García Gual, el sabio tranquilo
El helenista mallorquín entra en la Real Academia de la Lengua Española por su labor de divulgación de la cultura griega clásica, germen de una civilización que ha olvidado su origen
5 diciembre, 2017 00:00Los seres humanos padecemos, en mayor o menor medida, una enfermedad genética: la compulsión narrativa. No está diagnosticada por la medicina, sino por la literatura, que es la terapia secreta del alma. Uno nace oyendo historias y se muere contándolas. Entre ambos momentos la vida consiste, sobre todo, en habitar con acierto tu propia narración. Somos los héroes --y los antihéroes-- de nuestra historia particular. El descubrimiento de la ficción suele comenzar con los cuentos y, al menos antes, se afianzaba con el conocimiento de la mitología clásica, universo fascinante donde los personajes tienen doble nombre (griego y latino), igual que los espías, y las fábulas con la apariencia más fantasiosa devenían sin problemas en el patetismo de las historias humanas, demasiado humanas, como dejó escrito Nietzsche.
A divulgar este mundo, confinado en los textos de una extraña lengua muerta que ya no se habla salvo en algunas cátedras --el griego clásico--, ha consagrado sus esfuerzos Carlos García Gual, nuevo miembro electo de la Real Academia Española de la Lengua. García Gual es un tipo afable, un sabio tranquilo, un maestro de filólogos y un escritor con la versatilidad necesaria para convertir lo antiguo en actual. Sus libros son memorables porque enseñan deleitando. Muestran que el ciclo de la vida se repite a lo largo del tiempo sin excesivos cambios. Bajo el mismo sol, debajo de la misma luna. El helenista mallorquín culmina su carrera académica, poblada de premios, ocupando el sillón J de la institución del Retiro, tras ser correspondiente de la Academia de Buenas Letras de Barcelona, haber ejercido como profesor durante cuatro largas décadas en Granada, la Uned y la Complutense, e impulsar la edición de revistas de Literatura General y Comparada. Una trayectoria superlativa cuya mayor herencia es la dirección de la Biblioteca Clásica de Gredos, cuyas ediciones, además de soberbias, son perfectas. Algo que sólo puede hacer un filólogo que ejerza de traductor.
Una eminencia de las humanidades
En el ámbito de las humanidades, García Gual es una eminencia que no lo aparenta. Igual escribe de Diógenes Laercio que sobre la novela histórica; lo mismo le da la vuelta completa a las epopeyas de Homero que resucita a las heroínas olvidadas del Mediterráneo oriental. Ha demostrado que los clásicos son autores editorialmente muy rentables y que todo, hasta el invencible Maquiavelo, viene de atrás; en su caso, de Cicerón. No se puede decir, aunque haya quien le discuta la entrada en la Academia, que este helenista que se define a sí mismo como “un viejo profesor de griego” pierda el tiempo: ha escrito más de treinta libros e infinitos artículos. Su mayor mérito, sin embargo, no es la recurrencia, sino su excepcional capacidad para mostrarnos la antigüedad como el espejo previo del presente.
Así ha descubierto analogías prodigiosas entre lo que escribieron los griegos y las historias que todos los días vivimos, donde también intervienen la astucia --esa condición de Ulises--, la fortaleza --Heracles y sus diez trabajos--, la valentía, cualidad de Perseo ante la Medusa y de Orfeo bajando a los infiernos; y el castigo (Sísifo). Todo lo que somos como especie está en estas historias de dioses carnales y hombres en busca de la inmortalidad, que apenas es el recuerdo de los demás. García Gual sabe que la epopeyas griegas no deben tomarse nunca al pie de la letra, sino en función del espíritu idealista de los hombres que las escribieron. Los griegos no eran dogmáticos, sino terrestres. Sus méritos intelectuales sólo deberían provocar agradecimiento social. Su nueva condición de académico es una forma de recompensar décadas de investigación en humanidades en un momento en el que sólo se le da valor a la tecnología --palabra que procede del griego-- y a la rentabilidad económica.
García Gual sostiene en uno de sus libros que la modernidad tiene sus raíces en la tradición clásica y que no podemos interpretar la realidad que pisamos todos los días sin referencias pretéritas. Nuestro Mediterráneo, es cierto, ya no es el clásico: en lugar de monstruos y sirenas, el mar de los antiguos está ahora lleno de turistas que beben cerveza al sol. Pero lo esencial, que es el alma de quienes lo habitamos, aunque sea de perfil, no ha cambiado en exceso. Turner le publicó hace algunos años un ensayo --La muerte de los héroes-- donde demuestra que hasta los nombres gigantes de los cantos homéricos fallecen de una muerte prosaica, como a trasmano, sin grandeza. Exactamente igual que en estos tiempos extraños. Es quizás el último de nuestros grandes helenistas, esos tipos que se saben a Esquilo de memoria. Fue el primero que tradujo en España a Apolonio de Rodas y a Epicuro, que decía que preocuparse por otra cosa que no sea la felicidad no es inteligente. Una vez le preguntaron si había viajado a Ítaca, la isla de Odiseo. Respondió que recordaba su perfil y se había bañado en sus playas abruptas. No se nos ocurre mejor metáfora de la felicidad que leer su versión de la Odisea debajo de un olivo milenario. Y esperar, tranquilos, el final del cuento.