Benito Mussolini / DANIEL ROSELL

Benito Mussolini / DANIEL ROSELL

Democracias

Los osados de Antonio Scurati

El escritor italiano documenta el surgimiento del fascismo en un ciclo de novelas cuya visión sobre la Europa de hace un siglo indaga en los fantasmas de nuestro presente

19 marzo, 2022 00:10

La nostra coscienza è assolutamente tranquilla”. Benito Mussolini, un siniestro matón de orquesta al que su padre, herrero y socialista temprano, bautizó en honor de Benito Juárez, el creador del Estado mexicano, pasó en cinco años de declarar la guerra a Gran Bretaña y a Francia desde la balconada del Palazzo di Venecia, situado en el centro histórico de Roma, a ser destrozado –siendo ya un cadáver magullado– por la misma multitud que apenas un lustro antes festejaba con algarabía sus palabras, plenamente ignorante de su propio suicidio colectivo. En la historia del fascismo, una de las variantes del nacionalismo populista, se entremezclan con asombrosa naturalidad la comedia y el perfume extraño del espanto, ingredientes ambos de un carnaval sangriento donde las marionetas que un día sonríen ante el público del teatro, tras someter su voluntad al designio arbitrario de un hombre fuerte, al acto siguiente maldicen con saña la estampa de su redentor, dada su incapacidad para culparse a sí mismas. Ya se sabe: las hordas son las mayores hipócritas que existen.

Los totalitarismos que se adueñaron de Europa hace ahora un siglo, y que alteraron el curso de una humanidad que parecía creer en el progreso, convirtiendo la centuria pasada en el infierno, tan temido, siguen destilando un halo de fascinación indudable. Son pretérito y, al tiempo, parecen explicar algunos de los augurios de nuestro presente. Lo hacen, básicamente, mediante una suerte de analogía –esa forma de metáfora– que nos advierte no tanto de que la Historia puede volver a repetirse cuanto de que las tragedias provocadas por los seres humanos no mudan en exceso de naturaleza, aunque cambien de tiempo y estación. 

Foto de la ficha policial de Benito Mussolini (1903)

Foto de la ficha policial de Benito Mussolini (1903)

El escritor italiano Antonio Scurati (Nápoles, 1969) se embarcó hace cuatro años en la titánica tarea de relatar, en un descomunal ciclo de cuatro novelas, de las que hasta el momento ha publicado dos –El hijo del siglo y El hombre de la providencia, ambas editadas por Alfaguara– el ascenso y el ocaso de Mussolini mediante la creación de un friso documental superlativo sobre un mundo perdido que, siendo lejano, reverbera con la fuerza de un espejo sobre nuestra propia hora. De la lectura de sus dos ficciones reales –basadas en una prodigiosa documentación histórica, aunque disimulada con las técnicas de una literatura sobresaliente– se emerge con la desazón de vivir escindido entre dos calendarios distintos. 

Nada de lo que cuenta es una novedad –los descubrimientos al respecto son mérito del noble gremio de los historiadores– pero lo hace de una forma tan prodigiosa, acaso heredada de su condición de profesor en retórica, esa vieja sabiduría en retroceso, que se fija en la memoria para siempre. Scurati traza la genealogía del fascismo desde sus humildes orígenes hasta las alfombras de los palacios a través de una sucesión de escenas, documentos, recreaciones y estampas sentimentales que, por acumulación, van sedimentando un mapa donde el miedo, la frustración, el desamparo, la violencia y las mentiras cristalizan en una epopeya asesina. 

m el hijo del siglo

A los fascistas, al principio nada más que un puñado de lisiados sociales y excombatientes de la Primera Guerra Mundial, les movía la gasolina de la indignación y una vocación artística, no muy lejana de la propaganda, que dotó a su causa de un predicamento inaudito allí donde menos esperaban tenerlo: en los pueblos y ancestrales campos de una Italia estancada por las decepciones del Risorgimento. Hacemos, al decirlo así, una simplificación instrumental: una de las cosas que muestran las novelas de Scurati, voluntariamente fragmentarias, que evitan la mirada panorámica para bajar al detalle, con un relato que adopta la forma irregular de un río cuyas aguas (negras) se nutren de un sinfín de afluentes, es que no existe una fórmula lineal para explicar el pasado (e iluminar el presente), sino que la Historia va haciéndose a sí misma gracias una tormenta de ingredientes, en apariencia contradictorios, cuya causalidad es fruto de un análisis posterior, más que obra una inteligencia omnisciente. 

Los historiadores suelen escribir desde un Aleph: un punto único en el que confluyen todos los hechos. La vida, sin embargo, rara vez es así: los personajes, las tramas, las motivaciones y los sucesos emergen del desorden, sin responder a un código, como consecuencia de una sucesión azarosa de materiales de desecho y acarreo. Al final del camino, por supuesto, hay una suma, una imagen, un símbolo. Scurati retrata a Mussolini como epítome del fascismo, pero lo meritorio de su trabajo, ante el que palidecen muchas de las propuestas narrativas que la industria editorial nos presenta como cuadros de época, es que es un ejercicio de síntesis que, en lugar de mostrarse de una vez, se derrama a través de la sobreabundancia.

Mussolini

Mussolini, junto a un escuadrón de camisas negras

Sus criaturas literarias, que explican los asombrosos y sin embargo prosaicos sucesos que permitieron a la violencia institucional a convertirse en la utopía de la sociedad de masas que tan bien describió Ortega y Gasset, no explican los hechos. Los resucitan. Su fotografía del fascismo como vanguardia política es caleidoscópica, múltiple, demencial. Y, pese a esta elegida dispersión, está firmemente anclada en una realidad indiscutible. Los asesinatos que relata, sucedieron. Los personajes de sus dramas, existieron. Los guiñoles que, como dice el magnífico verso de Panero (Leopoldo María), se daban cuerda a sí mismos, pisaron una vez la Tierra. Y la ópera bufa de Il Duce, un socialista enfrentado a su propia estirpe, retumbó en los teatros de casi todas las plazas europeas, escenarios de una épica desajustada y fuera de época que explica cómo el pasado puede ser una dimensión más del presente

Josep Pla, gacetillero en aquella Italia de las camisas negras –“el color de la muerte”, según la definición del poeta Gabriele D’Annunzio, el héroe cómico de Fiume, cuya conquista es una de las escenas más deslumbrantes de los libros de Scurati– lo contó así en sus Notas y dietarios: “La gente confraternizaba, cantaba, se abrazaba, se besaba, se traslucía en su cara la temperatura de los sentimientos patrióticos. La temperatura era elevada; no había forma de ver una cara con facciones normales; todos parecían demudados y frenéticos. Algunos parecían un poco cansados. Había algún fascista maduro; viejos, poquísimos; la juventud menor de treinta años era abundantísima”. 

Guerre et Fascisme – Rome 1924

Caricatura 'Guerre et Fascisme' (1924) donde se representa la violencia política que caracterizó la etapa política de Mussolini

Aquella multitud feliz de la Marcha sobre Roma cantaba el Giovinezza, el himno fascista. “Salve o popolo d’eroi / Salve a patria immortale / Son rinati i figli tuoi / Con la fede e l’ideale / Il valor dei tuoi guerrieri, / La virtù dei pionieri / La vision dell’Alighieri / Oggi brilla in tutti i cuor”. Asombra la visión en colores de aquella revolución nacionalista, que invocaba al Dante, temerosa ante un comunismo que asustaba a las clases medias y a los pequeños propietarios, que se entregaron con palos al mesianismo de un Mussolini que sabía, desde el comienzo, que el poder está vacío, que las promesas que necesitan oír las masas son cuentos para niños y que, una vez conquistada la credibilidad popular, cualquier cosa que se ambicione es posible. No porque se tenga toda la fuerza, sino porque la voluntad de los osados –así se llamaban los fascistas de primera hora, organizados en escuadrones de guerrilleros, “oficialillos que no se resignaban a perder el mando y regresar a la mediocridad cotidiana”– no encontrará ningún dique entre quienes, entre su libertad y el espejismo (vano) de la seguridad, eligen el camino del autoengaño colectivo. 

Mussolini –lo muestra excelentemente Scurati– tomó de D’Annunzio los ingredientes de su corte de los milagros: el Estado corporativo, el saludo romano, la soberbia intencional y la falta absoluta de piedad ante los adversarios, convertidos en enemigos con los que no cabía más convivencia que la que tolera el exterminio. Su imperio romano nunca llegó a nacer, pero, en compensación, implantó entre los italianos, actores de su propia tragicomedia, un estado mental sin moral y cuya certeza capital es que entre los desechos de las sociedades enfermas, atrapadas en el bucle de sus desgracias, siempre florece la flor de la demagogia

BENITO MUSSOLINI Colorized

Mussolini, convertido en Il Duce

Sus dudas íntimas, disimuladas gracias a la marcialidad del bufón, su más preciado talento, nunca se esfumaron, pero ¿acaso no es la incertidumbre el combustible que alimenta todas las pesadillas? El inventor del fascismo fue un actor que encontró a su público. Y durante años, antes de que el destino lo llevase desde la cúspide del poder a manos de los partisanos, parecía haberlo conseguido todo. “Un hombre dentro de la Historia. Magnífico, así es como me siento”, dijo la mañana en que contempló su busto convertido en un bronce gigante esculpido por las manos tenebristas de Adolfo Wildt, ocultando a todos que nunca dejó de consumirle la inseguridad de quien sabe que, en el fondo, es un impostor. Un césar menor que terminó colgado boca abajo, con el rostro desfigurado, en la Piazza Loreto de Milán.

El contraste entre la prosopopeya propagandística del Mussolini oficial y la realidad del hombre –la segunda novela de Scurati comienza con el jerarca martirizado por sus severos problemas gástricos y un pertinaz estreñimiento– dibuja la eterna ambivalencia de las cosas y muestra la cara terrestre de los falsos mitos. El hombre de la providencia –epíteto acuñado por el Papa Pío XI–, enemigo a muerte del liberalismo democrático, partidario de la sangre como material político, que disfrutaba al dictarle los titulares al Corriere de la Sera, el periódico de burguesía de Milán, tuvo a Italia a sus pies, pero se consumía por sus demonios íntimos, supervivientes de su conflicto con los antiguos camaradas socialistas. 

m el hombre de la providencia

Su odio, una obra perfecta de arte, convertido en la energía del populismo –de entonces y de ahora– le otorgó el control de su país y le hizo soñar con el Olimpo del Eje. Entendió, mejor y antes que nadie, a pesar de sus ojos de demente, que no existe aval más poderoso que el rugido sentimental de las masas y la bendición del Vaticano. La falta de escrúpulos fue su herramienta vital. Su fortaleza, sin embargo, nunca dejó de ser delegada: exigía la ceguera de unas masas infantilizadas que, en lo esencial, no son demasiado distintas de las que ahora predican pasividad ante la infame invasión de Ucrania por parte de Moscú, la tercera y última Roma.