'Catalanufos' y 'españolets'
Junqueras, en su recital de La Sexta, demostró ser un maestro de la desvergüenza en el mentir, defendió acciones y doctrinas que sabe muy bien son inexistentes o contradictorias. Y todo con la complicidad de Ana Pastor, que en ningún momento le paró para decirle que se estaba comportando como un cínico de libro.
¿Derecho internacional? ¿Derechos Humanos? ¿Unión Europea? ¿Democracia? ¿Ciudadanía? Uno tras otro fue destrozando el contenido básico de estos conceptos ante el asombro de los telespectadores y la pasividad (¿cómplice?) de la presentadora. Y por si fuera poco, su vanidad se elevaba con todo su peso hablando de su más que dudoso currículum académico y de sus estancias en archivos extranjeros. Como ciudadano fue un espectáculo indignante, aunque Roures lo esté celebrando.
Alcanzó el éxtasis de la hipocresía clerical, tan propia de un declarado vaticanista, cuando afirmó que la ley que estaba en vigor en Cataluña era el derecho internacional, y donde no estaba pues se aplicaba el resto de la legislación vigente. Y se quedó tan pancho sánchez, que diría Assange. Su cinismo quedó aún más claro cuando afirmó que "cualquier referencia histórica debe ser siempre superada por la voluntad de futuro". "Somos poco historicistas", pero "es una buena oportunidad para España que las cosas puedan ser distintas en Cataluña, porque creo que es una manera de demostrar que aquello que no nos han dejado hacer en tantas ocasiones se pueda hacer perfectamente". ¿En qué quedamos? Es historicista y no lo es. Es respetuoso y no lo es. Es un falso maestro del principio de no contradicción, es decir, sus argumentos no tienen validez porque se reducen al absurdo. Es un charlatán de feria.
Junqueras es un falso maestro del principio de no contradicción, es decir, sus argumentos no tienen validez porque se reducen al absurdo. Es un charlatán de feria
En ocasiones, la hiperventilación de Junqueras parecía proceder de alguna ingesta. Dopado o no, sus palabras provocaron o reactivaron un frentismo guerracivilista en las redes. No había diálogo sino discusiones en las que se vertían insultos y más insultos. Los calificativos más suaves que encontré fueron el de españolets y el de catalanufos. El catalanufo parece ser aquel ciudadano catalán empreñado por el "España ens roba" y que le molesta hablar o escuchar en castellano. El españolet es aquel colono que no se da por enterado que es un "mal catalán" o que se resiste a someterse a la bien definida cultura catalana con una única lengua motu proprio, al estilo vaticano.
Quizás, en el imprescindible diálogo que Coscubiela apunta que se debe abrir el 2-O, tendrían que ser estos actores los que deberían sentarse. Después del bochonorso espectáculo del Parlament, el problema catalán se debe resolver, en primer lugar, como un asunto interno entre los mismos catalanes. Si se iniciase ese diálogo, el Gobierno central sólo debería comparecer como observador, ni siquiera como árbitro. No deberían asistir cínicos, delincuentes o charlatanes con papelinas para uso propio. Hasta que no se produzca ese encuentro, los catalanufos son responsables de que, ante tanto despropósito, la Fiscalía tenga que actuar para poner al menos un poco de juicio en este enorme desbarajuste político e institucional iniciado y consumado por ellos, y consentido durante décadas por los españolets. Mientras, el resto de españoles sigue siendo sólo público, eso sí, escogido demoscópicamente.
No me extraña que algunos hayan convocado para el 1-O butifarradas populares para depositar sí o sí las servilletas usadas en una caja de cartón habilitada para la ocasión, que será recogida y cuantificada por un servicio voluntario de limpieza. En fin, la realidad plural, legal y democrática ha de superar esta ficción excluyente y liberticida, si no, todos pierden, catalanufos y españolets.