El arte de la neutralidad
La falta de foros públicos donde la libertad de los discursos privados esté garantizada, tal y como establece la Constitución, atenta contra el pluralismo en las democracias
31 octubre, 2021 00:10Quizás uno de los aspectos más interesantes de la actual situación política en España es la constante ocupación del espacio institucional por los partidos políticos, lo que se traduce en una creciente falta de neutralidad del Gobierno, ya sea estatal, regional o local. Este fenómeno es especialmente visible en algunos territorios españoles, como la Comunidad Autónoma de Cataluña (y, en menor medida, en el País Vasco y en otras autonomías) donde no existe una cultura política democrática de neutralidad institucional, después de varias décadas de gobiernos nacionalistas e independentistas y de una cierta dejación de funciones por parte del Gobierno central a la hora de defender política y jurídicamente esta neutralidad.
Una muestra es la puesta al servicio del independentismo de la televisión y la radio públicas catalanas, ante la inoperancia del Consell de l´audiovisual de Cataluña (CAC), organismo que supuestamente debe de velar por la neutralidad y la pluralidad de los medios públicos de comunicación catalanes. Pero no es la única; en Cataluña son constantes las manifestaciones –no menos preocupantes desde un punto de vista democrático– de esta falta de neutralidad: ocupación del espacio público por símbolos independentistas (lazos amarillos, pancartas a favor de presos políticos, manifiestos partidistas de órganos de gobierno de las universidades públicas, utilización de banderas no oficiales, etc).
Se trata de un problema que si bien no es exclusivamente catalán ni español alcanza especial intensidad en los territorios con gobiernos muy polarizados e ideologizados y con escaso respeto por las normas democráticas formales e informales que tienen por finalidad garantizar el pluralismo político como son, muy destacadamente, las que establecen la neutralidad de las instituciones y del espacio público. En general, podemos concluir que esta escasa conciencia democrática de la importancia de contar con instituciones neutrales, profesionales e inclusivas es una constante en gobiernos con una fuerte deriva iliberal que tienden a confundir los intereses políticos de una parte con la del conjunto de los ciudadanos y que no se encuentran cómodos con el pluralismo y la diversidad de sus sociedades, que consideran transitoria en el mejor de los casos y rechazable, en el peor. Esta deriva iliberal es acusada en el caso de gobiernos nacionalistas con un fuerte componente identitario.
El debate sobre sobre la necesaria neutralidad del Estado y las instituciones, al menos en el marco de una democracia liberal representativa como es la nuestra, se puede abordar en primer lugar desde una perspectiva puramente política, derivada de la necesidad de garantizar el pluralismo político en una democracia como síntoma de buena salud democrática. Esto exige respetar la igualdad en el ejercicio de los derechos de todos los ciudadanos, voten o no al gobierno. Se trataría, por usar un término anglosajón, de mantener el denominado level playing field. Desde este punto de vista la falta de neutralidad institucional, unida a la utilización del gobierno de los medios de comunicación tanto públicos como privados (vía subvenciones y publicidad institucional) y de las de prácticas clientelares ligadas al empleo y a la contratación pública llevaría consigo un reproche político y democrático en forma de cambio de mayorías electorales que permitiría la utilización de fórmulas políticas más inclusivas.
Sin embargo esta aproximación es, a mi juicio, excesivamente teórica y complaciente con las derivas iliberales. Otra aproximación más interesante, es la que conecta esta neutralidad institucional con la exigencia jurídica de respetarla por parte de los poderes públicos. Hay que ser conscientes de que no se trata de una cuestión sencilla en la medida en que un gobierno concreto responde a una determinada oferta política formulada a los ciudadanos, por lo que resulta perfectamente legítimo que sus políticas públicas y sus actuaciones respondan, en mayor o menor medida, a dicha oferta, o estén impregnadas de una ideología determinada. En ese sentido, no puede pretenderse que el discurso político y la actuación de un gobierno sea neutral ideológicamente.
Pero también es razonable estar alerta frente a aquellos discursos y prácticas políticas que tiendan a imponer a todos los ciudadanos valores o principios ideológicos que no comparten a través de mecanismos no ya de prohibición o sanción (que quedarían proscritos a través de distintas normas del ordenamiento jurídico como, por ejemplo, las que defienden el derecho a la libertad de expresión o el acceso al empleo público en base al principio de mérito y capacidad o los principios de concurrencia y no discriminación en la licitación pública) sino a través de mecanismos de promoción o de incentivos tanto reputacionales como económicos. Esto es particularmente preocupante cuando a través de estos medios el gobierno promociona un determinado discurso político sin que ni siquiera los ciudadanos puedan percibirlo, al realizarse a través de agentes privados más o menos cooptados.
La noción de los límites jurídicos constitucionales a este tipo de actuaciones se ha construido en torno al concepto de government speech por la jurisprudencia del Tribunal Supremo americano, como explica Víctor J. Vázquez Alonso en su artículo La neutralidad del Estado y el problema del “government speech (la forma en que un gobierno habla políticamente). Es importante también destacar que este concepto no supone reconocer al Estado o al gobierno el derecho a la libertad de expresión. Sin ánimo de ser exhaustivos, podemos sintetizar esta doctrina en que, partiendo del principio de que el Estado sólo responde políticamente por la falta de neutralidad de su discurso político, existen no obstante límites jurídicos que se le pueden oponer.
Estos límites nacen de la idea de la existencia de un foro público, es decir, espacios públicos que sirven de foros de discusión ciudadana (por ejemplo, calles, parques, universidades públicas o colegios). En estos supuestos, es decir, cuando estamos en presencia de ámbitos públicos abiertos al debate y discusión de los ciudadanos, el Estado debe mantenerse neutral con respecto a los diferentes puntos de vista que se expresen. En definitiva, y salvo supuestos extremos, se trata de garantizar la libertad del discurso privado dentro de un foro público. Por lo que se refiere a la importante cuestión de los incentivos a determinadas actuaciones o discursos por parte de ciudadanos o agentes privados (subsidized speech o discurso subvencionado) el Tribunal Supremo los permite sólo en la medida en que no supongan una coacción, lo que hay que determinar caso por caso, teniendo en cuenta también el ámbito competencial en el que se producen.
Dicho lo anterior, es indudable que esta doctrina jurisprudencial puede ser útil como herramienta conceptual en el ámbito español, si bien salvando las obvias distancias entre el modelo constitucional de Estados Unidos y el español, dado que nuestra Constitución recoge expresamente una serie de principios básicos que obligan a los poderes públicos a actuar dentro de un marco jurídico que postula determinados valores. Recordemos por ejemplo el art.1.1 de la Constitución que proclama como valor superior del ordenamiento jurídico la igualdad, la justicia, la libertad y el pluralismo político, art. 103.1, que señala que la Administración sirve con objetividad los intereses generales, o el art.20.1 a) que recoge el derecho a libertad de expresión, ideológica y de pensamiento.
Debemos asimismo tener muy presente la jurisprudencia constitucional en defensa de la neutralidad política del Estado vinculado estrechamente con el principio de igualdad y la construcción doctrinal y jurisprudencial acerca del control de las potestades discrecionales, así como sobre el control de los actos del gobierno (cuya vigencia hemos podido comprobar a raíz del debate técnico-jurídico sobre la concesión de los indultos a los presos del procés). Por tanto, tenemos a nuestra disposición una caja de herramientas para abordar desde la técnica jurídica cuestiones tales como la promoción activa por parte de un gobierno de determinados discursos privados, vía incentivos o coacciones, la ocupación del espacio o foro público con un discurso político hegemónico ya sea de origen público o privado, la exclusión de los ciudadanos con puntos de vista diferentes de instituciones y foros públicos y, en último término, la promoción desde instancias gubernamentales de un discurso xenófobo que puede lindar con un discurso del odio (hate speech).
De hecho, muchas cuestiones ya han llegado a los Tribunales de Justicia españoles, que han tenido ocasión de pronunciarse sobre el manifiesto conjunto de las universidades catalanas de rechazo a las condenas de los presos políticos catalanes por entender que el claustro de una universidad pública no goza del derecho fundamental a la libertad de expresión, la condena a la Universitad de Barcelona por vulneración de su deber de neutralidad y lesión de los derechos fundamentales a la libertad ideológica y de expresión de sus profesores y estudiantes y el derecho de educación de sus alumnos por la firma de un manifiesto denunciando la deriva autoritaria del Estado por la sentencia a los “presos políticos” o la prohibición de colocar en espacios públicos esteladas y otros símbolos partidistas, por poner algunos ejemplos.
El problema, claro está, es que las vías judiciales son costosas en tiempo y en dinero para los ciudadanos que tienen que ponerlas en marcha. Son las propias instituciones en general, y las de control, en particular, las que fallan. Por eso resulta fundamental denunciar la inactividad y la complacencia de estas instituciones con la falta de neutralidad institucional. Sin ella, es difícil que sobreviva un Estado democrático de derecho.