Democracias

La vida imposible

4 octubre, 2021 00:10

Los hombres formulan nuevos ideales porque son incapaces de consumar los viejos. Dicho de otra forma: en política conviene ir renovando sucesivamente las fábulas de prosperidad para que el auditorio –que es corto de memoria– no caiga en la cuenta de que los sueños del mañana únicamente son el ropaje interesado con el que disfrazar los fracasos del presente. ¿Se acuerdan de los fondos europeos que iban a redimirnos de la pandemia? Pues bien, de momento no han llegado a pesar de que las empresas, las instituciones y hasta los mendigos sueñan con parte del pastel. Mientras, empezamos a percibir –de forma fragmentaria, pero rotunda– cuál va a ser la contraprestación de tanta generosidad y quedan al descubierto las mentiras del Gobierno, que no difieren en exceso de las de la oposición. 

La debacle económica provocada por el coronavirus, sumada a los destrozos heredados de la anterior crisis financiera, cuya factura social sufríamos todavía antes de que arribase a la costa la nueva tempestad, certifica que España va a ser el país que más lento, más tarde y con más quebrantos saldrá –si es que sale– del pozo. Son pésimas noticias. En simultáneo –sin duda ustedes ya lo habrán notado– las estadísticas oficiales, que en la Moncloa alegan que son meras cifras coyunturales, confirman que los precios han crecido por encima de los registros habituales durante los últimos trece años. Casi década y media. Algo está ocurriendo.

El IPC alcanzó el 4% este septiembre, escalando hasta los registros existentes antes del estallido de la burbuja inmobiliaria. Las cosas se encarecen al mismo ritmo que cuando nos creíamos inmortales, con la sutil diferencia de que ahora nos sabemos mortales y también pobres. Los difuntos, según la piadosa doctrina de los clásicos, siempre son gente necesitada porque todo el oro que hayan podido atesorar en sus tumbas no va servirles absolutamente de nada. Ni para comprar su salvación. Caronte, el barquero entre las dos orillas, cobra como tasa un viático modesto –dos monedas, las de debajo de la lengua–, así que las riquezas terrestres, allí donde todos nos encaminamos, tienen una escasísima utilidad. Casi nula.

El problema es que quienes aún no hemos iniciado este viaje postrero estamos viviendo ya un fenómeno análogo. El dinero en España ha empezado a no servir para nada. Suben los carburantes, sube el gas, suben los impuestos –que no han dejado de cobrarse ni un instante–, la luz escala a máximos históricos (para particulares y empresas) y los impuestos del trabajo se han convertido en un sacrificio insuperable para autónomos y profesionales. Si un país es una empresa, la nuestra está inmersa en una increíble espiral de deuda inútil

No es extraño que revienten los volcanes. Pronto lo haremos todos. Ya somos el cuarto país de Europa donde el precio de la energía es más caro. Y también aquel donde el coste de una conexión a internet –un servicio básico para trabajar y operar con la administración– es más elevado. Únicamente nos superan Irlanda y Chipre –dos islas– y Bélgica. Salta a la vista: el consumidor español, que es como nos denomina la industria tecnológica, la misma que sustrae nuestros datos, está siendo saqueado aceleradamente. Capitalismo digital, se llama.

El Estado –incluyendo a las autonomías– comienza a enterrar lo que nuestros padres llamaban el Estado del Bienestar bajo una lápida colosal. Trajes y listas de espera. Continúa cobrándonos por todo pero cada vez responde peor ante las urgencias. La atención primaria está destrozada y la sanidad tocadísima tras veinte meses de pandemia; la educación no ha dejado de arrojarnos a la cara cifras de fracaso calamitosas y la asistencia social –incluida la famosa ley de la dependencia, muerta sin haber llegado en realidad a nacer– ha pasado a convertirse en un unicornio. Vivimos tiempos calamitosos.

La renta de los hogares cayó en España el pasado año un 3,3%. Fue el peor dato de Europa. La crisis en el mercado laboral, lejos de ser pasajera, ha ido convirtiéndose en permanente. La precariedad se extiende igual que la lava de la Palma, pero los deltas que crea sobre el mar no son de tierra, sino de una pobreza enquistada. Desde la Guerra Civil no estábamos económicamente tan mal. No es raro que estas evidencias les parezcan a muchos una exageración: los antecedentes quedan lejos de su memoria, igual que es imposible entender y valorar del presente si prescindimos del pasado.

El dinero público destinado para atenuar el Apocalipsis –30.000 millones de euros– sólo ha contribuido a multiplicar el endeudamiento público, que supera el 120% del PIB, sin estimular la actividad económica. En salarios se han perdido 31.000 millones de euros, más que en Europa y muchísimos más que en Alemania, donde la masa salarial se contrajo en 5.000 millones. Dejamos fuera del cuadro la economía sumergida, esa tradición ibérica. 

Lo peor es que se trata únicamente del comienzo del calvario: el programa fiscal enviado por el Gobierno a Bruselas contempla un endurecimiento acelerado de la presión tributaria que no va a diferenciar entre ricos y pobres. Veremos tributos por el diésel y la matriculación de vehículos, un impuesto de sociedades mayor para todas las empresas –que lo repercutirán en sus precios o lo absorberán mediante reducciones de costes y destrucción de empleo–, una tasa que penalizará el patrimonio, peajes en las autopistas y el incremento de las actuales tasas de cotización con un efecto devastador sobre la actividad profesional

Sumen a este paisaje la franciscana idea del ministro Escrivá de que los viejos trabajen –sin cobrar la pensión por la que llevan cotizando décadas– hasta que tengan el pie en el estribo. Una vida imposible. Los devotos del pensamiento positivo son los únicos que están de enhorabuena. Van a tener oportunidades sin fin para presentarnos de color rosa lo que es negro. Nosotros preferimos a G.K. Chesterton: “Nunca habrá una revolución para establecer una democracia. Debe existir una democracia para llevar a cabo una revolución”.