La 'ikurriña', bandera del País Vasco

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Democracias

Jon Juaristi y el doble bucle melancólico

Taurus devuelve a las librerías, dos décadas después de su primera edición, una nueva versión de 'El bucle melancólico', el ensayo capital en el que el autor desentraña el nacionalismo vasco

23 mayo, 2022 21:15

“Para eso ha servido, en primer lugar, la resistencia pacífica o armada del nacionalismo contra la España tardofranquista, posfranquista y democrática: para una limpieza étnica disfrazada de purga ideológica, porque el nacionalismo ha conseguido crear una etnia política que funciona como un demos”. Jon Juaristi resume así la catástrofe moral originada por la mitología nacionalista en el nuevo prólogo a la reedición de El bucle melancólico (Taurus, 2022), el ensayo que publicó en el año 2000,  tras la conmoción por el asesinato de Miguel Ángel Blanco, el concejal del PP en Ermua.

El bucle melancólico fue especialmente importante para aquellos que nacimos con la democracia y que alcanzamos la edad de conciencia en la década de 1980, cuando los llamados nacionalismos periféricos gozaban aún de un prestigio incontestado entre la ciudadanía y las élites. Era la época en que Pujol era elegido español del año por el diario Abc y ETA conservaba entre buena parte de la izquierda un aura de resistencia legendaria contra el franquismo y lo que muchos consideraban su perpetuación en la monarquía parlamentaria. Hoy en día, cuando el movimiento abertzale se ha subido incluso al carro del feminismo y el ecologismo, como si nunca hubiera sido lo que es, el aparato político de una estrategia de exterminio racial, cuesta creer que hubo un tiempo en que nos despertábamos a menudo con la noticia rutinaria de un atentado.

Muchos recordamos aún el escalofrío de aquella mañana de noviembre del 2000 en que nos enteramos –entonces en el kiosko de periódicos– del asesinato de Ernest Lluch. Ya está en marcha la operación para que a los más jóvenes les parezca mentira que en España convivíamos con una banda terrorista a la que partidos como ERC, con el olvidado Josep Lluís Carod Rovira a la cabeza, pedían, en público y en privado, que siguiera matando si les apetecía, pero que lo hicieran fuera de Cataluña, porque ellos ya se encargaban en casa de velar por la pureza de la otra raza.

El escritor y poeta Jon Juaristi (2019)

El escritor y poeta Jon Juaristi (2019)

Para nuestra generación, el nacionalismo democrático de Jordi Pujol y Xabier Arzalluz era depositario de una especie de dignidad republicana que elogiaban todos nuestros mayores. Su esencialismo reaccionario era, en virtud de un consenso ideológico consagrado en la Transición, más digno y auténtico que todo el esfuerzo legislativo que se había hecho en la Constitución para tratar de superar los límites de la comunidad de sangre que había representado el franquismo. Daba igual que una gran mayoría de alcaldes de la dictadura hubieran pasado a serlo de Convergència sin solución de continuidad o que el PNV mantuviera una actitud calculadamente ambigua con respecto a los asesinatos de ETA, que se habían llegado a asumir como sacrificios casi inevitables en la construcción artificial del conflicto que hoy rentabiliza Bildu.

La lógica del nacionalismo estaba integrada en nuestro sistema y alzar la voz contra ella constituía un pecado de lesa democracia. La inevitabilidad del discurso nacionalista era algo asumido por todos los partidos. De ahí la natural obsecuencia de Pedro Sánchez, que simplemente ha dado un paso más. Por eso El bucle melancólico abrió un espacio de debate que hasta entonces parecía vetado, poniendo en tela de juicio todas las verdades sacralizadas por la propaganda nacionalista desde finales del siglo XIX y durante todo el XX, con un rigor comparable al que había demostrado en Cataluña Joan Lluís Marfany, cuyo último libro, por cierto, Nacionalisme espanyol i catalanitat. Cap a una revisió de la Renaixença (2017), que demuestra cómo la burguesía catalana participó en la invención del nacionalismo español mientras contribuía a la degradación del catalán, apenas ha tenido eco en la pobra, bruta, trista i dissortada pàtria, que ya ha cancelado cualquier posibilidad de debate sobre su historia.

Nacionalisme espanyol i catalanitat. Cap a una revisió de la Renaixença (2017

Jon Juaristi, además, hablaba con un conocimiento de causa que ningún capitoste del nacionalismo vasco podía igualar. Militante de ETA en su juventud y euskaldún, su propia familia había participado del movimiento romántico en que se empezó a incubar el huevo de la serpiente. Muy pocos conocen como él, por tanto, los entresijos de ese magma de mitos, leyendas, mentiras, manipulaciones y dogmas con que el País Vasco –empezando por su denominación– ha construido su espuria tradición nacional. Dueño de un estilo vigoroso, de una erudición vasta pero ordenada y de un sentido del humor constante y sutil, como en sordina, Juaristi saca a la luz la historia oculta de su país. Las trayectorias paralelas y divergentes de Sabino Arana y de Miguel de Unamuno, que durante mucho tiempo constituyeron las dos únicas formas de ser vasco, le sirven de punto de partida y de estructura medular para trazar un recorrido poliédrico que abarca toda la gestación del mito de Euskadi.

Son impagables las anécdotas y las teorías tanto de Sabino Arana como de su hermano Luis –el Padre de la Idea–, hasta el punto de que resulta embarazoso recordar que aún hoy en día esas figuras grotescas, como de comedia de Lubitsch, son los dioses lares del PNV. Para muestra este botón:

“Curioso personaje este Luis: tres años mayor y mejor estudiante que Sabino, ofrece a su hermano la fórmula básica del nacionalismo y se apantalla acto seguido tras él, asumiendo el papel de segundón. En Barcelona, donde cursa los estudios de arquitectura, Luis se enreda con la cocinera de la casa, Josefa Egüés Hernández, natural de Huesca. Antes de casarse con ella, le hace cambiar sus apellidos por Eguaraz Hernandorena. La pareja residirá en Barcelona hasta que Luis termine sus estudios. Allí nace el primero de sus hijos, Luis Arana Eguaraz, de pura sangre vasca, lógicamente”.

Retrato de Sabino Arana, fundador del PNV

Retrato de Sabino Arana, fundador del PNV

El propio Sabino intentaría cambiar su nombre por Sabin, que sonaba más aborigen, y el de su mujer, que se llamaba Nicolasa, por el más sofisticado y puro de Nikole, práctica aún corriente entre los batasunos. Resulta aleccionador constatar cómo la estupidez nacionalista trabaja siempre con el mismo ahínco y las mismas estrategias. El capítulo titulado 'Neolenguas' abunda en ejemplos jugosos de cómo se intentó transformar el euskera al servicio de una idea étnica. Por una parte, Unamuno, partidario de enterrar la vieja lengua para unirse a la construcción de la nación española republicana y postimperial, propugnaba utilizar lo vasco como sustrato arqueológico de una modernidad hispánica común.

Del otro lado, Sabino Arana era partidario de una restauración del euskera mediante una purificación léxica y un perfeccionamiento gramatical. Para empezar, había que eliminar del diccionario todas las voces que se parecieran al bárbaro español y luego generar neologismos sustitutivos. Así nos enteramos de que palabras que pertenecen al léxico sagrado del nacionalismo son en realidad de cuño nuevo, por ejemplo abertzale, lehendakari, ertzantza o ikastola. Sobre el término Euzkadi comenta Juaristi: “Desde un punto de vista etimológico, Euzkadi es un dislate: consta de una absurda raíz, euzko, extraída de euskera, euskal, etc., a la que Arana hace significar vasco, y del sufijo colectivizadorti /-di, usado sólo para vegetales. Euzkadi se traduciría literalmente por algo parecido a bosque de euzkos, cualquier cosa que ello sea”.

Bandera de la organización ilegal vasca Herri Batasuna

Bandera de la organización ilegal vasca Herri Batasuna

Aunque parezca absurdo, la misma política de ultracorrecciones se ha aplicado al catalán, una lengua tan hermana del castellano que a veces parece la misma. Pero el nacionalismo pujolista, a través de la televisión autonómica, esa fuente de concordia, impuso una normativa de purificación léxica destinada a eliminar del uso común todo vocablo sospechoso de españolidad, por  muy correcto y vernáculo que fuera. Como decía Salvador Espriu, ya escandalizado por esas prácticas: “¿Sabe cómo se dice cerilla en catalán? Cerilla, ni més ni menys”. Lo mismo podría decirse del artículo neutro, tan útil y tan vivo en el habla común, por ejemplo en Mallorca, pero desterrado de la oficialidad por su condición heterodoxa. Y todo ello impulsado por unas élites que se reivindican herederas de un movimiento –la Renaixença– que, como ha explicado Marfany, fueron las primeras en supeditar el catalán al castellano.

La categoría humana de los teóricos y soldados del nacionalismo vasco, desde los Arana hasta Federico Krutwig o Javier Echevarrieta Ortiz, el primer etarra en cometer un asesinato, el del guardia civil gallego José Pardiñes, es otra de las revelaciones del libro, a menudo escalofriante. El poso de xenofobia, racismo, odio y brutalidad que se fue sedimentando a lo largo del tiempo, con sus falsos reflejos en la mitología irlandesa, aún tan presente en el imaginario abertzale, constituye un relato magistral, perfectamente hilado, en sí mismo un documento imprescindible para cualquier ciudadano que se atreva a pensar sobre la historia de España. En ese sentido, merece la pena detenerse en una reflexión que Juaristi hace en el prólogo a esta nueva edición: “El error principal de los no nacionalistas, de los vascos y de los españoles en general ha sido tomar al nacionalismo vasco por un movimiento anticonstitucional. Nunca lo ha sido: su objetivo era invertir los términos de la ley de 1839; esto es, someter la Constitución española a los fueros vascos. El nacionalismo vasco transigirá con la España constitucional siempre que esta admita la excepcionalidad foral de Euskal Herria. Es innegable que ya lo ha conseguido”.

La edición de Taurus de 'El bucle melancólico'

La edición de Taurus de 'El bucle melancólico'

La ley de 1839 fue la que sometió los fueros vascongados y navarros a la Constitución española de 1837, heredera de la de 1812, metáfora a su vez de una patria siempre perdida. La plena reintegración foral supuso por tanto una vuelta al Antiguo Régimen. Y aquí tenemos una de las constantes taras que arrastra España como nación moderna. Surgida de las ruinas de un imperio, España no se constituyó nacionalmente hasta la guerra napoleónica. Y para entonces lo hizo tarde y mal, entre otras cosas por culpa de los desmanes del rey felón. Pero lo interesante es constatar cómo los nacionalismos periféricos –y el propio nacionalismo español abanderado hoy por Vox– son, desde entonces, algo así como los ectoplasmas de una nación siempre pendiente de construir. Perdido el interés común y exterior que suponía el imperio y descuidada la transformación política y social que se tendría que haber llevado a cabo a principios del XIX, España lleva a sus espaldas el cadáver del Antiguo Régimen en forma de la excepción foral.

Durante el debate constitucional de 1931, ya Ortega, con una gran clarividencia, le advirtió a Azaña que la concesión a Cataluña de un régimen especial haría imposible la plena vertebración moderna de la nación, que debía aspirar a superar los límites de la comunidad de sangre. Y la Constitución de 1978, al dejar abierta la espita competencial en el artículo 150, estaba de hecho condenando al país a un eterno proceso constituyente. Con esa lógica perversa, es uróboros legal que consagra lo que al mismo tiempo destruye, el vacío común ideal de la democracia no deja de llenarse, una y otra vez, con ese contenido natural que el concepto de lo civil aspiró a diluir en la modernidad y que en España, por el contrario, conoció durante décadas una especie de siniestra parusía en forma de las víctimas de ETA. Así las cosas, cabría preguntarse si, de acuerdo con la definición del melancólico que da Juaristi (“el melancólico no pierde: adelanta la pérdida que aún no se ha producido para poder ganar, para conservar el objeto que no puede poseer”), no estamos todos condenados a vivir en el mismo bucle.