John H. Elliott y la verdadera España
El historiador británico, maestro de hispanistas, trazó uno de los retratos más fieles y fascinantes sobre los avatares y la evolución de la cultura española en la Modernidad
11 marzo, 2022 00:10Si la Historia, como dejó dicho Cicerón en una célebre frase, es la maestra de la vida, porque todo lo que nos ocurre a nosotros ya le sucedió antes a otros en lugares y momentos distintos, Sir John H. Elliott (1930-2022), sin duda alguna, fue un dilecto maestro de la Gran Maestra. El historiador británico, que falleció ayer en Oxford a los 91 años –en su caso la inteligencia y la longevidad se mantuvieron hasta el final–, lega a la posteridad uno de los retratos más brillantes y exactos de la trayectoria española desde la Modernidad temprana, inaugurada en el Renacimiento, hasta nuestros días, cuando aquel pasado todavía reverbera en el presente. Una hazaña que únicamente podía hacer un extranjero en un país donde la historiografía ha sido –y todavía es– mercancía fenicia de cambio entre castas, capillas, parroquias y banderías (subvencionadas) con el objetivo de reescribir el pasado para justificar el presente.
Elliott, una leyenda en su disciplina, formó parte durante décadas de la élite de su profesión –estudió en el Eton College y en el Trinity College de Cambridge; trabajó en el King´s College de Londres y el Institute for Advanced Study– y adquirió, en la década de los noventa, la condición egregia de Regius Professor. Su trayectoria mereció los honores de la mejor púrpura académica. No lo movía sin embargo la vanidad, sino la curiosidad, cuando, recién salido de Eton, donde se educa la aristocracia inglesa, procedente de una familia de sencillos maestros de Reading, descubrió mirando las láminas de un libro infantil –The Romance of the Nation, editado por Charles Ray en 1935– que el curso del tiempo y el concurso de los hombres construían por acumulación y sucesión una materia llamada Historia, llena de fechas, nombres, personajes, batallas y ambiciones.
Quedó fascinado. Su primera vocación no fue la de historiador, sino la de filólogo. A Eton, exigente centro que establecía que los candidatos a acceder a sus aulas tuvieran dominio de la educación clásica, entró gracias a que un párroco –estas cosas, antes, pasaban– le enseñó nociones latín y griego por las tardes, en la sacristía de la iglesia de su barrio, de forma que cuando se matriculó en Cambridge (con becas) lo haría en lenguas modernas (francés y alemán) con la pretensión de convertirse en diplomático. Sobre Londres caían entonces las bombas de la Segunda Guerra Mundial y Churchill prometía “sangre, sudor y lágrimas”, antes de ganar la contienda al nazismo y perder –acto seguido– las elecciones.
Elliott se enamoró de la Historia de Inglaterra y decidió cambiar de especialidad. Un viaje a la España de la posguerra en 1950 hizo el resto. En aquel país rural y famélico, arrasado por la Guerra Civil, autárquico y nacional-católico, vivió dos experiencias que alteraron su destino. La primera fue el descubrimiento de Velázquez en el Museo del Prado. Sus retratos de los personajes de la Corte de los Habsburgo –y, en especial, la imagen a caballo del Conde Duque de Olivares– le revelaron un mundo desconocido. Una excursión a Sevilla, de cuya universidad terminaría siendo doctor honoris causa, hecho en camiones militares, durmiendo al raso o pernoctando en pensiones de tercera clase, le mostró la realidad terrestre: el hambre y la necesidad encarnadas en la estampa de un mendigo meridional que pedía limosna para comer, pero sin perder en ningún momento el sentido de la dignidad.
De la confluencia de ambos episodios –el arte y el quebranto humano, la política y sus consecuencias sociales– nacería la mirada de su trabajo como hispanista, vertido en una colección de libros extraordinarios. Uno de ellos lo dedicó a la vida y a la obra del hombre del retrato de Velázquez. Sus investigaciones sobre los validos reales del absolutismo se convirtieron en referenciales nada más aparecer. Ampliando el campo de batalla, Elliott terminaría analizando a fondo la ideología, las hazañas y las calamidades de aquella sombría España imperial que en el siglo XVII da la bienvenida a su decadencia mientras alcanza la gloria de las letras del Siglo de Oro. Una paradoja que se ha mantenido en el tiempo y que, en cierto sentido, sigue siendo la principal constante de nuestra trayectoria cultural.
Antes de doctorarse se instaló en Barcelona –al comprobar que no existía documentación en el archivo de Simancas para investigar a Olivares– y acabó topándose con Vicens-Vives y la escuela catalana. Además de sus libros sobre el caso catalán, que abordó con una envidiable independencia de criterio que le causó la reprobación del neohistoricismo soberanista, esa escuela de fabulación que intenta dotar de sustento las vanas leyendas del independentismo, la estancia en la Ciudad Condal le permitió aprender catalán y tomar distancia con la lectura esencialista que entonces caracterizaba toda la historiografía ibérica. De un signo y de otro.
Una década y media después de doctorarse era catedrático en el King´s College y, poco después, miembro de la Academia Británica, además de docente titular en las universidades de Pricenton y Oxford, donde terminaría instalándose y donde ayer murió a causa de una neumonía con derivación renal. Sus libros sobre España describen a un país distinto al que han fabricado los tópicos (malévolos) de la historiografía anglosajona. Crítico con la leyenda negra, esa hija afortunada de la autoflagelación, y alérgico al determinismo histórico, Elliott se dedicó con paciencia proverbial a desarmar los mitos (nacionales) de Cataluña y España, articulando a cambio un relato alternativo sobre la nación española alejado tanto del dogmatismo tradicionalista como de la teoría de la disolución de España.
En cierto sentido, el historiador británico encontró en la España franquista lo mismo que años más tarde descubriría en la Cataluña pujolista: la fabricación de una ficción del pretérito cuya finalidad era justificar el presente. Esta obstinación, según su dignóstico, conduce a las sociedades al desastre colectivo por la vía de la demagogia del victimismo. Así lo escribió en Haciendo Historia (Taurus), su autobiografía intelectual. Elliott fue un firme defensor de la imparcialidad histórica, un destructor de fábulas tribales, un enemigo del enfoque decimonónico sobre el pasado de héroes y tumbas, como diría Ernesto Sábato.
“Un historiador tiene que decir lo que piensa a partir de lo que tiene documentado”, defendía, siempre crítico ante la tergiversación ideológica de los hechos. Elliott nos descubre en sus libros que el nacionalismo –de cualquier clase– se basa en mitos interesados para establecer, mediante la imposición simbólica, un relato único de las cosas en el que una minoría se arroga la representación integral de la sociedad, tratando de adaptar una realidad plural a su ideal imaginario. Los intérpretes del pueblo acaban convirtiéndose así en eugenistas (simbólicos o fácticos) y apóstoles de la ingeniería social.
El dogma de la nación española fieramente unitaria, según Elliott, no respondía ya a las necesidades de la España actual, cuya política continúa presa de las eternas pulsiones territoriales. Sus libros dan cuenta de la necesidad de estudiar no sólo las épocas de esplendor, sino también los periodos de declive y decadencia, tan dados a la metafísica, esos instantes donde queda al descubierto la verdadera identidad. Elliott lo hizo con rigor, solidez y talento. Su idea de España se aleja de la amplificación sanguínea de la historiografía tradicional para situar su evolución en un contexto de normalidad con respecto al resto de Europa.
A su juicio, los logros políticos de la España imperial son los que explicarían su largo crepúsculo –sólo los grandes mueren lentamente–, mientras que sus triunfos demuestran una confianza en sí misma muy superior a sus capacidades objetivas. Para Elliott no existe ninguna anomalía española basada en la maldición de un destino aciago, representado por reyes sombríos y cortes maquiavélicas. Nuestra Historia es consecuencia de una trayectoria cuya explicación se debe a hechos concretos, lógicos y mesurables. Una perspectiva que se nutre de sus amplios conocimientos de Historia Comparada.
Sus libros son ejemplos de cómo combinar el rigor con el estilo literario. Muestras de la mejor prosa historiográfica británica, heredera el molde clásico establecido por Herodoto, donde se combina la fidelidad a la verdad con la belleza del relato (sólidamente documentado, como evidencia su aparato crítico) en vez de trufar la narración con la descripción de fuentes o saturar al lector con una erudición excesiva. Fue un maestro en lo suyo. Nos deja una obra perdurable, escrita con la maestría de quien, tras levantarse por la mañana de la cama, ducharse y vestirse con un sobrio terno inglés –chaqueta, corbata y pantalones a juego–, sale a la calle como un perfecto caballero y desea sinceramente, sin impostura alguna, los buenos días a sus conciudadanos: Good Morning, Spain.