Estatua de la diosa Cibeles en Madrid / ARCHIVO

Estatua de la diosa Cibeles en Madrid / ARCHIVO

Ensayo

Cibeles, la diosa castrante

La mitología clásica ha encumbrado a esta deidad por su poderío sexual y su crueldad nacida de los celos

27 octubre, 2019 00:00

¿Puede una pulsión sexual volverse tan irrefrenable que convierta un banquete nupcial en un escenario sangriento, dominado por la muerte y la desesperación?  La mitología clásica nos ofrece como respuesta el relato de Cibeles, una diosa que despertó un deseo carnal tan extremo durante el enlace entre Ia hija del rey Midas de Pesinunte, y el pastor frigio Atis que las nupcias concluyeron con este trágico final.

No resulta extraño que la diosa exhiba una sexualidad tan poderosa pues, según el mito, ya estaba presente desde su mismo origen, cuando el esperma de Zeus, resultado de un sueño erótico del padre de los dioses, cae en Frigia y fecunda la roca Agdos. De allí nació un ser hermafrodita, Agdistis, tan libidinoso que finalmente los dioses urdieron un plan para acabar con la procacidad al menos de su parte masculina. Para ello, el dios Dioniso, designado para ejecutar la decisión divina, vertió vino en la fuente en la que Agdistis solía beber y aprovechó la somnolencia provocada por la borrachera para atar los testículos del hermafrodita a sus propios pies. Al despertar, el brusco movimiento del cuerpo desperezándose amputó su sexo viril y Agdistis pasó a ser una figura femenina, a partir de ahora Cibeles. De la sangre derramada en la mutilación nació un almendro y Ana, la hija del río Sangario, consumió una de las almendras y quedó encinta. El bebé fue abandonado, pero logró salvarse gracias a los cuidados de un macho cabrío y, ya adolescente, se dedicaría al pastoreo. Se trata de Atis, el novio protagonista del banquete, un joven tan hermoso que la propia Cibeles sucumbió a sus encantos.

A partir de aquí las versiones varían pero todas coinciden en la trágica escena descrita al inicio: en plena fiesta nupcial entre Atis e Ia, Cibeles irrumpe celosa en la sala y con su sola presencia todos quedan atrapados por un deseo tal que culmina en una orgía de sangre. Los invitados varones, enajenados por la atracción sexual que sienten hacia Cibeles, se amputan los genitales al igual que el suegro y el propio novio, Atis, que hace lo mismo bajo un pino, bajo el cual acaba muriendo. La propia novia también resulta consumida por la voluptuosidad de la diosa y acaba amputándose los pechos de cuya sangre nacen violetas. Y Cibeles, ante la muerte que le rodea, advierte espantada el horror que ha producido, recoge el sexo ensangrentado de su amado, lo lava antes de darle sepultura y pide a Zeus la resurrección de Atis, que se manifiesta con su cuerpo incorrupto, por el crecimiento de su cabello y el movimiento permanente de su dedo meñique.

Las festividades en honor a Cibeles reproducían simbólicamente esa muerte y resurrección de Atis. Sabemos de su conmemoración en Roma entre el 15 y el 27 de marzo, es decir, con el inicio de la estación primaveral y la regeneración del ciclo biológico. Dos eran los días de mayor carga emocional para el devoto cibélico: el 22 de marzo, día conocido como el día de “el árbol entra” en el que se talaba un pino y se trasladaba en cortejo procesional hasta el templo de la diosa, vendado con lana roja y lleno de guirnaldas de violetas. Es el simulacro del dios muerto, ante el que los fieles expresaban abiertamente su dolor. Durante el segundo día clave, el 24 de marzo, a causa de la abstinencia practicada durante las fiestas, la música de percusión y quizás el consumo de alguna sustancia alucinógena, algunos fieles llegan incluso a entrar en trance, se flagelan, se golpean con piñas el pecho y se laceran a golpe de cuchillo los brazos para dejar correr su sangre, y al pie del árbol incluso rememoran el mito y, al igual que su dios, se amputan su miembro. En palabras del poeta cristiano Prudencio: “Resuelve hacerse medio hombre, arrancando de sus ingles un don vergonzoso para la diosa; después de arrancarse la fuente de la virilidad, se bebe Cibeles la sangre palpitante”.  Es el llamado “día de la sangre” y tras este día de dolor por la muerte de Atis, el día siguiente, el 25 de marzo, se festeja su feliz resurrección: es el llamado “día de la alegría”.

El interés de los autores latinos por describir el relato de una diosa extranjera como Cibeles viene dado por el traslado de la diosa, cumpliendo el oráculo de Delfos, desde su principal lugar de culto en Pesinunte (Frigia) a Roma y su incorporación al panteón oficial en plena guerra contra Aníbal. Se trataba de una diosa absolutamente extraña a los usos romanos comenzando por su propia forma fálica pues a Roma llego como un betilo, aunque pronto fue convertido en una efigie antropomorfa y adquirió la fisonomía con la que la conocemos en la actualidad, una diosa sentada en un carro tirado por leones, exhibiendo su carácter de señora del reino animal y su carácter fertilizador.

Además, la descripción de ese momento culmen del mito servía para explicar una de las prácticas rituales más repugnantes a ojos de los romanos: la castración que se exigía a los sacerdotes del culto a Cibeles. Estos sacerdotes que eran extranjeros (la eviración estaba prohibida a los ciudadanos romanos) recibían el nombre de galos y, tras la emasculación, ofrecían sus testículos y pene perfumados y rodeados de telas preciosas a la diosa, del mismo modo que Cibeles había recibido en el mito los de Atis. El sacrificio que efectuaban en beneficio de toda la comunidad era compensado con su posición privilegiada, la de velar por el culto a su diosa. Entonces Roma, para no perder el control de un culto oficial y dejarlo en manos extranjeras, creó una categoría sacerdotal superior, el archigalo, un ciudadano romano y por lo tanto eximido de la castración.

Volvamos la mirada a la Cibeles madrileña, la más conocida. No sé si, de conocer el mito de Cibeles, los asesores del Real Madrid habrían dejado al equipo ofrecer sus triunfos a una diosa con ese pasado lúbrico y castrante y si los jugadores no hubieran preferido buscar otro lugar de celebración y ofrecer sus triunfos, por ejemplo, a Neptuno, dejando la fuente de la diosa a sus primeros seguidores, los atléticos. Por fortuna para ellos desde hace un tiempo, es el capitán el único que ofrece sus trofeos a la diosa a modo de archigalo madridista, seguro de preservar su virilidad intacta sin temor de enojar por ello a Cibeles.