Mel Brooks, ¡reíd, reíd malditos!
La trayectoria del veterano comediante norteamericano, que acaba de publicar la autobiografía ‘All About Me’ y es objeto de homenaje en una serie de Larry David, definió el sentido del humor judío
22 abril, 2022 23:00La cuarta temporada de Curb Your Enthusiasm de Larry David, una de las series pioneras en la exploración del humor incómodo e incorrecto en tiempos de creciente corrección política, es un homenaje a Mel Brooks. La premisa de esa temporada de 2004 es que el protagonista es seleccionado por el propio Brooks para encabezar el relevo de actores de Los productores en Broadway … con la secreta intención de abocar la obra al fracaso. El guiño es ingenioso: el veterano cómico, que lleva toda la vida tirando del persistente éxito de su primera película y su posterior reciclaje teatral, quiere hundir la obra, harto de ella. El ardid se desvela en el episodio final, en el que él y su mujer, Anne Bancroft –en la que fue, por cierto, su última aparición en pantalla; moriría un año después– celebran prematuramente con unas copas el fiasco …, pero, para su sorpresa, Larry David acaba triunfando con su desastrosa actuación…, tal como sucede en Los productores con el delirante musical Springtime for Hitler.
Si menciono la serie de Larry David (todavía en activo, acaba de estrenarse la onceava temporada en HBO) es porque Los productores fue una avanzadilla de este tipo de humor. Nada menos que un cómico judío rueda una película en la que se monta un musical que glorifica a Hitler escrito por un dramaturgo nazi que se pasea por el mundo con un casco militar cubierto de cagadas de paloma. Como era de esperar, un montón de asociaciones judías y variopintos bienpensantes inundaron a Brooks de ofendidas cartas de protesta y él respondió con aplastante inteligencia: el modo más efectivo de desactivar la figura de Hitler era reducirlo a un chiste (ya lo entendieron así en tiempo real Chaplin con El gran dictador y Lubitsch con Ser o no ser, rodadas ambas en plena guerra con el humor como arma).
Tras su glorioso debut en el cine con Los productores, Brooks inició una década prodigiosa –la que va desde mediados de los sesenta a mediados de los setenta del siglo pasado– en la que siguió tomando decisiones osadas e hizo aportaciones fundamentales el humor contemporáneo. Ese periodo lo convierte en uno de los grandes nombres del humor judío neoyorquino, un selecto club que va de los Hermanos Marx hasta Jerry Seinfeld, pasando por, Sid Caesar, Zero Mostel, Neil Simon y Woody Allen. Si hablamos ahora de Mel Brooks es porque acaba de aparecer en inglés –no hay de momento traducción española– All about Me!, una autobiografía con escasas intimidades (por ejemplo, su primera mujer, con la que convivió diez años y tuvo tres hijos, aparece mencionada de pasada), muchas anécdotas profesionales, homenajes a colegas queridos (Sid Caesar, Carl Reiner, Gene Wilder), algunas reflexiones interesantes sobre su visión del humor y un entusiasmo vital envidiable en alguien que ha cumplido los noventa y cinco.
Su historia comienza como hijo menor de una familia pobre del barrio neoyorquino de Williamsburg, Brooklyn, que muy pronto se queda huérfano de padre. Sus inicios como humorista –como era casi preceptivo para los cómicos judíos de Nueva York– están en el llamado Borscht Belt (el cinturón del Borscht) en las montañas de Catskill. Allí había colonias de verano frecuentadas por las familias judías ricas de la ciudad, que contaban con humoristas como parte del entretenimiento (para quien quiera hacerse una idea de cómo era ese mundo, es recomendable la segunda temporada de la deliciosa La maravillosa señora Maisel de Amazon, ambientada en uno de los resorts de las Catskill).
El salto de Brooks a la profesionalidad se produce a principios de los cincuenta a través de un medio entonces en pleno desarrollo: la televisión. Entró a trabajar como guionista de Sid Caesar en el programa de gags Your Show of Shows, donde el cómico formaba pareja con Imogene Coca, y siguió trabajando para Caesar en sus siguientes formatos. Muchos años más tarde, Brooks rendirá homenaje a su mentor incorporándolo como actor en La última locura, pese a que vivió algún momento delicado con el irascible humorista: en la habitación un hotel en Chicago en la que estaban trabajando, ante la insistencia de Brooks de abrir la ventana porque el humo generado por el puro de Caesar no le dejaba respirar, este, que era un tipo fornido y se había bebido media botella de vodka, no solo abrió la ventana, sino que agarró a su joven guionista por el cuello de la camisa y el cinturón y lo sostuvo colgado en el vacío unos segundos para que respirara aire puro.
Como colaborador de Caesar, Brooks está en el lugar adecuado en el momento adecuado. The Show of Shows forma parte de la historia de los inicios de la televisión norteamericana y algunos gags de aquel entonces –como el del general alemán que resulta ser un portero de hotel, escrito por Brooks– forman parte de lo mejor del humor estadounidense. La televisión estaba posicionándose como medio de masas y un puñado de humoristas crearon las bases de la comicidad en la pequeña pantalla. En 1950 Caesar competía con los shows de George Burns y Gracie Allen, y con el de Jack Benny, todos ellos organizados como una sucesión de chistes independientes.
En 1951 apareció la gran Lucille Ball, una actriz de cine cuya carrera no despegaba y decidió reciclarse en estrella y productora de televisión con I Love Lucy y sentó las bases de la sitcom televisiva (quien quiera tener un atisbo de lo que supuso esa serie, puede ver la recién estrenada en Amazon Being the Ricardos de Aaron Sorkin, con Nicole Kidman en el papel de Lucy y Javier Bardem en el de su marido cubano Desi Arnaz). Le siguieron en 1955 otras dos aportaciones esenciales: The Phil Silvers Show en la que el cómico, procedente del vodevil (por lo que su humor era más procaz y asilvestrado), interpretaba el personaje del caradura sargento Bilko, y The Honneymooners, en la que Jackie Gleason (acompañado por Art Carney) daba vida a un conductor de autobuses neoyorquino, personaje que conquistó de tal modo el imaginario de los espectadores que tiene una estatua en la terminal de autobuses de la Port Authority de Nueva York.
El programa de Caesar fue una cantera de humoristas judíos de Nueva York. Su nómina de guionistas incluía a figuras como Mel Tolkin como jefe del departamento, Carl Reiner (que también actuaba), Neil Simon (futuro rey de Broadway con comedias como La extraña pareja) y su hermano Danny, y en la última etapa un jovencísimo Woody Allen. Esta legendaria sala de guionistas inspiró a Neil Simon una de sus comedias tardías, Laughther on the 23rd floor, uno de cuyos personajes es un alter ego de Brooks. Mel Brooks y Carl Reiner hicieron buenas migas y les divertía actuar juntos para los amigos.
De esas improvisaciones humorísticas nació El hombre de 2000 años, en que Brooks interpretaba a un tipo que había vivido todo ese tiempo y Reiner le daba la réplica. El éxito fue tal que a finales de los cincuenta decidieron interpretar estos sketches ante el público y en televisión. En 1961 grabaron un disco –seguirían otros dos– que vendió más de un millón de ejemplares (se pueden localizar algunas de estas actuaciones en YouTube; merece la pena echarles un vistazo). Menos conocido que Brooks, Carl Reiner es una figura muy relevante del humor americano: como actor protagonizó la gran comedia ¡Que vienen los rusos! ¡Que vienen los rusos! y alcanzó fama tardía con sus apariciones en la saga Oceans Eleven; como director tiene una notable película sobre un comediante en decadencia, El cómico, con Dick Van Dyke, de cuyo show televisivo fue creador y guionista. Y además rodó varias perlas del humor con Steve Martin, entre las que destaca el pastiche Cliente muerto no paga.
En 1965 se inicia el momento televisivo culminante de Brooks. Cocreó Superagente 86 (Get Smart en el original) con Buck Henry, parodia del género de espías, que en entonces estaba en boga con las primeras películas de James Bond y las series televisivas The Man from UNCLE en Estados Unidos y Los vengadores y El santo en Inglaterra. La propuesta de Brooks y Henry es una de las pioneras en la parodia televisiva, género que un año antes habían inaugurado, en este caso con el terror como referencia, La familia Addams (basada en los personajes del caricaturista del New Yorker Charles Addams) y La familia Monster.
Superagente 86 lanzó al estrellado a Don Adams como esa mezcla de James Bond de rebajas e inspector Clouseau (otro personaje de éxito del momento), y algunos de sus gadgets –el zapatófono, la campana del silencio que nunca funcionaba– pasaron a formar parte de la cultura popular. En varios episodios se parodiaban películas –desde Casablanca hasta la entonces recién estrenada Bonnie and Clyde– y entre los personajes secundarios había algunos impagables, como el agente 13, un tipo capaz de esconderse en los sitios más inverosímiles, que parece primo hermano del Mortadelo de Ibáñez.
La serie tuvo cinco temporadas de decreciente interés y su éxito proporcionó a Brooks un colchón económico que le permitió dedicar tiempo a nuevos proyectos. El resultado fue Los productores, inicialmente concebida como obra de teatro, hasta que un magnate de Broadway le hizo ver que aquello tenía tantos escenarios que más que una pieza teatral tenía que ser una película. Brooks logró el apoyo de un productor independiente, Joseph E. Levine y su Embassy Pictures, que entonces se dedicaba principalmente a distribuir películas de espada y sandalia con musculados Hércules y buscaba nuevos horizontes. En 1967 Levine produjo dos películas que harían historia: la de Brooks, El graduado de Mike Nichols.
El título inicial con el que trabajaba Brooks era Springtime for Hitler, pero Levine lo convenció de cambiarlo porque ningún dueño de sala de cine aceptaría colocar el nombre del dictador nazi en los cartelones anunciadores. Aunque pueda parecer increíble, el delirante personaje de Max Bialystock, que seduce a ancianas para sacarles dinero y quedárselo con la tapadera de obras que fracasan, está inspirado en una persona real, el productor de Broadway Benjamin Kutchner, para el que Brooks trabajó unos meses antes de entrar en la televisión.Las claves del triunfo de Los productores son dos. En primer lugar, un guión trabajado que, de hecho, le supuso a Brooks ganar el Oscar al mejor guión original, venciendo entre otros a Kubrick y Arthur C. Clark por 2001, una odisea en el espacio.
Brooks, que a menudo se ha dejado arrastrar por la prevalencia de la comicidad por encima de la solidez narrativa, tiene dos obras redondas por el equilibro perfecto entre el efecto cómico y la construcción de trama y personajes: esta y El jovencito Frankenstein. El segundo acierto –que también se repetirá en El jovencito Frankenstein– es un casting inapelable. Aquí lo encabezaba Zero Mostel, que en aquel entonces había superado el bache de la lista negra de MacCarthy con un aplaudido regreso al teatro en 1957 con Ulysses in Nighttown, adaptación de la novela de Joyce en al que interpretaba a Leopold Bloom, al que siguieron apoteósicos éxitos en Broadway como Rinoceronte de Ionesco y los musicales Golfus de Roma y El violinista en el tejado.
Buena parte del triunfo cómico de la película descansa sobre su desatado histrionismo y el del novato Gene Wilder, al que Brooks había descubierto en un pequeño papel en un montaje de Madre Coraje que protagonizaba su esposa Anne Bancroft. Wilder, formado en el Actors Studio y en aquel entonces aspirante a actor shakesperiano, acababa de debutar en el cine con un pequeño papel en Bonnie and Clyde y Brooks le supo verle una vis cómica que el actor todavía no había explotado. Y podríamos seguir con todo el plantel de secundarios, empezando por Kenneth Mars en el papel del dramaturgo nazi (personaje inicialmente adjudicado a un desconocido Dustin Hoffman, quien se desdijo en el último minuto porque le ofrecieron el protagonista de El graduado junto a la mujer de Brooks como la icónica señora Robinson).
Cincuenta y cinco años después de su filmación, Los productores sigue siendo un engranaje de comicidad perfecto: secuencias como la de Zero Mostel revolcándose con la ancianísima Estelle Winwood, la de Gene Wilder superando un ataque de histeria con su mantita azul o las de Dick Shawn en el papel de LSD cantando Love Power e interpretando después a un Hitler que suelta baby cada dos segundos, son hitos del humor del siglo XX
Tras este exitoso debut, Brooks rueda una adaptación de El misterio de las doce sillas, la primera de las dos novelas cómicas de los soviéticos Ilf y Petrov protagonizadas por el estafador Osip Bender. Es una comedia de corte más clásico, bien resuelta, pero que pincha en taquilla. El fracaso le lleva se sumarse en 1974 como director a un proyecto iniciado por el guionista Andrew Bergman: Sillas de montar calientes, una parodia de western con un trasfondo de mensaje antirracista, en cuyo guion también colabora Richard Pryor, entonces un pujante stand-up comedian que ese mismo año lanzó su explosivo álbum That Nigger’s Crazy.
La película es el primer spoof de Brooks, que reincidirá con frecuencia en el género. Es una parodia que rompe sin contemplaciones la lógica narrativa y la cuarta pared, con preeminencia de la pura comicidad por encima de la solidez argumental. Hay algún antecedente clásico de este planteamiento, como Loquilandia de 1941, dirigida por H. C. Potter con los cómicos de vodevil Olsen y Johnson, pero Brooks establece aquí los parámetros modernos que se repetirán después hasta la saciedad en las décadas siguientes, con aportaciones brillantes como Aterriza como puedas y otras propuestas mucho menos estimulantes, tipo Scary Movie. Sillas de montar calientes es irregular, pero contiene memorables gags surrealistas como la aparición en mitad del desierto de la orquesta de Count Basie tocando April in Paris mientras el nuevo sheriff negro se acerca a la ciudad. El humor desbocado conectó con el público y el resultado fue un taquillazo. Con este as en la manga, Brooks sabía que podía tomar riesgos, cosa que hizo en su siguiente propuesta.
El jovencito Frankenstein parte de una idea de Gene Wilder, que coescribió el guion con Brooks (quien, como en Los productores, no actúa en esta película). Es de nuevo un spoof, pero mucho más trabajado en el equilibro entre sólida estructura narrativa y golpes de efecto cómicos. De hecho, Brooks y Wilder fueron nominados al mejor guión adaptado, aunque esta vez se lo llevaron Coppola y Puzo por El Padrino. En cuanto a la tremenda eficacia de la comicidad, una anécdota significativa: había tantas tomas que se tenían que cortar porque el equipo rompía a reír que Brooks compró pañuelos para todos y dio la instrucción de metérselos en la boca si alguien sufría un ataque de risa.
En el brillante resultado de la película hay otros elementos: Brooks y Wilder parodian el Frankenstein de James Whale, pero al mismo tiempo lo homenajean, es decir que la parodia se hace desde el respeto. Y esto llevó a Brooks a tomar una decisión muy osada para una comedia de la época: rodar en blanco y negro. La Columbia, que iba a producirla, trató de convencerlo de rodar en color y pasar después las copias en USA a blanco y negro y estrenar en color en el resto del mundo. Él se negó, tenía decidido filmar directamente con película Agfa en blanco y negro y el proyecto acabó en la Metro cuando Columbia renunció por este detalle. La decisión del blanco y negro no afectó finalmente al rendimiento económico de la película y en cambio le confiere una especial solidez. El hecho de no solo parodiar sino también homenajear al clásico de Whale se deja ver también en el detalle de que para el laboratorio del doctor lograron recuperar buena parte de los artilugios eléctricos del decorado del original de 1931 que su creador, Kenneth Strickfaden, tenía guardados en su garaje.
Tras la jugada del blanco y negro, Brooks redobló la apuesta y envalentonado por el éxito, planteo su siguiente película nada menos que como muda: Silent Movie, que aquí se tituló La última locura. El juego con el humor puramente visual ya lo habían llevado a cabo otros como Jacques Tati, pero en una industria como la americana la propuesta era más osada. Brooks plantea su película como propia del periodo mudo, con intertítulos y tan solo música de acompañamiento, e incorpora un juego metacinematográfico: él mismo interpreta a un director que busca financiación para rodar una película silente, acompañado por Dom Deluise y Marty Feldman.
La última locura tiene algunos grandes gags y se ve con agrado, aunque no alcanza la perfección de El jovencito Frankenstein. Marca el final de la gran década de Brooks y el inicio de una lenta y prolongada decadencia, ya que ninguna de sus posteriores películas está a la altura esperable. Máxima ansiedad, homenaje y parodia del cine de Hitchcock –y que contó con la simpatía del maestro, que la vio en un pase privado– adolece de falta de ritmo y algunos buenos chistes no compensan la mediocridad de otros; ninguno de sus spoofs posteriores –La loca historia del mundo, La loca historia de las galaxias, Las locas, locas aventuras de Robin Hood y Drácula, un muerto muy contento y feliz– es especialmente destacable; su versión de la imbatible Ser o no ser de Lubitsch es del todo prescindible y su intento de comedia de corte clásico, Qué asco de vida, no pasa de discreta.
Hay, sin embargo, otra faceta de Brooks que debe destacarse más allá del humor: la de productor a través de Brookfilms, donde demuestra olfato, con títulos como Fatso, la única incursión en la dirección de Anne Bancroft, con Dom DeLuise en el papel de un gordo deprimido por su condición; El hombre elefante de Lynch; la comedia Mi año favorito de Richard Benjamin, con Peter O’Toole, que refleja los tiempos de Brooks como guionista televisivo; Frances, sobre la desgraciada vida de la actriz Frances Farmer; La mosca de Cronenberg y La carta final, regalo de Brooks a Bancroft, que interpreta a la escritora neoyorquina Helene Hanff, en la adaptación del intercambio epistolar con un librero inglés durante la posguerra recogido en el precioso librito 84, Charing Cross Road. Sin duda Brooks pasará a la historia por sus aportaciones a la comedia, que, como dice en sus memorias, “aunque parezca absurda, idiota y disparatada, la comedia dice mucho sobre la condición humana. Porque si puedes reír, puedes sobrevivir”.