Jawlensky, el pintor de los múltiples rostros
Una gran exposición recoge la idea de Jawlensky, para quien el arte tenía que estar pintado con un sentido religioso que sólo lo podía transmitir el rostro humano
21 febrero, 2021 00:00Bodegones, paisaje y rostros, muchos rostros le esperan al espectador en Jawlensky. El paisaje del rostro, la exposición que se podrá visitar, hasta el próximo 9 de mayo de 2021, en las salas de la Fundación Mapfre de Madrid.
Nacido en 1864 en la ciudad rusa de Torzhok, Alexéi von Jawlensky vivió sus primeros años viajando por todo el Imperio junto a su familia a causa de los continuos cambios de destino de su padre, un coronel del ejercito ruso.
Aunque todo parecía indicar que seguiría los pasos profesionales de su progenitor, la visita a la Exposición Universal de Moscú de 1880, con tan solo 16 años, supuso una suerte de revelación que marcaría su futuro. “Era la primera vez en mi vida que veía cuadros y fui tocado por la gracia, como el apóstol Pablo en el momento de su conversión. Mi vida se vio por ello enteramente transformada. Desde ese día, el arte ha sido mi única pasión, mi sanctasanctórum, y me he dedicado a él en cuerpo y alma”, rememoraba el artista en sus memorias.
París y Munich, el color y las formas
Sus viajes a París en 1905 y posteriormente en 1907 le permitieron conocer en profundidad la obra de Van Gogh, Matisse, Cézanne o Paul Gauguin, todos ellos fueron determinantes para él, especialmente en lo concerniente al uso del color como herramienta fundamental en la compleja evolución del arte durante las últimas décadas del siglo XIX.
Pero si hubo una ciudad que marcó su trayectoria vital y artística fue Múnich a la llegó en 1896 y donde desarrollaría gran parte de su creación. Allí entró en contacto con la élite vanguardista entre los que se encontraba Wassily Kandinsky con el que entabló una gran amistad. Junto a él contribuyó a la formación del expresionismo alemán siendo uno de los fundadores de la Nueva Asociación de Artistas de Múnich. Fueron años de experimentación y al igual que sus colegas de Múnich tanto el uso simbólico del color, asociado al misticismo y la filosofía, como la simplificación de las formas en busca de lo esencial resultarán decisivas a lo largo de toda su carrera.
Comisariada por Itzhak Goldberg, la muestra reúne más de un centenar de pinturas procedentes de coleccionistas privados además de prestigiosas instituciones internacionales. La mayoría pertenecen al propio Jawlensky pero también se exhiben piezas de otros artistas con los que compartió inquietudes o que de algún modo influyeron en su producción. Veremos así lienzos firmadas por Henri Matisse, André Derain, Maurice de Vlaminck, Marianne von Werefkin, Gabriele Münter o Sonia Delaunay. Paisaje del rostro abarca cronológicamente toda la trayectoria del prolífico artista, desde el inicio de su carrera en Múnich, pasando por la transformación que experimentó su obra mientras vivió en Suiza, hasta sus últimos años en la ciudad alemana de Wiesbaden.
En busca de un lenguaje propio
El hecho de que las cabezas y los rostros ocupen un lugar prioritario en su iconografía ha deslucido, en cierta medida, la importancia de las naturalezas muertas en su evolución artística. Él mismo reflexiona sobre esta cuestión en sus memorias dictadas cuatro años antes de su muerte: “Así trabajé durante muchos años, buscando, tratando de encontrar mi propio lenguaje. Por aquel entonces, la mayoría de las veces pintaba naturalezas muertas”.
De estos primeros bodegones, de herencia claramente neoimpresionista, pasó a experimentar con las técnicas empleadas por las corrientes imperantes que, según explica Goldberg, “cuestionaban los modos de representación tradicionales, la forma el espacio o el color”.
A partir de 1903, el color invade sus cuadros y en 1909 los trazos de sus lienzos se vuelven más seguros mientras que la fuerza del color se torna casi demoledora. Una tendencia que desarrollará hasta las últimas consecuencias en su búsqueda formal y cromática.
El sentido místico del rostro
Hacia 1908 los retratos de Jawlensky se despersonalizan gradualmente. Aunque aún se intuyen la edad o el sexo de los retratados, los títulos casi nunca se refieren a personas identificables. Comienza así una etapa en la que las cabezas y los rostros serán su único tema pictórico.
“Si los demás pintores tienden a eliminar la presencia humana a medida que se alejan de la figuración, él le otorga una lugar cada vez más importante y durante una larga etapa de su producción la convierte en su único tema” concluye el comisario.
Las llamadas “cabezas de preguerra” suponen el inicio de su futura técnica serial. Se trata de una colección de bustos de factura similar. Colores intensos trazan rostros de ojos abiertos, muy perfilados. Será a partir de 1913 cuando la paleta gira hacia los ocres y marrones. Los rasgos se afilan y los ojos y la nariz se tornan angulosos. A esta época corresponde una bella serie de pinturas de mujeres españolas, seguramente inspirado por los espectáculos que los ballets rusos dedicaron a la temática española, ya que el pintor jamás visitó nuestro país.
Máxima espiritualidad
En agosto de 1914, tras el estallido de la Gran Guerra y debido a su condición de ciudadano ruso, se ve obligado a abandonar Múnich instalándose junto a su familia en el pueblo suizo de Saint-Prex. Este destierro forzoso supondrá un cambio temático en su obra. El paisaje sustituye al rostro como motivo pictórico. La sección Variaciones recoge algunas de estas numerosas piezas de pequeño formato que reproducen los paisajes de su entorno y que según James Demetrion, especialista en Jawlenky, son una “serie de estructura relativamente fija donde lo único que cambia es el cromatismo”.
Hacia 1917 las cabezas recuperan de nuevo el protagonismo. Cabezas místicas, Cabezas geométricas y Cabezas abstractas representan la necesidad de recobrar el motivo que realmente le interesó toda su vida, la cara. Los óvalos faciales adquieren progresivamente un aspecto más geométrico. Líneas verticales y horizontales esbozan las facciones. Los rostros se convierten prácticamente en iconos dotados de una elevada carga simbólica.
Ya al final de su vida, afectado por una terrible artrosis que le impide prácticamente trabajar, sus cuadros se vuelven aún más espirituales. Las formas se reducen al mínimo en contraste con el color que mantienen una gran fuerza expresiva.
En 1938 señaló: “Durante años pinté estas Variaciones y luego necesité encontrar una forma para el rostro, puesto que había comprendido que el gran arte tenía que estar pintado únicamente con un sentido religioso. Y eso lo podía transmitir solo el rostro humano”.