José Marchena, un pirómano en la Ilustración
El intelectual, figura bisagra en la transición del Antiguo Régimen al mundo contemporáneo, tradujo a Rosseau y Voltaire y divulgó en España los ideales de la Revolución francesa
19 diciembre, 2018 00:00Hay ideas, frases, que determinan la fortuna vital y estética de ciertos seres con una nitidez intachable, como un ADN. José Marchena y Ruiz de Cueto (Utrera, Sevilla, 1768- Madrid, 1821) es uno de esos hombres que echan en sus sentencias el contenido del alma. Aquí va una de ellas. Desafiante. Redonda. Felina. “Yo aborrezco todo empeño que coarte la libertad”. Y en ese afán por crear su propia jurisdicción simbólica e intelectual volcó la existencia sorteando el rechazo de sus coetáneos. Esquivando la gusanera de la incomprensión. Él fue, sin duda, el más extraño entre los españoles de su tiempo. Una anomalía de la raza. El gran heterodoxo, probablemente.
Porque Marchena desarrolló su obra sin atender a nada más que a sí mismo: sus obsesiones, sus entusiasmos, su concepto del pensamiento como una conspiración de reflexiones con las que dar candela al presente. Pese a la potencia de su biografía, es extraño lo lejos que parecen las hazañas de este traductor al castellano de las obras de Rosseau, Voltaire y Montesquieu, del caudillo político que a punto estuvo de ser guillotinado por Robespierre en el París del Terror, del difusor de las ideas liberales en la España de Fernando VII, del creador de un texto falso de Petronio que trajo de cabeza al mundo académico, del huido de la Inquisición por sus lecturas prohibidas…
El cuadro ‘Asalto al palacio de las Tullerías’, de Jacques Bertaux / PALACIO DE VERSALLES
Sin duda, él fue un tipo extravagante, ceñido a esa condición de hombre en fuga cuyas ideas traspasaron primeramente el papel mismo y después cualquier protocolo, cualquier reglamento, cualquier trampantojo de cuantos adornan el proceloso y líquido ámbito de la política. Comenzó como pensador con ganas de acción, aunque remató de pirómano. “Expulsado de Francia, expulsado de España, todo lo odia excepto el desorden y une a un funesto talento como escritor grandes conocimientos y la mayor audacia”, anotó un atestado policial. Menéndez y Pelayo, que lo rescató al atizarle en su Historia de los heterodoxos, se refirió a él como “un propagandista de la impiedad”.
La Ilustración fue el plancton del que se alimentó Marchena, pero sin aceptar sus tiranías, su pesada digestión. Prefirió moverse por su tiempo con algo de comando autónomo, sin miedo a no alcanzar éxito ni glorias. También poeta, erudito, ensayista, dramaturgo e historiador de la literatura española, fue conocido como Abate Marchena, aunque nada tuvo que ver con la carrera eclesiástica. Se trata de un apelativo con intención sarcástica por sus ataques a la Iglesia y las persecuciones que sufrió por parte del Santo Oficio. De hecho, ahí está la razón de su primer exilio a Francia en 1792: el desagrado de la autoridad eclesiástica con sus opiniones en el periódico El Observador.
Por el rastro que hay en su biografía --ahora reactivada con motivo de los 250 años de su nacimiento-- se sabe que Marchena puso pie al salir en Bayona, donde había un importante grupo de desterrados empeñados en que las ideas revolucionarias llegaran a España. “Vengo de la tierra de la esclavitud, de la tierra del despotismo religioso y civil, donde todos los poderes, aplastando al mismo tiempo a los hombres de bien, hacen gemir a cada instante al español de la desgracia de haber nacido hombre”, proclamó en un discurso que, a los pocos meses, circulaba de forma clandestina por las tierras peninsulares, donde llegaba sobado de mano en mano, oculto entre las ropas y las maletas de doble fondo.
La promulgación de la Constitución de 1812, de Salvador Vinigiera / MUSEO DE LAS CORTES DE CÁDIZ
Sin embargo, Marchena también sufrió los excesos de la Revolución. Enrolado entre los girondinos bajo el patrocinio de Jacques Pierre Brissot, acabó con sus huesos en la celda número trece de la prisión de La Conciergerie con la llegada al poder de Robespierre, el líder de los jacobinos. Según cuenta Menéndez y Pelayo, mientras esperaba turno para la guillotina, inventó la religión del dios Ibrascham, al que dedicó oraciones y salmos en la prisión para desesperación del fraile que lo acompañaba entre rejas. Así estuvo hasta el ajusticiamiento de Robespierre y la caída del régimen del Terror. La dureza de la experiencia lo volvió, al parecer, más templado, aunque volvió a activarse en 1808.
Así, con el ascenso de Napoleón, se convirtió en secretario del general Murat en el séquito del rey José Bonaparte en España durante la Guerra de la Independencia. El retorno a la patria fue, sin embargo, amargo. Simplemente fue tildado de traidor, aunque su labor fue fundamental en la Constitución de 1812. “Marchena, presencia y aspecto de mono, canoso, flaco y enamorado como él mismo; jorobado, cuerpo torcido, nariz aguileña, patituerto, vivaracho de ojos aunque corto de vista, del mal color y peor semblante”, se leía sobre él en un libelo de Córdoba. No es la única descripción cruel del personaje, del que no se conserva un retrato fiel. Estos textos pretendían identificar sus ideas con la monstruosidad.
Con la victoria española y la desbandada de las tropas napoleónicas, el ilustrado español tuvo que salir apresuradamente para iniciar un segundo destierro en una Francia que ahora tampoco conocía convertida en la corte del rey Luis XVIII. En los últimos años de su vida continuó como agitador político del primer liberalismo hasta su definitivo regreso a España con el Trienio Liberal en 1820. Murió en la miseria el 31 de enero de 1821 y su cuerpo acabó en el cementerio extramuros de la puerta de Fuencarral. Días después, el periódico Miscelánea de Comercio, Política y Literatura recogió estas palabras: “Marchena, bajo la lápida que le cubre, pertenece ya a la Historia”.