Flaubert en el Capitolio
Occidente ha censurado las formas de impugnación de su propia tradición en favor de un puritanismo sin raíces basado en supersticiones, mentiras y dogmas sentimentales
12 enero, 2021 00:00“¡Qué mito! –dijo Hussonnet– He ahí al pueblo soberano”. Cuando el pasado día 6 de enero vimos entrar en el Capitolio a una turba capitaneada por un tipo disfrazado de búfalo que consiguió sentarse en el sillón del presidente del Senado, me acordé de la escena de La educación sentimental (1869) en la que se pronuncia esta frase. El protagonista, Frédéric Moreau, se despierta una mañana por el ruido de unos disparos y decide salir para ver qué ocurre. Una multitud avanza por las calles de París arrancando verjas, lanzando adoquines y levantando barricadas contra la caballería. Es el 24 de febrero de 1848 y la Revolución contra Luis Felipe I está en marcha. Frente a las Tullerías, Frédéric se encuentra con un amigo, el bohemio Hussonet. Juntos deciden seguir a la riada de gente en su ocupación del Palacio Real. La escena no tiene desperdicio:
“De pronto resonaron las notas de La Marsellesa. Hussonet y Frédéric se asomaron a la rampa. Era el pueblo. Se precipitó por la escalera agitando en oleadas de vértigo cabezas descubiertas, cascos, gorros rojos, bayonetas y hombreras, con tal fuerza que la gente desaparecía en aquella masa hormigueante que seguía subiendo como un río contenido por una marea de equinoccio, con un mugido prolongado, bajo un impulso irresistible. En lo alto de la escalera se dispersó y el canto decayó.
Ya no se oían más que los pisoteos de todos los zapatos con el chapoteo de las voces, la muchedumbre inofensiva se contentaba con mirar. Pero, de vez en cuando, un codo demasiado apretado echaba abajo un cristal, o bien un jarrón, una estatuilla saltaban de una consola al suelo. El revestimiento de madera, prensado, reventaba. Todas las caras estaban rojas, chorreando de sudor; Hussonet hizo esta observación:
–¡Los héroes no huelen bien!
–¡Ah! Está usted provocador– replicó Frédéric.
Y empujados, a su pesar, entraron en una habitación con un dosel de terciopelo rojo que llegaba al techo. En el trono, por debajo, estaba sentado un proletario de barba negra, la camisa entreabierta, el aspecto risueño y estúpido como un monigote. Otros subían al estrado para sentarse en su sitio.
–¡Qué mito! –dijo Hussonet– He ahí al pueblo soberano”.
Litografía del asalto a las Tullerías / PELLERIN
“Voilà le peuple souverain”. Si sustituimos las Tullerías por el Capitolio parece que Flaubert está describiendo la escena del otro día. El monigote sentado en el trono es ahora el chamán youtuber con cuernos de búfalo. Han cambiado algunos condicionantes sociales y políticos, pero la imbecilidad es la misma.
Este año que tan bien ha empezado se celebra el bicentenario de Flaubert. Será una buena oportunidad para releer su obra, que quizá sea más necesaria que nunca, por lo que estamos viendo. Como sabemos, Flaubert se dedicó en sus novelas a criticar sin piedad los mitos creados en su país a partir de la Revolución de 1789, esos nuevos dogmas ideológicos y morales consagrados por la prensa y el propio género novelístico en el que él mismo operaba.
Su correspondencia está llena de observaciones brutales, literalmente impublicables hoy en día. En una carta a Louise Colet, escrita en mayo de 1852, Flaubert comentaba: “Desde 1830, Francia sufre un delirio de realismo idiota; la infalibilidad del sufragio universal está a punto de convertirse en un dogma que va a suceder al de la infalibilidad del Papa. La fuerza física, el derecho de los más, el respeto a la muchedumbre han sucedido a la autoridad del nombre, al derecho divino y la supremacía del Ingenio”. En otra carta a la misma Colet, de 1853, seguía arremetiendo contra su época: “El año 1789 acabó con la monarquía y la nobleza, 1848 con la burguesía, y 1851 con el pueblo. No queda otra cosa que una muchedumbre canalla e imbécil. Todos nos hemos hundido y nivelado en una mediocridad común. La igualdad social ha alcanzado al Ingenio. Se hacen libros para todo el mundo, arte para todo el mundo, ciencia para todo el mundo, del mismo modo que se construyen líneas férreas y calefactorios públicos. La humanidad siente pasión por el embrutecimiento moral. Y eso me revienta porque formo parte de ella”.
El novelista francés Gustav Flaubert
No es de extrañar que su última e inacabada novela, Bouvard y Pécuchet, quisiera ser una enciclopedia de la estupidez universal, su vómito contra la clase burguesa a la que pertenecía. “Ilustrad al burgués”, decía en otra carta, “porque no sabe nada, absolutamente nada. El sueño entero de la democracia reside en elevar al proletariado al nivel de la estupidez del burgués. En parte, éste es un sueño que ya se ha realizado. El proletariado lee los mismos periódicos y tiene las mismas pasiones que el burgués”.
Aunque se trata de un asunto políticamente complejo y espinoso, difícil de discutir en una sociedad perpetuamente conmocionada y visceral, no hay duda de que una parte de los problemas que sufren las democracias liberales tienen su raíz en aquello que denunció Flaubert. Hoy en día necesitaríamos a un Aristófanes para representar con propiedad la imbecilidad sin tregua que nos rodea, consagrada por los medios de comunicación y por Internet. Poco antes del asalto al Capitolio, el congresista demócrata Emanuel Cleaver, que también es pastor, pronunció una oración, durante la ceremonia inaugural del Congreso, en la que terminó diciendo: “Amen and Awoman”. C’est hénaurme!!!! (sic), como escribiría Flaubert. Como se ve, la estupidez no conoce distinciones partidistas.
Aunque se trata de un asunto políticamente complejo y espinoso, difícil de discutir en una sociedad perpetuamente conmocionada y visceral, no hay duda de que una parte de
Por otra parte, la irrupción de esa tropa de payasos en el Capitolio es la justa consecuencia de lo que el mundo virtual ha fomentado. Los responsables de las redes sociales, en un ejercicio de hipocresía vergonzoso, se rasgan ahora las vestiduras y cancelan las cuentas de Trump, después de haberse enriquecido creando al monstruo, que en Twitter ha llegado a tener ochenta y ocho millones de seguidores. El 6 de enero pudimos asistir en directo a la toma del Senado, ver cómo los asaltantes se hacían fotos llevándose atriles o poniendo los pies en la mesa de Nancy Pelosi.
Concentración en la puerta del Ayuntamiento de París el 25 de Febrero de 1848 / HENRI FELIX EMMANUEL PHILIPPOTEAUX
El espectáculo se alimentaba a sí mismo, convirtiendo la denuncia en invasión, el propio delito en propaganda y negocio. La realidad se ha dado la vuelta y el mundo virtual se ha apoderado del sentido. Las deliberaciones de senadores y congresistas, antes del asalto, se tiñeron de pronto de irrealidad, como si el ágora estuviera a punto de perder definición y fundirse para dar paso a la naturaleza de Internet. Durante cuatro años, Trump ha ejercido como presidente de una realidad alternativa y virtual que ha terminado en tragedia de sangre, con la colisión entre sus fabulaciones delirantes y demagógicas y un sistema electoral, político y jurídico emanado de la Ilustración que no sabemos cuánto tiempo podrá aguantar el embate de la marea populista, a uno y otro lado de la ideología.
Este desastre es una consecuencia más del deterioro de la educación y el abandono de nuestros fundamentos. Occidente ha sustituido la búsqueda de la verdad por la confección y promoción de verdades de grupo, un conjunto de supersticiones, mentiras y dogmas despreocupado de la razón y entregado al sentimiento. La Revolución americana fue posible gracias a una reorganización política basada en las averiguaciones de filósofos como Hobbes, Locke o Rousseau, que acuñaron el concepto de civilización moderna tal y como la hemos entendido hasta hace poco. A ellos deberíamos volver si realmente queremos entender de qué estamos hablando cuando defendemos la igualdad de derechos.
Un manifestante durante el asalto al Capitolio / EUROPA PRESS
Pero ni Estados Unidos ni ninguna otra democracia podrá seguir existiendo si olvida su debate fundacional, manteniendo una estructura vacía y cada vez más intoxicada que puede desembocar en un regreso al estado de naturaleza pre civil que precisamente discutieron aquellos pensadores europeos. La democracia liberal no podrá sobrevivir a la destrucción de la educación liberal porque el olvido de los grandes libros conducirá a una guerra perpetua. Avergonzado de sí mismo, Occidente ha censurado incluso las formas de impugnación y denuncia que su propia tradición contemplaba, sustituyéndolas por un puritanismo sin raíces, fundamentalista, ignorante y acrítico. Si nos atenemos a los cánones ideológicos que hoy en día rigen la opinión y la estética, habría que volver a condenar a Flaubert por inmoralidad, lo mismo que a Baudelaire, de quien por cierto este año también se celebra el bicentenario. Releerlos y estudiarlos a los dos será uno de los consuelos de este curso.