La marcha Radetzky
La gran novela de Joseph Roth sobre el ocaso del imperio austrohúngaro transmite el fulgor de lo que desaparece y augura la inminencia de nuestro propio crepúsculo
17 marzo, 2020 00:00“Esta época ya no nos quiere. Esta época solo quiere crear Estados nacionales. Ya no creemos en Dios. La nueva religión es el nacionalismo. Los pueblos ya no van a la iglesia. Se apuntan a asociaciones nacionales”. Quien así habla es el inefable conde Chojnicki, un polaco que presiente el desmoronamiento del imperio austrohúngaro en La marcha Radetzky, la novela de Joseph Roth que Alba acaba de publicar en la nueva y excelente traducción de Xandru Fernández.
Hay novelas que vuelven para dramatizar la tensión de otro tiempo, cual es el caso de La marcha Radetzky, cuyas páginas despiden el fulgor de algo que está a punto de desaparecer y que puede confundirse con nuestro propio crepúsculo. Joseph Roth vivió el hundimiento de un orden milenario y él mismo se convirtió en supérstite de una especie en peligro de extinción, la de los judíos asimilados, la misma a la que pertenecieron Stefan Zweig o Walter Benjamin y de la que George Steiner ha sido el último representante.
Nacido en Galitzia y formado en Viena, durante la Gran Guerra Roth sirvió en el regimiento de tiradores. Luego, como corresponsal del Frankfurter Zeitung llegó a ser el periodista mejor pagado de Alemania y pudo viajar por toda Europa. Esperanzado, como muchos de su generación, por la revolución soviética, en 1926 hizo un viaje a Rusia del que regresó decepcionado. “Entré en Rusia como bolchevique convencido y salgo del país como monárquico”, como le dijo a Benjamin. La casta burocrática que había sustituido a los apestados burgueses le pareció mucho peor. Acantilado acaba de publicar Años de hotel, la recopilación de sus crónicas de entreguerras, imprescindibles para hacerse una idea de aquella Europa que iba camino del eclipse.
Joseph Roth.
Roth se pasó la vida buscando una permanencia que pudiera sustituir al mundo que se iba desintegrando bajo sus pies. Intentó primero volver a sus raíces judías para descubrir que se trataba de una tradición remota y para él inoperante. En Judíos errantes (1927) contó el éxodo de los judíos de la Europa oriental para constatar una pérdida más en su genealogía. Quizá por ello, como gesto último y desesperado de vinculación europea, terminó abrazando el catolicismo. Su vida sentimental, por otra parte, no pudo ser más atroz. Su mujer acabó perdiendo el juicio y tuvo que ser ingresada en un manicomio, de donde los nazis, en aplicación de las leyes eugenésicas, la sacaron para sacrificarla.
Con la llegada de Hitler al poder, Roth empezó a huir, exiliándose primero en Viena, luego en Ámsterdam y finalmente en París, donde vivió sus últimos años completamente alcoholizado. En París se dedicó sobre todo a beber y a escribir compulsivamente novelas breves, como La cripta de los capuchinos (1938), epílogo a La marcha Radetzky, o ese maravilloso testamento que es La leyenda del santo bebedor (1939), sobre un clochard que vive bajo los puentes del Sena y que recibe doscientos francos con el encargo, siempre aplazado, de restituirlos a una santa. Roth explora ahí uno de los asuntos más enigmáticos de la literatura moderna –está en Kafka, en Melville, en Rilke y llega hasta Coetzee– y que es la pervivencia de la santidad en el mundo secular. Roth murió de un infarto el 27 de mayo de 1939, puntualmente sincronizado con la desaparición de lo que había sido su mundo.
La marcha Radetzky cuenta la desintegración del imperio a través de tres generaciones de la familia Trotta. El abuelo, primer ennoblecido de la estirpe, es el héroe de la batalla de Solferino. En 1859, siendo un joven teniente, Joseph Trotta le salva la vida a Francisco Jose I dándose cuenta de que el reflejo de unos prismáticos que el emperador levanta al pasar revista a las tropas puede ser el blanco perfecto para el enemigo al acecho, como finalmente ocurre. Trotta se abalanza entonces sobre el emperador y recibe la bala que iba destinada al vicario de Dios en la tierra. El teniente se convierte así en el barón Joseph Trotta von Sipolje.
Ocurre luego que el episodio de Solferino empieza a mitificarse y deformarse en los libros de historia que estudian los jóvenes, algo que enfurece al barón, que no puede entender cómo el Estado tolera y divulga una mentira. Su alto sentido del honor le obliga a protestar ante las autoridades e incluso pide audiencia con el emperador. Todos, sin embargo, le contestan lo mismo: “Déjelo estar”. El héroe de Solferino sospecha entonces que algo se está pudriendo. La verdad ha muerto. Y la muerte de la verdad es el primer síntoma de que Dios está muriendo. El barón decide entonces retirarse e impedir que su hijo entre en el ejército, obligándole a convertirse en funcionario.
El hijo del héroe crece con la extrañeza de haber sido apartado de una carrera que parecía indisociable de su apellido. Su padre no le ha dado explicaciones sobre su decisión ni tampoco le ha enseñado a desconfiar de los valores del imperio. Su vida como capitán de distrito –como gobernador de una provincia– transcurre anodina e indiferente, ajena a los primeros síntomas de destrucción que se observan en la doble monarquía y que él acabará viendo encarnados en su hijo, Carl Joseph, para el que ha reservado el destino que a él se le había hurtado. El capitán de distrito anima a su hijo a ingresar en el ejército y a seguir honrando la estirpe del héroe de Solferino, cuyo retrato, pintado por un artista beodo y amigo de la familia, les vigila a lo largo de los años, confundiéndose con la imagen sagrada del propio emperador Francisco José.
La marcha Radetzky es también, en ese sentido, una maravillosa novela sobre la imposible relación entre padres e hijos, sobre la ausencia de lenguaje que define tantas veces ese vínculo. Hay por ejemplo una escena impresionante en la que Carl Joseph descubre por primera vez la mano del padre, vista mil veces pero de pronto reconocida: “Era la mano izquierda del padre, el hijo estaba acostumbrado a ella desde siempre. Y sin embargo era como si solo ahora se hubiera dado cuenta de que aquella era la mano del padre, la mano paterna. Carl Joseph sintió la necesidad de apretar aquella mano contra su pecho”.
Tras acabar la carrera en la academia militar, Carl Joseph es destinado a puestos remotos del imperio, en guarniciones que siempre están a la espera de una guerra que nunca llega, ocioso, desganado, dedicado a la bebida y el juego, acostándose con mujeres mayores que él, metiéndose en líos y dando muestras cada vez más preocupantes de su mediocridad como soldado. Con una tensa morosidad, Roth consigue transmitir la angustiosa sensación, casi sinestésica, de espectralidad creciente que va envolviendo a todos los personajes, habitantes de un mundo pomposo que se va resquebrajando como un decorado. La tragicómica decadencia del imperio se podría resumir en los ejemplos musicales que van acompañando el desarrollo de la historia, correlato acústico de las transformaciones sociales y políticas que se van operando en aquel conglomerado de etnias, religiones y naciones a punto de estallar por la presión del odio y la desacralización de una divinidad.
El título, por supuesto, está tomado de la marcha que Johann Strauss padre compuso en honor del mariscal de campo Joseph Wendel Radetzky, que había salvado el poderío militar austríaco al norte de Italia durante la revolución de 1848. La marcha, el clásico que el público palmea siempre al final del Concierto de Año Nuevo, es el perfecto trasunto de la ingenuidad, el heroísmo caduco y la bobería que caracterizaban aún al imperio a finales del siglo XIX. Mediada la novela, Carl Joseph asiste en Viena, con una de sus amantes, a una espectacular procesión del Corpus Christi en la que la doble monarquía parece exhibir todo su esplendor antes del ocaso:
“Brillaban los pantalones azul claro de la infantería. Desfilaban los artilleros vestidos de marrón café con la seriedad física de la ciencia de la balística. Los feces rojo sangre en la cabeza de los bosnios vestidos de azul brillaban al sol como pequeñas hogueras encendidas por el islam en honor de su apostólica majestad. En los carruajes lacados en negro iban sentados los caballeros del Toisón, cubiertos de oro, y los concejales de mejillas rojas, vestidos de negro. Tras ellos ondeaban los penachos de crin de la guardia, como una tormenta majestuosa que contuviera su furia en la cercanía del emperador. Finalmente, precedido por el estrépito de la generala, se elevó el canto imperial y real de los terrenales pero también apostólicos querubines del ejército: Dios salve, dios proteja, sobre la multitud de espectadores, soldados que marchaban, corceles que flotaban delicadamente y carruajes que rodaban silenciosos”.
Durante la procesión suena de pronto el Gott erhlate, Gott beschütze den Kaiser (“Dios salve, Dios proteja al emperador”), la melodía que Joseph Haydn compuso en 1797 en honor de Francisco II y que sirvió como himno del imperio austrohúngaro hasta su disolución en 1918. Hoy es, con otra letra, el himno de Alemania. (Beethoven, por cierto, siempre estuvo muy celoso de la popularidad de ese himno y no descansó hasta desplazarlo con su “himno a la alegría”). Un poco más adelante, Carl Joseph se ve obligado a intervenir en una manifestación política en la que de pronto suena otra canción que contrasta vivamente con la música alegre e inocente de Haydn:
“Llegaron. Llegaron desde la taberna. Delante de ellos ondeaba su canción, una canción que el teniente nunca había oído. Casi nadie la había oído nunca en aquella región. Era La internacional, cantada en tres lenguas diferentes. El teniente Trotta no entendía una sola palabra. Pero la melodía le pareció el mismo silencio que había sentido a su espalda convertido en música. […] El teniente tuvo una fugaz visión de que el mundo se acababa. Se recordó a sí mismo en la colorida procesión del Corpus y por un momento le pareció que la oscura nube de rebeldes fluía hacia aquella procesión imperial”.
Toda la novela está transida del espíritu del Finis Austriae que culminará en las Cuatro últimas canciones de Richard Strauss, compuestas en 1948 pero fieles aún a la melancolía de la que se impregnó la sociedad austríaca a principios de siglo, cuando las sucesivas desgracias de la familia real, desde la tragedia de Mayerling, pasando por el asesinato de la emperatriz Isabel y terminando en el atentado de Sarajevo, parecían abocar al suicidio de la guerra. Esa aparición repentina de La internacional socialista, cantada en tres lenguas extrañas, preludia las revoluciones que sacudirían Europa en las primeras décadas del siglo XX. Roth fue muy hábil al componer su novela en un plano a la vez narrativo y acústico, reflejando también las transformaciones que estaba sufriendo tanto el lenguaje íntimo como el público.
Hacia el final de la novela, el capitán de distrito se ve obligado a interceder frente al emperador por los desmanes cometidos por su descarriado hijo. Francisco José recuerda vagamente la vinculación de los Trotta con la batalla de Solferino y, aunque no sabe a ciencia cierta a quién tiene delante, acaba pidiendo que el caso se resuelva favorablemente. Carl Joseph, de todos modos, está decidido a abandonar el ejército y así se lo comunica a su padre, que recibe la noticia con resignación, dejándole hacer. Luego, un día, caminando por la calle, Carl Joseph oye un repentino doblar de campanas y alguien le informa: “Es por la guerra”. Y él se dice a sí mismo:
“Por la guerra. Era como si lo hubiera sabido desde por la mañana, desde ayer por la noche, desde anteayer, desde hacía una semana, desde su marcha, desde el desdichado festival de dragones. Era la guerra para la que se había preparado desde que tenía siete años. Era su guerra, la guerra del nieto. Volvían los días y los héroes de Solferino. Las campanas sonaban sin descanso”.
Edición de 1932 de la novela de Joseph Roth editada por Kiepenheuer & Witsch / H.P. HAACK.
Pero la guerra ya no será la guerra de su abuelo sino la nueva guerra de trincheras y armas químicas, una nueva forma de exterminio masivo que acabará con el sueño pueril del siglo XIX. Carl Joseph, de todos modos, no tendrá una muerte heroica sino ridícula. Rodeado de montones de cadáveres, con las balas silbando a su alrededor y recordando los primeros compases de la marcha Radetzky, el nieto del héroe de Solferino va a sacar un día agua de un pozo para calmar la sed de soldados moribundos. Cargado con dos cubos, recibe de pronto una bala en la cabeza y cae al suelo, mezclándose el agua con la sangre caliente que le brota del cráneo.
Su padre, el capitán de distrito, recibe la noticia con estoicismo: “Su hijo había muerto. Su misión había acabado. Su mundo había desaparecido”. Pocos días después, recibe el recado de que el conde Chojnicki, viejo amigo de su hijo, está ingresado en un asilo de Viena y que al parecer pide verle para confiarle algo muy importante. El capitán de distrito se dirige entonces a Viena y, durante su entrevista, el conde le dice tan sólo: “¡El viejo se muere!”. Francisco José, efectivamente, está agonizando. Estamos en 1916 y la guerra aún no ha terminado. El capitán de distrito se acerca entonces hasta el palacio de Schönnbrunn y se despide mentalmente del emperador. Luego regresa a su casa, se mete en la cama, pide que le acerquen el retrato de su padre, el héroe de Solferino, y muere. Aquel día enterraban al emperador en la Cripta de los Capuchinos. Como dice Roth en otro momento de la novela: “Antes de la Gran Guerra, todavía importaba si un hombre vivía o moría”.