente a Juliana fue María Jesús de Ágreda (1602-1665), monja concepcionista. María Coronel y Arana –que así se llamaba antes del convento– recibió malos tratos de pequeña por parte de sus padres. Tenía dieciséis años cuando tomó el hábito. Fue abadesa desde los veinticinco años. Se ha escrito mucho acerca de sus dotes de bilocación y su capacidad de influencia sobre el rey Felipe IV, con el que se escribió seiscientas cartas desde su primera entrevista con él, en 1643, pero no se ha analizado su perfil protofeminista. Su obra más representativa fue Mística ciudad de Dios. Tuvo un éxito mediático prodigioso en su época y supuso un canto a la gloria de la Virgen María, la madre de Dios. En la misma, se ironiza sobre el hecho de que lo haya escrito ella “una mujer simple, con ignorancia y flaqueza, cuando la Santa Iglesia, nuestra madre, está tan abundante de nuestros varones doctísimos”.
Las suspicacias llevaron a denunciar la obra ante la Inquisición casi al mismo tiempo que se iniciaba un proceso de beatificación (1673) que quedaría encallado. El censor jesuita, Andrés Mendo, hizo una glosa de la Ágreda subrayando que “mayor gloria de Dios es que lo sea (la que ha escrito el libro), una mujer a quien nada puede ayudar la ciencia ni la propia industria”. En el informe sobre el libro se apela al recuerdo de algunas mujeres como santa Catalina o santa Brígida y “en este último siglo, santa Teresa de Jesús y María de Escobar (…), pues no estando la mano de Dios abreviada, no ha de motivar extrañez el que se escribiese toda esta obra y se dispusiese cabalmente por una mujer”. El recelo misógino seguía presente.
Por último quiero referirme a otro perfil de religiosa barroca: la mexicana sor Juana Inés de la Cruz (1648-1695), antes del convento, Juana Inés de Asbaje y Ramírez de Santillana, hija de una relación no matrimonial, y entregada, de niña, al servicio de la virreina de México. A los diecinueve años ingresó en el convento de las carmelitas descalzas. Ella dio, a su ingreso en el convento, la explicación “éntreme religiosa, porque aunque conocía que tenía el estado cosas (de las accesorias hablo, no de las formales), muchas repugnantes a mi genio, con todo, para la total negación que tenía el matrimonio, era lo menos desproporcionado y lo más decente que podía elegir en materia de la seguridad que deseaba de mi salvación”. Pretendía como ella decía “vivir sola, no tener ocupación alguna obligatoria, que embarazase la libertad de mi estudio”.
Vivió confortablemente en el convento, apoyada por los virreyes Mancera y los que siguieron a éstos, los marqueses de la Laguna del Campo Viejo. Leonor Carreto fue, su primera protectora y la Laura de sus poemas. La nueva virreina, María Luisa Manrique, fue la Lisy de la obra poética de Juana. Su pasión por la lectura fue extraordinaria con una formación cultural excepcional. Participó en tertulias de la corte y en su celda escribiría unas ciento ochenta obras de teatro y lírica, influenciada por los Lope, Calderón, Tirso o Góngora. Sus obras se publicarían en tres volúmenes de 1689 a 1700.
Caería en desgracia a partir de la publicación de La Carta Atenagórica en la que la monja polemizaba sobre cuestiones teológicas con el jesuita portugués Antonio Vieyra. Una afirmación la puso directamente al lado de la herejía: “el estilo que he de guardar en este discurso será este: referiré primero las opiniones de los santos y después diré también la mía; más con esta diferencia: que ninguna fineza de amor de Cristo dirán los santos, a que yo no de otra mayor que ella; y a la fineza de amor de Cristo, que yo dijere, ninguno me ha de dar otra que la iguale”.
La Carta la publicó el obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz, disimulando el nombre de la monja bajo la identidad ficticia de sor Filotea de la Cruz. A ella el obispo añadió un prólogo de reconvención a sor Juana por su excesivo apego a la discusión y a la lectura profana. Ante el revuelo creado, la monja reaccionó. Ya había escrito una carta contundente al jesuita Núñez. Lo rechazó como confesor y mantuvo su dignidad muy alta: “¿Soy por ventura hereje? Y si lo fuera, ¿había de ser santa, a pura fuerza? Ojalá la santidad fuera cosa que se pudiera mandar, que con eso la tuviera yo segura: pero yo juzgo que se persuade, no se manda, y si se manda, prelados he tenido que lo hicieran; pero los preceptos y fuerzas exteriores, si son moderados y prudentes, hacen recatados y modestos, si son demasiados, hacen desesperados; pero santos, solo la gracia y auxilios de Dios, saben hacerlos. ¿En qué se funda pues este enojo? ¿En qué este desacreditarme? ¿En qué este ponerme en concepto de escandalosa con todos? ¿Canso yo a V. R. con algo? ¿Le he pedido alguna cosa para el socorro de mis necesidades? ¿ O le he molestado con otra espiritual o temporal? (…) Es porque ya no puedo más, que como no soy tan mortificada como otras hijas en quién se empleara mejor su doctrina, los siento demasiado”.
Pero sobre todo, se hizo famosa su Respuesta a sor Filotea de la Cruz, un documento literario singular, en el que Juana repasa su vida de monja y justifica su situación a consecuencia de un temperamento, apasionado por el estudio, y que nunca ha podido desarrollar con los moldes adecuados propios de la educación de varones. Considera que el trabajo de cocina del que se ocupan las mujeres no es obstáculo para la actividad intelectual: “Si Aristóteles hubiera guisado mucho más hubiera escrito”. Reflexiona sobre los riesgos de que, de la educación femenina, se ocupen los hombres, reivindicando el papel de las mujeres ancianas doctas.
El obispo de Puebla, al que iba dirigida la respuesta, dio por no recibida la carta. El jesuita radicalizó su hostilidad hacia esta religiosa. La muerte del virrey, la rebelión popular y la presión inquisitorial, consiguieron hacer tambalear la fortaleza de sor Juana, especialmente, a partir de la publicación en Sevilla del segundo tomo de sus obras completas que aun le generó más enemigos. Lo cierto es que se hundió moralmente y dejó de escribir en 1693. Vendió su extraordinaria biblioteca y pasó los dos últimos años de su vida humillándose ante sus detractores firmando siempre: “Yo, la peor de todas”, al mismo tiempo que desarrolló los trabajos más penosos del convento. Su visión sobre los hombres fue siempre rotunda:
“Hombres necios que acusáis / a la mujer sin razón / sin ver que sois la ocasión / de lo mismo que culpáis / si con ansia sin igual / solicitáis su desdén / ¿por qué queréis que obren bien / si las invitáis al mal?/ Combatís su resistencia / y luego, con gravedad,/ decís que fue liviandad / lo que hizo la diligencia”.