Azaña, un intelectual de acción
El presidente de la II República, figura relevante de la Generación del 14, intentó resolver el retraso español impulsando el desarrollo cultural y modernizando el Estado
20 febrero, 2021 00:10Un día de 1931, en el transcurso de una cena en Barcelona, Manuel Azaña arrojó esta frase con forma de diván de psicoanalista: “Yo soy un escritor perdido en la política”. A su modo, acertó. Porque encarnó como pocos una singular combinación de intelectual y gobernante: ejercitó intensamente en su vida tanto la creación literaria como la actividad pública. Abogado, alto funcionario del Ministerio de Justicia, presidente del Consejo de Ministros y de la Segunda República, escribió novelas, ensayos, discursos e hizo numerosas traducciones, además de redactar y estrenar varias obras teatrales, quizás su género preferido. También estuvo al frente de revistas como La Pluma y España, y dejó testimonio de la actualidad en esa versión parcelada de su biografía que son los diarios, considerados un récord de observación e inteligencia.
A la sombra del poder, Azaña está atornillado a algunos prejuicios aún en circulación. Uno de ellos, alentado desde posiciones monárquicas y conservadoras, sería su odio ciego a las dos instituciones de las que dependía la unidad de España: el ejército y la Iglesia. Otro, cultivado por dirigentes del Partido Radical, lo sitúan como un gestor rígido, dogmático, intransigente; un déspota aferrado al poder que tuvo responsabilidades en el estallido de la Guerra Civil, primero, y en la derrota de las filas republicanas, después. Sobre su producción literaria ha quedado el juicio de Miguel de Unamuno, a quien apartó de la rectoría vitalicia de la Universidad de Salamanca tras sumarse públicamente a la sublevación militar: “Cuidado con Azaña, es un escritor sin lectores y será capaz de hacer una revolución para tenerlos”.
Manuel Azaña, junto a Valle-Inclán, en la tertulia de la Cacharrería en el Ateneo de Madrid / ARCHIVO ADMINISTRACIÓN | FONDO ALFONSO
Al margen de los trazos gruesos, Manuel Azaña (Alcalá de Henares, 1880- Montauban, Francia, 1940) podría resumir el afán de esa España que quiso abrirse al mundo en las primeras décadas del siglo XX y convertirse, de una vez por todas, en un país moderno. Sus palabras estuvieron, probablemente, por encima de sus hechos pero esta circunstancia no debería extrañar en alguien que se entregó a la escritura de sus diarios –lo mejor de su producción, sin duda– en un intento desesperado de contar al porvenir lo que sus contemporáneos no quisieron creer. Explicado por Santos Juliá en una soberbia biografía –Vida y tiempo de Manuel Azaña–, concibió la política como una expresión más de la cultura: “La pasión del arte lleva a crear, y la política no es más que eso; creación, y por ello, tiene la grandeza de todas las artes”, afirmó en el homenaje al escritor Antonio Espina celebrado en Madrid el 16 de noviembre de 1935.
Existen huellas sobradas de esa expedición en Azaña, intelectual y estadista, la muestra que conmemora hasta el próximo 4 de abril en la Biblioteca Nacional de España (BNE) el ochenta aniversario de su fallecimiento. Se exponen allí primeras ediciones de La vida de don Juan Valera, que le valió en 1926 el Premio Nacional de Literatura, o su celebrada novela El jardín de los frailes (1927), comparada en su día con el Retrato del artista adolescente de James Joyce. Al mismo tiempo, la cita se adentra en el político de teorema propio (el idealismo y el compromiso guiaron su actividad pública) que participó activamente en todos los grandes debates de su época –el voto de la mujer, la cuestión religiosa, la reforma agraria y el Estatuto de Cataluña–, hasta el punto de identificarse plenamente a la República con Azaña y a Azaña con la República.
Manuel Azaña, en un acto público en el campo de Mestalla, en Valencia, ante 60.000 personas en 1935
Pero su tragedia está explicada, con puntería, en las palabras que Andrés Trapiello le dedicó con ocasión de la recuperación para el patrimonio público español de los tres dietarios robados al mandatario republicano en 1937: “Azaña fue un hombre que luchó en su vida sólo por dos cosas, la literatura y la política, y en él esas dos causas fueron, en su época, unas causas perdidas”. “Es curioso, sin embargo, que hoy todo el mundo se reclame deudo suyo, después de que lo tuvieran todos, izquierdas y derechas, apartado en un rincón, como a juguete de hojalata lleno de abollones”, avisó el escritor leonés a cuenta de los homenajes dedicados a la figura de Azaña desde posiciones ideológicas dispares, de Enrique Tierno Galván (1980) a José María Aznar (1990), con ocasión –otra vez– de los aniversarios de su nacimiento y su muerte.
Ignorado por mucho tiempo o, peor aún, sólo definido por sus más acérrimos rivales y enemigos –oscuro funcionario, proveniente de los antros marxistas y las logias masónicas, enemigo de la religión y de la patria, cobarde, rencoroso, asesino y jefe de una banda de criminales–, Azaña ha acabado por convertirse en un santo laico de la democracia en España, tan necesitada de referentes tras los cuarenta años de dictadura. Su rehabilitación reviste una indudable importancia atendiendo al hecho previo de su satanización, si bien ese ejercicio ha dificultado la reflexión en torno a las acciones de un político único, singular, también contradictorio, como el tiempo que le tocó vivir. Es revelador cómo, tantos años después, su figura sigue despertando áridos e intensos debates, con hooligans entre las filas de partidarios y detractores.
Caricatura de Manuel Azaña, publicada en Nuevo Mundo en 1932 / ARCHIVO GENERAL DE LA ADMINISTRACIÓN
Parece claro que a Azaña conviene analizarlo como una trayectoria, y no como una imagen fija. Lejos del ruido, fue un escritor de producción estajanovista, un intelectual anudado a su actualidad y un político entregado a la transformación del Estado como instrumento para la modernización de la sociedad española. No fue un oscuro funcionario catapultado al escenario público por el 14 de abril de 1931; más bien, hasta llegar allí, acumuló muchísimas horas de trabajo y una actividad trepidante en unos años en los que pudo ser a la vez secretario del Ateneo de Madrid, funcionario de la Dirección de Registros y Notariado, pensionado en París por la Junta para Ampliación de Estudios y director de las revistas literarias España y La Pluma, donde colaboraron Juan Ramón Jiménez, Valle-Inclán, Unamuno, Machado y algunos de los jóvenes poetas del 27.
Sorprende descubrirlo, en ese torbellino, como uno de los intelectuales españoles que mejor conoció las atrocidades de la Primera Guerra Mundial, que asoló Europa entre 1914 y 1918. Hasta en tres ocasiones visitó el frente –en octubre de 1916 y en septiembre y diciembre de 1917– y, como resultado de aquellas experiencias, afiló su predilección por la causa aliada y tomó partido por romper la neutralidad de España en el conflicto. A su regreso, acompañado de unas placas fotográficas que se trajo de las agencias de prensa que trabajaban para el ejército galo, se dedicó a contar en conferencias la destrucción ocasionada por las nuevas armas y a cimentar un prestigio que le condujo a la cúspide del Ministerio de la Guerra en el primer gobierno de la República.
Azaña, en un cartel de 1937 firmado por Petit Guillén con el lema Izquierda Republicana en vanguardia contra el fascismo internacional / FUNDACIÓN PABLO IGLESIAS
Instalado en el puente de mandos de la nación, Azaña descolló como un político intelectual de nueva horma, de difícil clasificación, distanciado de los planteamientos de los miembros de la Generación del 98 y de los de Ortega, más próximo a él tanto vital como cronológicamente. A los noventayochistas, trágicos exégetas del problema español, les reprochaba una rebeldía sin objetivos políticos, sin planes políticos para reformar el Estado; también su propuesta de caudillos, hombres providenciales, cirujanos de hierro, sin comprender que sólo la democracia asentaba la legitimidad del sistema. Del segundo tomó distancia porque no pensaba en política, sino más bien en principios ético-filosóficos o en programas pedagógicos.
Llegados a este punto, siguiendo las averiguaciones de Santos Juliá, cabría preguntarse si Azaña no relegó la acción política a favor del pensamiento. Porque sus certeros análisis son la base de su convicción y de su atractivo, pero también de su insoportable sentimiento de superioridad, de su convencimiento de que todo lo podía resolver con un discurso. “En su identificación de palabra y acción radicaba su fuerza, pero también su debilidad, pues la palabra que ilumina como un fogonazo una intrincada situación nunca modifica por sí sola la situación misma”, afirma el historiador en Vida y tiempo de Manuel Azaña, donde se percibe el nulo interés del protagonista por organizar un partido y buscar acuerdos con intereses corporativos, que son la esencia de una actividad pública sometida a momentos de alta intensidad como la insurrección de Sanjurjo, los sucesos de Casas Viejas (Cádiz), la revolución de Asturias y la proclamación del Estado catalán por Lluís Companys.
Manuel Azaña y Lola de Rivas, en la portada de la revista Estampa (17 de septiembre de 1932) / BIBLIOTECA NACIONAL DE ESPAÑA
Los últimos momentos de la vida de Azaña, por lo demás, son sobrecogedores. La Guerra Civil, drama personal y colectivo, lo fue en especial para él. Era lo peor que podía imaginar. Todo su esfuerzo por civilizar el sistema político, por crear una nación de hombres libres, se venía abajo. Ante la tragedia sintió horror, asco, tentaciones de dimitir. Pero eso no quiere decir, desvela Santos Juliá, que fuera una Tercera España. Supo siempre muy bien que los culpables de la matanza eran quienes habían urdido y perpetrado el golpe militar. Los siguientes, en orden de culpabilidad, eran las democracias europeas, que habían abandonado al régimen republicano a su suerte pero atribuía también responsabilidad a los leales, por ser incapaces de imponer disciplina e impedir los desmanes de sus grupos más radicalizados.
Todo esto explica su progresivo aislamiento y su definitiva depresión, que le acabó llevando a su shakespeariana agonía de 1940, con su final en una habitación deuna modesta residencia, el Hotel du Midi, en Montauban, al norte de Toulouse, protegido por la bandera mexicana de los agentes de la Gestapo y de los comandos enviados por Serrano Suñer para raptarle y poderle fusilar en España. “La política es la aplicación más amplia, más profunda, más formal y completa de las capacidades de un espíritu, donde juegan más las dotes del ser humano, y donde no juegan sólo cualidades del entendimiento, sino, además, cualidades del carácter”, llegó a decir. Casi al final de sus días, esbozó un epitafio cruel y desesperado: “A lo único que aspiro es a que queden unos cientos de personas en el mundo que den fe de que yo no fui un bandido”.