Camus, pensamiento contra hegemonía
'El hombre rebelde', un libro capital para entender el ejercicio de la libertad intelectual en una centuria marcada por los dogmatismos políticos, cumple setenta años con su mensaje intacto
30 septiembre, 2022 21:55“Pisarev, teórico del nihilismo ruso, observa que los mayores fanáticos son los niños y los jóvenes. Esto es también verdad referido a las naciones”. Albert Camus escribió estas palabras hace setenta años en uno de los capítulos de El hombre rebelde. A pesar de la evidente distancia y del paso del tiempo –el ensayo se publicó en 1951, en el parteaguas de la pasada centuria, provocando un terremoto intelectual inmediato– el fondo de su mensaje se sostiene incólume. La rebeldía, igual que la célebre diosa razón de la Ilustración, fabrica sus propios monstruos, los demonios libertarios. Es la falta de perspectiva, una más de las diversas formas de ignorancia social, la que nos impide a menudo reconocer que la historia de la humanidad mueve una y otra vez las mismas brasas y alimenta idénticos fuegos, aunque los mártires carbonizados en las eternas pilas de leña del siguiente auto de fe tengan nombres distintos.
El escritor francés, arquetipo de los pensadores que perdimos, y que en este tiempo extraño donde nadie escucha a nadie y todos hablamos solos delante de una pantalla de ordenador más falta nos hacen, utiliza esta cita para explicar la convulsa historia de la Rusia, sitial de la revolución bolchevique y causante de la guerra de Ucrania. Su enunciación, sin embargo, se proyecta hasta el presente. ¿Una sociedad infantilizada, como la que existe en casi todos los países occidentales, no es también una sociedad fanática? Sin duda. Sólo que, igual que sucede en una pecera, los peces no son capaces de reconocer el agua en la que habitan.
Se trata de un universal recurrente: los sucesivos profetas del bien, indefectiblemente, antes o después acaban por cercenar la libertad individual, que es el fermento de la verdadera cultura. De los lugares donde decir en público la verdad –con argumentos– supone correr un riesgo, sea vital o social, conviene alejarse pronto: nunca mejoran a las personas, las castran. Resulta sencillo pues comprender las razones por las que este ensayo milagroso, que hace unos meses ha vuelto a editar DeBolsillo (Random House), sigue cobijando la luz de una poderosísima inteligencia siete décadas después de ser publicado por Gallimard.
En él cohabitan la historia del siglo XX y la tragedia íntima del hombre, el único ser que es incapaz de aceptarse a sí mismo. Camus lo escribió con 38 años. Venía de las filas de la resistencia francesa. Había sido el editorialista del diario clandestino Combat y, tras la publicación de La Peste, parecía haberse instalado como uno de los referentes del alto pensamiento progresista. Todos lo elogiaban: las instituciones, los camaradas y los monaguillos marxistas. Él, sin embargo, descreía de la moral del rebaño y sabía que, una vez saliera a la luz su reflexión sobre la rebeldía –metafísica primero; política después–, iban a echársele encima los que le consideraban uno di noi. Un marinero en el mismo barco.
Hace falta tener una seguridad colosal y una independencia de criterio ejemplar para cuestionar a tu propia tribu. Sobre todo en el circuito intelectual, donde las purgas y los ajusticiamientos se perpetran con tinta antes que con sangre. Caminar en contra la hegemonía, ese concepto de Gramsci, en un tiempo marcado por el dogmatismo se antoja un suicidio. Una guerra que termina, como explicó Ibsen, con el título de enemigo del pueblo. Y, sin embargo, no existe otra manera de hacer avanzar a una civilización que ejercer el sentido crítico ante aquellos que postulan la furia de la militancia sentimental frente al pensamiento.
En el instante en el que se publicó El hombre rebelde, y durante bastantes décadas después, la intelligentsia europea creyó en la ingenua redención de los postulados del marxismo. El comunismo ruso se tenía como el modelo de una sociedad superior al capitalismo. Ocho años más tarde triunfaría el castrismo en Cuba, extendiendo la confusión de las falsas utopías a una América donde rebelarse ante las injusticias sociales, igual que hacían los antiguos siervos ante los amos, era contribuir a la cruzada que necesitaba para triunfar la nueva religión.
No deja de ser asombroso: las masas de creyentes, que no son lo mismo que una reunión de los ciudadanos, en cualquier momento de la historia se han preocupado más de exterminar o señalar a los disidentes –esos eternos heterodoxos– que en depurar sus propias creencias de las mortales trampas de la abstracción. Camus se dedicó con talento a esta misión, sacudiendo las cómodas certezas de quienes dividen a la sociedad en bandos, se intitulan a sí mismos como los defensores de los sagrados mártires e imponen a todos un diktat que exige servidumbre o dominio. Que no soporta el pensamiento libre.
Camus quiso en El hombre rebelde discutir los mandamientos de la izquierda desde una óptica moral que comienza con un análisis cultural, enfocado en el pasado como la forma más inteligente para entender el presente, y se expande hacia lo político a través de una brillante historia cultural sobre la rebeldía. ¿Tenemos derecho a matar a un semejante para salvar el mundo? Ésta es la interrogación del ensayo, ante la que la nomenclatura –Sartre, Beauvoir y toda la escolástica de Les Temps Modernes– respondía afirmativamente, asumiendo el principio de que el fin justifica cualquier medio, y los escasísimos outsiders, en ese momento únicamente Camus, defendían lo contrario, en la certeza de que la nobleza y el sentido de la dignidad que pudieran alumbran en su origen a la rebeldía, sin un cauce humanista que la contenga y la embride, suele terminar en holocausto.
Los hechos históricos le daban la razón. La iracunda cancelación contra su figura, dirigida por los mandarines de la Rive Gauche, confirmó que la saeta de Camus había dado en el blanco, igual que en su día hizo Castellio en su enfrentamiento contra Calvino: “Matar a un hombre no será nunca defender una doctrina, será siempre matar a un hombre”. En la satanización de Camus, tan estéril, pues nadie puede ahora leer a Sartre más que como arqueología mientras la obra del autor de El extranjero no ha hecho sino agrandarse, palpitaba un vago desprecio de clase: los izquierdistas de café, revolucionarios de sofá, vivían en un universo burgués donde siempre tenían la razón; Camus, en cambio, procedía de Argelia, se había educado en una escuela pública –este emocionante episodio de su biografía se cuenta en El tercer hombre, su novela póstuma– y conocía la pobreza de primera mano. Hablaba de cosas reales, no de abstracciones.
La disputa entre los intelectuales europeos que provocó El hombre rebelde puede ser leída como un duelo entre la revolución de salón y la rebeldía terrestre. Sartre y sus fieles dicen no al capitalismo, pero abrazan –como ciegos voluntarios– los daños, nada colaterales, del totalitarismo soviético y la distopía maoísta. Camus sigue diciendo no a estos nuevos paraísos donde –es la señal inequívoca de las estafas políticas– está prohibido hablar, expresarse, pensar y molestar a un poder absolutista que se ha erigido en sinécdoque de la sociedad.
Esta diatriba, planteada en los términos de mediados del siglo XX, no difiere en exceso del enfrentamiento y la sumisión al dogma que exigen ahora las denominadas guerras culturales, en las que nuevas iglesias infalibles –sexuales, raciales, neocoloniales– prohíben las artes que ponen en cuestión o expresan dudas sobre sus buenas intenciones, convertidas en doctrinas. Camus nos dice que ante esta encrucijada existen dos senderos: asumir el delirio colectivo que se cobija bajo el resentimiento social o explorar una forma más humana de moral. Esta segunda opción implica enfrentarse a la hegemonía del momento si ésta somete la vida o la libertad a sus creencias. Del análisis de Camus se infiere que la pasión política, como pretendía Hegel, nunca llegó a sustituir a la religión. Sencillamente la emuló:
“La revolución sin honor, la revolución del cálculo que, prefiriendo un hombre abstracto al hombre de carne y hueso, niega al ser tantas veces como sea necesario, pone precisamente el resentimiento en el lugar del amor. Tan pronto como la rebeldía, olvidando sus generosos orígenes, se deja contaminar por el resentimiento, niega la vida, corre a la destrucción y hace levantarse a la cohorte socarrona de esos pequeños rebeldes, simiente de esclavos, que acaban ofreciéndose, actualmente, en todos los mercados de Europa, para cualquier servidumbre. Entonces ya no es rebeldía ni revolución, sino rencor y tiranía”.
Las razones para combatir a las teocracias son idénticas a las que existen para criticar a las falsas democracias que imponen el criterio de la mayoría y destruyen el verdadero espacio político, que es el que queda al margen de los avatares naturales –lengua, creencia, sangre y familia– con el fin de permitir la convivencia entre los diferentes. Ésta es la valiosa idea de solidaridad que defiende Camus: alejada de los primitivos mitos culturales y en búsqueda de una nueva humanidad. Una esfera compartida entre todos los hombres que no promete lo imposible, sino que es realista, consciente de los límites de los seres humanos y que, en lugar de en el exceso, se sustenta en la sobriedad de los clásicos. El ocaso de la sacralización política y su sustitución por una moral en la que la libertad sea un hecho natural, en vez de la concesión de una gracia. Una sociedad de hombres. No de autómatas.