'Homenot' Joseph Alois Schumpeter / FARRUQO

'Homenot' Joseph Alois Schumpeter / FARRUQO

Democracias

Schumpeter, el escolástico del capitalismo

El pensador austriaco, creador del concepto ‘destrucción creativa’, abordó la economía desde la complejidad intelectual de la filosofía y definió la innovación como el motor del capitalismo

23 abril, 2022 21:50

Las leyes del desarrollo humano condujeron al economista Joseph Alois Schumpeter a la matemática del pensamiento contemplada con apasionada nostalgia. Lo hizo al hilo de Hermann Broch, uno de los casi olvidados y grandes novelistas vieneses del pasado siglo, quien echó mano de la ficción para bucear en los arquetipos del comportamiento social. En su novela La trilogía de los sonámbulos, Broch creó a Pasenow, el romántico que se refugia en la nostalgia; a Esch, un anarquista que se entrega a la rebelión, y a Huguenau, el hombre pragmático que representa el triunfo de los nuevos valores.

A partir de Broch, Schumpeter descorrió el velo que esconden las leyes de la economía en cada uno de los tres casos. Fundió a los dos primeros en un fuego abrasador y dejó para el tercero la conquista del futuro, elaborando así el paradigma que resume su celebrada y archiconocida destrucción creativa. Fundamentó su apotegma en el análisis de la conducta, antes de atribuirla a las innovaciones que transforman los modelos de negocio en los diferentes sectores industriales.

Joseph Alois Schumpeter

Joseph Alois Schumpeter

Utilizó la filosofía como pórtico de la economía, una ciencia inaprehensible cuyo contraste está exigido por el teorema. Antes de sumergirse en la estadística y la econometría, descubrió que las armas afiladas de la Escuela Austríaca –Hayek, Von Mises, Higgs o Carl Menger, entre otros– eran las del puro pensamiento, que acabó concentrando en su propia obra magna: La historia del análisis económico. A su muerte, el 8 de enero de 1950, en Taconic, Massachusets (EEUU), Schumpeter dejó el libro inacabado y el texto fue revisado y publicado en Harvard por el Premio Nobel, Wassily Leontief.

Danubio

Nacido en Moravia, junto a Praga, la capital de la antigua Checoslovaquia y parte del Imperio austrohúngaro, Schumpeter estudió Derecho y Ciencias Sociales en la Universidad de Viena, donde fue alumno de Menger y Böhm-Bawerk. Tras la Primera Guerra Mundial fue ministro de Economía del gobierno socialdemócrata austriaco y director del Banco Biedermann, y en ambos desempeños fracasó desde la sabiduría; había aprendido de la civilización austriaca la discreta sonrisa que enmascara cualquier certidumbre. Animaba al emprendimiento temerario de los elegidos y pensaba, como Hugo von Hofmannsthal –dueño y señor del arrobamiento barroco del alma– que la razón es necesaria, pero no suficiente. En los años treinta se instaló definitivamente en América, donde dedicó el resto de su vida a la docencia en Harvard.

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Su ficha quedaría incompleta si no hablamos de lo no publicado y concentrado en su proyecto de novela, bajo el título Naves en la niebla. Precisamente de ella se encargó posteriormente Claudio Magris en su conocido ensayo, El Danubio, después de revisar las notas del economista, que nunca llegaron a las galeradas. En el borrador de esta novela, el protagonista non nato de Schumpeter es un joven emprendedor hijo de un triestino, nacionalidad indefinible, dispuesto a conquistar Nueva York, pero no por su riqueza, sino atraído por la complejidad intelectual de la economía.

Este alter ego de su creador es un personaje absbúrgico, huérfano de imperio, cuya búsqueda de referentes encaja con el tronco de la microeconomía vienesa. Pero, sobre todo, resulta concordante con la obra inmortal del gran Joseph Roth y se hace imprescindible en el razonamiento de Wittgenstein; Schumpeter sabe que, también en la economía, “el lenguaje engendra supersticiones”. Con el auxilio de sus referentes – William Petty, Cantillon, Smith, Walras– entendió que el pensamiento había pasado “de los vuelos místicos de la trinchera a la sobriedad del campamento”, siguiendo el argumento del filósofo del lenguaje, en enero de 1917, a su regreso al frente ruso como oficial de artillería.

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El economista y el filósofo –unidos a la legión de intelectuales vieneses que tomaban la alternativa a la Europa que hablaba francés– habían dejado de ser francotiradores; cada uno por su lado se comprometían a buscar un corpus de doctrina que iluminaría el futuro. La Gran Guerra había enriquecido a la familia del joven filósofo que heredó una considerable fortuna; pero Wittgenstein renunció a ella, se convirtió en el benefactor del vanguardista Georg Tralk y del poeta Rilke. Schumpeter, por su parte, pensó siempre desde su media sonrisa sardónica, que desacatar la voluntad de un padre rico era una forma consentida de deseconomía, como “gastar demasiada agua, cuando esta no era un bien escaso”.

Mont Pélerin vs Econometric Society

Tras años de conocerse abiertamente los papeles de Schumpeter, la ciencia económica entró en uno de sus principales cismas. Al encontrar en lo público la palanca para mejorar la eficiencia y la justicia social, Schumpeter le proporcionó gasolina a su contraparte, Friederich von Hayek. El líder de la Escuela austriaca fundó la Sociedad Mont Pélerin en 1947, en el Hotel du Parc en la homónima localidad alpina (Suiza) para discutir el destino del liberalismo, frente a las ideologías relativistas. Hayek, autor del descollante Camino de servidumbre, quiso llamar al grupo Sociedad Mont Pelerín  Acton-Tocqueville. Admiraba al autor de La democracia americana y recordaba que John Stuard Mill había calificado a Tocqueville como el “Montesquieu del siglo XIX”.

Hayek

Mont Pélerin fue la otra cara de la Economatric Society fundada por Schumpeter, Hotelling y especialmente por Irving Fisher, director de la publicación del grupo y Nobel de Economía en 1969, junto a Jean Tinbergen. No hace falta añadir que el entonces profesor de Harvard cumplía asi el sueño de unir el pensamiento a la belleza exacta del análisis matemático. Así se hizo patente Schumpeter con la publicación del celebradísimo artículo: The Common sense of Econometrics.

Para Schumpeter, la innovación constituye el núcleo del capitalismo y requiere cierto grado de poder monopolístico. Si la competencia fuese perfecta, les dice a los padres de la microeconomía encabezados por Hayek, “los innovadores no tendrían manera de sacar rendimiento a sus ideas y, sin innovación, las economías se estancarían”. Lo cierto es que la figura del empresario schumpeteriano, aquel que calcula adecuadamente los costes, los precios y sus márgenes, dejaría de existir en un mercado plano.

La Escuela de Salamanca

Viena fue un enclave histórico irrepetible; recibió el influjo de la Economía Clásica –Ricardo, Marx, Torrens–, pero además, al concretar el comportamiento de los agentes económicos a través del justiprecio, heredó el pensamiento lejano de los escolásticos tardíos de la Escuela de Salamanca, que, en el siglo XVI, anticiparon la teoría del valor de los marginalistas austríacos del final del XIX. La corriente salmantina fue creada por el teólogo Francisco de Vitoria, seguida por el dominico Martin de Azpilicueta y por otros, como Luis de Molina o Diego de Covarrubias. Y Schumpeter supo olvidarse de que aquellos prelados no eran economistas modernos; se interesó por el fondo intelectual de sus disquisiciones, tal como lo explica la inolvidable Marjorie Grice-Hutchison, británica establecida en Málaga, degree honour de la London School con una tesis doctoral dirigida por Friedrich von Hayek y autora de La Escuela de Salamanca; una interpretación de la teoría monetaria.

Alumnos en la Universidad de Salamanca (1614) / MARTÍN DE CERVERA

Alumnos en la Universidad de Salamanca (1614) / MARTÍN DE CERVERA

El profesor Fabián Estapé, introductor y traductor de Schumpeter en España, compartió con la Hutchison un deporte secreto: leer cada día un ratito la Historia del análisis económico, un ejercicio intelectual benéfico para el cuerpo, la mente y hasta para la lívido de los corazones sin coraza: “¿Quién no ha disfrutado leyendo, por ejemplo, el Kondratieff burgués?”, se pregunta Estapé en su libro Mis economistas y su trastienda. Es la referencia al soviético y estalinista Ostrovitianov, quien señaló al padre de los ciclos económicos al decir que la econometría era “la escuela archiburguesa de la estadística matemática”. Poco después, Kondratief, ex ministro de Kerenski, fue deportado a Siberia, donde murió.

Schumpeter se las ingenió para observar la economía con perspectiva histórica. Se percató de que, “a pesar de las pérdidas que tenían lugar durante los ciclos bajos, el capitalismo había conducido a un enorme aumento en el nivel de vida”. Mantuvo incluso una opinión optimista acerca de la erradicación de la pobreza. Sin embargo, a pesar de los éxitos a largo plazo, no se mostraba optimista con relación a la batalla ideológica en el seno de una sociedad poco cohesionada. Su libro, Capitalismo, socialismo y democracia –del que se cumplen ahora 75 años de su publicación– puede entenderse como la aportación a la contienda intelectual que se advertía en el horizonte, aminorada por Keynes en su Teoría del equilibrio general y en papeles como Las consecuencias económicas de la paz. Lejos de confrontar modelos, Keynes da por hecho que la retribución de los recursos en el mercado puede mejorar por medio de políticas fiscales y monetarias adecuadas.

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La quiebra de Lehman Brothers

En diciembre de 2007, la quiebra de Lehman Brothers significó la caída del único Dios verdadero: el mercado. El prestigioso Paul Samuelson, el último de los grandes economistas de la pasada centuria, sentenció a modo de testamento: “Esta debacle es para el capitalismo lo que la caída de la URSS fue para el comunismo”. Pero el sistema no se cayó y ni siquiera se cayó el neoliberalismo desregulado, motor de la liquidez sintética, que había provocado aquella debacle. La economía dejó de ser una ciencia prescriptiva, pero su objeto –la formación de precios, el ahorro, la inversión, el empleo el valor– sigue vivo en un mar de dificultades dispuestas a ser superadas para mejorar la vida de los pueblos.

Al cabo de los años, al levantar el vuelo por enésima vez, hemos desplazado para siempre la idea luctuosa de la ciencia lúgubre anunciada por Carlyle y avanzada por Thomas Maltus, como una aritmética macabra de los alimentos y los ciclos demográficos. Nadie pudo prever que la peste y el cólera que asolaron Londres en los años de Dickens –producto de los restos de animales– iban a ser solucionadas cuando el motor de explosión apartara de la circulación a caballos y carruajes. El cambio manda y pese a las desigualdades que atormentaron a Schumpeter, el sistema permanece; vive entre una violencia tolerada y otra utilizada como coartada para ocultar la primera.

Lector empedernido, elegante y caballero manirroto con el sueldo insuficiente de profesor, Schumpeter hurgó en el pensamiento puro. No se limitó exponer el papel de los agentes económicos, sino que indagó su genealogía. Partiendo de que su ciencia estudiaba el interés de los individuos a las empresas, trató de establecer un origen y aquel final, “que apenas deja una huella en la arena, que borra la subida de la marea” (Foucault). Se preguntó a través de qué marcos de conocimiento sueñan y sufren las sociedades, y cruzó esta reflexión con las aportaciones más encumbradas: estableció una ontología.

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Descartó con ironía vienesa la suficiencia del arte de la política; descendió con la mente hasta la ribera oriental del Egeo, a caballo entre Europa y Asia. Encontró la luz de Heráclito, el rayo de Efeso, que doscientos años antes de Platón, había tratado de conciliar la diversidad del mundo. Exploró una identidad común a todos y trasladó este intento al homo economicus de Adam Smith. Buscaba el sustrato de la conducta humana, algo capaz de conferir forma compartida a la particularidad infinita del ser. Su sugestiva Síntesis de la ciencia económica y sus métodos testimonia estos desvelos. Siguió la herencia moral del autor de La riqueza de las naciones, escocés que inventó la ciencia económica en Glasgow, que enseñó estilo literario al mismísimo James Boswell y que en el XVIII iluminó a la Europa prerrevolucionaria de Voltaire. Cuando abandonó Austria por EEUU, Schumpeter había dejado de creer en las naciones, como alternativa del imperio. Cruzó el océano convencido de que Jefferson y Smith habían creado con sus obras la complementariedad del atlantismo, tantas veces discutida.

Keynes y el antisemitismo

Schumpeter tuvo contrincantes autorizados como Hayek y paralelos difíciles, como Keynes, con quien mantuvo una relación marcada por las dudas y las envidias, y también por la inquebrantable visión del vienés en contra del antisemitismo, que respiraba Harvard. Cuando Schumpeter lo denunció, chocó con la indiferencia aparente mostrada, al otro lado del Atlántico, en el campus británico de Cambridge, donde Keynes, tras su viaje a Berlín, había expresado su pena por “el pobre pueblo prusiano sojuzgado por los judíos impuros que poseen todo el dinero, el poder y la inteligencia”, escribe Julia Boyd en Viajeros en el Tercer Reich, libro del año 2017 en The Guardian y premio History Book Price de Los Ángeles Times.

Aunque el texto recoge testimonios contrastados de visitantes en la Alemania nazi, entre 1933 y 1939, seamos indulgentes en auxilio del admirado John Maynard, miembro de aquel virtuoso Círculo de Bloomsbury –junto a Virginia Woolf, E. M. Forster, Quentin Bell o el gran biógrafo Lytton Strachey, entre otros– ya que la metedura de pata antisemita no le impidió, años más tarde, prestar ayuda a los judíos que huyeron de Hitler.

Keynes

Sea como sea, en la lista norteamericana de Harvard nunca entraron Paul Samuelson, Stolper, Mannheim o Altschul; y en un momento determinado, Schumpeter amenazó al rectorado de la prestigiosa universidad con trasladarse a Yale, si no permitía la contratación de profesorado de origen judío. Estaba listo; iba ya ligero de equipaje; se sentía políglota y desterritorializado, porque “tener una tradición no es nada; para vivirla es preciso buscarla”, en palabras de Cesare Pavese, un agudísimo desplazado interior. Más adelante, otro gran economista citado, Wolfgang Stolper, cerró la discusión con una nota de impiedad austrohúngara, cuando le confesó, muchos años después, a Fabián Estapé, que aquel había sido uno de “los faroles más utilizados por Schumpeter para conseguir sus propósitos”.

Entre las dos grandes guerras del siglo pasado tuvo lugar el relanzamiento de la economía como ciencia y su parentesco indisoluble con la política económica de los gobiernos y las instituciones internacionales. Frente a los catastrofistas que no llegaron a intuir los saltos tecnológicos que se avecinaban, Schumpeter adivinó el permanente terremoto de una nueva civilización en ciernes. Su destrucción creativa fue el anuncio de la etapa del cambio entendido como causalidad del propio cambio.