Letra Clásica
Intolerancia & otros demonios
Zweig dibuja en 'Castellio contra Calvino' un retrato certero de la lucha entre la libertad y el fanatismo totalitario, una analogía vigente aún en la Europa amenazada por los nacionalismos
6 febrero, 2018 00:00Suiza tiene fama de ser un sitio civilizado cuyos mayores atributos son la neutralidad política, el secreto bancario, la perfección de sus relojes, la calidad de sus chocolates y la excelencia de sus quesos. Las estadísticas lo sitúan como uno de los países más ricos del orbe a pesar de su discreto tamaño y su diversidad cultural. No siempre la estampa alpina fue perfecta. En 1536, en Ginebra, la reforma protestante iniciada en Alemania por Lutero se había convertido en un nuevo poder terrenal --con respecto a Roma-- y sojuzgaba a aquellos que apenas unos años antes había prometido liberar de la pérfida élite católica, corrupta como sólo pueden serlo las organizaciones hechas por el hombre al amparo de la representación de Dios.
La ciudad, reunida en una asamblea celebrada en una plaza pública el 21 de mayo, celebró un referéndum --las analogías las carga el diablo-- merced al cual entregó su libertad a la religión recién reformada. Una victoria de Guillaume Farel, un fanático predicador francés, procedente de una familia aristocrática de la región del Delfinado, al que Erasmo llama en sus memorias “soberbio”. El personaje era en realidad un sentimental iracundo: usaba el púlpito para adoctrinar al pueblo y convencerle de la obligación de entregar sus vidas --incluyendo también sus haciendas-- al reformismo, que había olvidado una de las virtudes originarias de la fe: la piedad. Entraba en las iglesias católicas acompañado de una guardia pretoriana y contrataba a bandas de niños para que reventaran las misas en latín. Todo valía, incluyendo la violencia, para implantar el rigorismo protestante, que es el contexto en el que Stefan Zweig sitúa uno de sus mejores ensayos históricos: Castellio contra Calvino (Acantilado).
Totalitarismo versus libertad de pensamiento
Castellio, cuyo verdadero nombre era Sebastian Chatillon, como todos los héroes de verdad, está solo frente al poder de Calvino, un purificador que dice representar a la colectividad. Un individuo libre contra el gobernante de un pueblo que presumía de ser el más tolerante de Europa y que, sin embargo, había entregado su destino a un inquisidor teocrático, capaz de prohibir el canto, el teatro y hasta las tabernas. Calvino, que se sumó a la revolución protestante contra el Vaticano como Pablo de Tarso al cristianismo, había instaurado en Ginebra una distopía basada en el trabajo de sol a sol y en la asistencia obligada --hasta tres veces al día-- a los austeros oficios religiosos. Los burgueses ginebrinos entregaron su libertad durante veinte años a este ayatolá a cambio de la seguridad ideológica que persiguen quienes han renunciado a pensar. Como todos los tiranos, su vida estaba llena de complejos. Recelaba de la diversidad de creencias, odiaba a quien se atreviera a disentir y temía a la voluntad individual. A Servet lo quemó vivo por hereje en 1553 por atreverse a enviarle sus escritos.
Compromiso con la verdad
Nadie osó entonces poner en duda su sentencia de muerte. Salvo Castellio, el único hombre justo de Ginebra, antecedente del intelectual comprometido con la verdad, capaz de publicar --bajo seudónimo-- un tratado sobre los herejes donde defiende que la intolerancia religiosa, igual que la política, es anticristiana. Y condena el asesinato y el hostigamiento de quienes piensan por su cuenta, aunque sea frente el poder establecido. A través de su epopeya, que es prosaica porque está llena de quebrantos sin victoria, incluida la persecución constante de la policía religiosa, Zweig retrata de forma insuperable los peligros del totalitarismo, cuya máscara oculta detrás de la sonrisa y de las buenas intenciones un cúmulo de intolerancias y demonios convertidos en dogmas colectivos. Castellio, defensor secreto de la libertad de conciencia, murió sin gloria. Su obra no pudo imprimirse hasta un siglo después en los Países Bajos. Escribió sin fortuna en un tiempo en el que el dogmatismo religioso multiplicaba, en una anticipación de los nacionalismos, la división parroquial de aquellos que creen estar en posesión de la verdad y deciden levantar fronteras --espirituales o religiosas-- en cada pueblo.