La rebelión sin futuro
La pandemia ha disparado los movimientos de protesta, que llegan al paroxismo. Han existido siempre. La novedad es que ahora se hayan convertido en una multitud
8 noviembre, 2020 00:10Barcelona, Madrid, Sevilla, Burgos, Logroño; Francia, Italia, Austria, Alemania, Holanda; Estados Unidos, Brasil, Chile; Israel. Todos estos lugares tienen algo en común: periódicamente, grupos de individuos, en general jóvenes, se adueñan de las calles para arremeter contra el mundo en protesta por las restricciones asociadas a la pandemia. Gritan “libertad”. Una libertad, sugieren, amenazada por las limitaciones de movimientos dictadas para evitar contagios.
Algunos de estos manifestantes son conspiranoicos, empeñados en negar la existencia de la enfermedad o en atribuirla a fuerzas ocultas confabuladas contra la humanidad en general, y contra ellos en particular. También están quienes aprovechan cualquier eventualidad para manifestarse contra el gobierno de turno, en España o en Mali (donde también ha habido disturbios de este tipo). Finalmente, hay jóvenes que expresan su malestar ante un presente que no les gusta y un futuro en el que no creen tener sitio. Entre éstos hay rebeldes sin causa, aburridos de ver pasar el tiempo y aquéllos que siempre encuentran un motivo (la pandemia, un triunfo deportivo, el honor ofendido) para entregarse a los destrozos y, si cabe, al saqueo.
José Ortega y Gasset
Unos y otros han existido siempre, la novedad (una novedad que tiene ya años en Occidente) es que se hayan convertido en multitud. Ahora por el virus; en el pasado inmediato por agravios reales o imaginarios. A veces plantean reclamaciones globales innegociables porque no hay con quien negociar. Otras, ni siquiera eso: pura protesta, expresión de ira. ¿Son las masas de las que hablaba Ortega y Gasset? ¿O tal vez se trata de individuos con las características del fracasado radical del que habla Hans Magnus Enzensberger? En cualquier caso, además de airados, se muestran humillados y ofendidos.
Las masas, escribía Ortega, “por definición, no deben ni pueden dirigir su propia existencia, y menos regentar la sociedad”. La falta de proyecto es lo que traslucen las algaradas que aparecen en las ciudades, con voluntad preferentemente destructiva. Son la negación. De lo que sea. Por los mismos años en que Ortega escribía La rebelión de las masas muchos jóvenes buscaban la transformación social. En unos casos, se alistaban en movimientos reaccionarios inspirados en un pasado que nunca existió (el nazismo austroalemán, el fascismo italiano o el español, representado por la Falange). Otros pretendían implantar el paraíso en la tierra. A la fuerza, si fuera necesario. Todos predicaban la revolución, término que ha desaparecido en los grupos que actúan ahora aquí y allá, siempre al anochecer.
La pensadora Simone Weil
Mientras Ortega teorizaba sobre el hombre-masa, la pensadora francesa Simone Weil lo hacía también, aunque desde supuestos muy distintos. Ortega era un liberal. Weil simpatizaba con la acracia, lo que no la llevaba a confusiones respecto al movimiento espontaneista: “Las masas no ponen los problemas sobre la mesa, no los resuelven, no organizan, no construyen” sino que expresan “reivindicaciones desiguales”. Era consciente de la distancia entre la revolución y la rebelión de raíz nihilista. Contra la nada. A favor de la nada.
“Tanto el adolescente burgués en rebelión contra el medio familiar y las obligaciones escolares como el intelectual deseoso de aventuras y aburrido sueñan con la revolución”, dejó escrito en uno de los textos recogidos en el volumen Opresión y Libertad. Y añadió que el mito de “la revolución históricamente inevitable” sirve para que el individuo deje de sentirse “miserable y solo” al convencerse de “tener de su parte a la historia”. Pero la revolución “no es la sublevación contra el orden preexistente, sino la implantación de un nuevo orden que tergiversa el tradicional”, decía Ortega. Nada de eso aparece en los grupúsculos violentos que incendian los contedores o asaltan los comercios que les quedan a mano. No son soñadores; son decepcionados sin más voluntad que la destrucción de lo que les ha decepcionado: todo.
“El progreso no ha eliminado la miseria humana, pero la ha transformado enormemente. En los dos últimos siglos, las sociedades más exitosas se han ganado a pulso nuevos derechos, nuevas expectativas y nuevas reivindicaciones; han acabado con la idea de un destino irreductible”, sostiene Enzensberger (El perdedor radical) unas mejoras que han provocado expectativas difíciles de satisfacer, “por eso, la decepcionabilidad de los seres humanos ha aumentado con cada progreso”. Y citando al filósofo alemán Odo Marquard señala: “Cuando los progresos culturales son realmente un éxito y eliminan el mal, raramente despiertan entusiasmo, más bien se dan por supuestos, y la atención se centra en los males que continúan existiendo (...): cuanta más negatividad desaparece de la realidad, más irrita la negatividad que queda”.
La sociedad actual, atomizada por el neoliberalismo imperante, se convierte en un desagregado de individuos egoístas lo que explica “y define el absurdo estado de ánimo que esas masas revelan: no les preocupa más que su bienestar, y, al mismo tiempo, son insolidarias de las causas de ese bienestar” (Ortega). La pandemia ha disparado estos movimientos de protesta, que llegan a veces al paroxismo, como cuando los manifestantes de Tel Aviv califican a Netanyahu de asesino porque cierra los restaurantes, pero no cuando masacra a los palestinos o usurpa sus territorios para nuevos asentamientos.
En España, las primeras manifestaciones en Madrid, contaron con el aval directo de Vox e incluso de la ultraliberal presidenta de la comunidad, Isabel Díaz Ayuso quien aseguró: “Cuando la gente salga a la calle, lo de Núñez de Balboa (una de las calles bien donde se concentró la protesta) va a parecer una broma”. Un llamamiento a la acción directa difícilmente compatible con un cargo institucional cuya función es garantizar el orden necesario para la convivencia. Porque la “acción directa”, sostiene Ortega, “consiste en invertir el orden y proclamar la violencia como prima ratio, en rigor, como única razón. Es ella la norma que propone la anulación de toda norma, que suprime todo intermedio entre nuestro propósito y su imposición. Es la Carta Magna de la barbarie”. Una actitud que socava las bases de la vida en común al decretar que el otro, el que piensa diferente, es necesariamente lo que Carl Schmitt designaba como “un enemigo”. Y, siguiendo a Ortega, el hombre-masa en rebelión no acepta la convivencia con el enemigo. En realidad, no se trata de convivir: “La masa no desea la convivencia con lo que no es ella. Odia a muerte lo que no es ella”.
Escribió Ortega en esos mismos años una segunda obra que ayuda a comprender el presente La España invertebrada. El eje de su reflexión era la progresiva disolución de los valores. No se trataba de una sustitución, sino pura y simplemente, la negación de cualquier valor más allá de la propia satisfacción. Y a ello colaboraba decididamente la clase dirigente, antaño ejemplo de comportamiento (al menos en público). Se refería Ortega a la aristocracia intelectual, pero los modelos del presente son otros: políticos y personajes públicos procedentes del mundo del espectáculo (incluido el deportivo). Personajes que han sido repetido ejemplo de comportamientos asociales, empezando por instalar su residencia (real o ficticia) en paraísos fiscales para eludir sus aportaciones a la colectividad. Los políticos se han entregado a una vorágine de improperios hacia sus rivales, sin reconocerles jamás no ya el acierto, ni siquiera la buena voluntad en el proceso de la toma de decisiones.
El político que no logra ocupar el poder (llámese Trump, Bolsonaro, Salvini o Casado, incluso Susana Díaz o Pablo Iglesias en determinados momentos) asume el síndrome del perdedor radical y “todo colectivo de perdedores es proclive a los estados de crispación que pueden explotarse políticamente. Por muy insignificante o ridículo que sea el motivo, ningún actor con intereses estratégicos resistirá la tentación de capitalizarlo con fines políticos”. Todo empieza con el intento de apropiarse del lenguaje, de pervertir el uso del lenguaje.
Gustavo Zagrebelsky, constitucionalista italiano, lo explica así: “Sospecho que las palabras de la política, incluido el propio término política, cobran significados diferentes, incluso opuestos, según quien las pronuncia, según que esté en la cúspide de la escala social o en la base. Tomemos la palabra libertad: para quienes están en la cúspide quiere decir poder hacer lo que quieran, no encontrar límites a la manifestación de su propio poder, en todos los sentidos. En cambio, para quien está en la base de la escala social libertad quiere decir liberación de la opresión. Son dos conceptos completamente distintos” (Luciano Canfora y Gustavo Zegrebelsky: La máscara democrática de la oligarquía).
Cuando los manifestantes de Núñez de Balboa (Madrid) con Vox a la cabeza y Díaz Ayuso en la retaguardia, reclaman libertad, ¿qué entienden con ese vocablo? Cuando los diputados se insultan desde la tribuna del Congreso o desde cualquier tertulia televisiva ¿qué entienden por convivencia? Cuando el presidente del Gobierno se ausenta de los debates parlamentarios más importantes ¿qué entiende por diálogo?
“¡Convivir con el enemigo! ¡Gobernar con la oposición! ¿No empieza a ser ya incomprensible semejante ternura? Nada acusa con mayor claridad la fisonomía del presente como el hecho de que vayan siendo tan pocos los países donde existe la oposición. En casi todos una masa homogénea pesa sobre el poder público y aplasta, aniquila todo grupo opositor”. Son palabras de Ortega, hace más de ochenta años. Parecen escritas para hoy, cuando los líderes políticos se enzarzan en acusaciones y descalificaciones que recuerdan las de los hinchas del fútbol, azuzando las bajas pasiones de los grupos más violentos de cada club. Quizás la nueva rebelión de las masas se haya inspirado en el fútbol y tengan por modelo aquel entrenador que gritaba a sus jugadores: “Al enemigo, ni agua”. Es el primer movimiento. El segundo se llama violencia.