La poesía de Propercio

La poesía de Propercio FARRUQO

Letras

Propercio o la humillación de la lealtad

El poeta romano es un maníaco de la fidelidad que concibe el amor como la entrega a un solo cuerpo. En sus poemas practica la moral de la sinceridad, se muestra vulnerable y se identifica con el enfermo y con el loco. El desvarío es el elemento esencial de su ideal amoroso

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Como sucede con otros líricos monomaníacos el primer poema de Propercio parece contener lo más importante su programa. Cuando sus  versos se ponen en marcha ya conoce a su amada Cintia, ya ha experimentado como el amor humillaba su orgullo de joven seductor, e incluso ha encontrado su meta vital: “Ser fiel en un amor siempre seguro”, o, en palabras más prosaicas, la lealtad romántica y sexual. La poesía de Propercio arranca donde la de Tibulo acaba. Allí donde a Tibulo le costó años y decenas de poemas aprender que el amor es sufrimiento y humillación, Propercio parece comprender de manera innata que el medio natural del amante es la sumisión.

El contraste entre Tibulo y Propercio resulta ilustrativo en la medida que nos ofrecen dos visiones casi opuestas del amor. Para Tibulo se trata de un reto de interés y cálculo que se juega desde muchas perspectivas, cada uno con las bazas que tiene (dinero, juventud, poder o atractivo); un sentimiento que solo alcanzamos a comprender después de haber amado muchos cuerpos. Tibulo puede ser violento pero en el fondo nunca deja de ser un hombre práctico, un estratega.

Propercio es un maníaco de la fidelidad. Solo podemos experimentar en profundidad el amor si nos rendimos a la fidelidad. Un solo cuerpo (y las múltiples capas de su personalidad) pueden enseñárnoslo todo: “De mucho sirven la felicidad y la constancia en el amor / quien puede dar mucho, vivirá con uno muchos amores”. Está en contra de la violencia, su estrategia es someterse e implorar. Allí donde Tibulo desprecia la guerra, Propercio rechaza el cálculo, los artificios y la estrategia. Su moral es la sinceridad, la exposición vulnerable su método:

Propercio

Propercio

“Amor, desnudo, desprecia la belleza artificial.

Contempla los colores naturales de la tierra,

la hiedra crece más fuerte si nace silvestre,

el madroño más bello nace en las cuevas solitarias,

y el agua sabe correr por cauces que nadie le ha enseñado,

al litoral le basta con sus colores para atraer a las conchas,

¿y qué enseñanza mejoraría la dulzura del canto de los pájaros?”

De toda esta sinceridad sin artificio deriva una exigencia de lealtad que apenas una amante entre cien sería capaz de cumplir, y aquí empiezan los problemas de Propercio: Cintia no es una de ellas.  Pero antes de que asomen las dificultades Propercio se siente tan orgulloso de sus principios que se convierte en el consejero de otros amigos varones, con los que ha establecido una franca confianza erótica. Así defiende ante Baso su monomanía: “¿Por qué no dejas pasar lo que me queda de vida / en mi querida y familiar esclavitud?”. Y así trata de contagiar a su querido Galo las ventajas de caer a los pies de un amor:

“Ya no abandonará tus sueños, ya no abandonará tus ojos,

ella, dominante, sabe bien cómo encadenar a un hombre”

Entonces Galo disfrutará y sufrirá por los mismos motivos que Propercio, le entenderá por fin y podrán consolarse mutuamente:

“Yo con todo mi cuerpo no soy nadie,

y tampoco te ayudará la nobleza cuando te enamores

[…]

y si dejas alguna huella de infidelidad

tu nombre se transformará enseguida en una parodia”.

Propercio tampoco puede acompañar a su amigo Tulo a unos días de navegación por el Egeo pues vive “bajo un signo cruel”, donde la palabra crueldad transparenta las delicias e intensidades sin las que sospechamos que la vida ya no le sabría a nada. Le retienen los abrazos, las palabras y los “conmovedores ruegos” de Cintia; y la muchacha le promete que si decide irse no dudará en arañarle la cara hasta desfigurarle.

Propercio no trata de convertir a Tulo, reconoce en su amigo al joven que solo ha tenido corazón para la patria, y al ciudadano que jamás cederá al enamoramiento. A quién no perdona es a Póntico: le descubre abatido y suplicante ante las reglas que le impone una esclava recién adquirida y le dedica un te lo dije, un ya verás ahora y un ríndete de manual:

El dolor y las lágrimas me han convertido en un experto,

¡ojalá, libre de padecimientos, se me pudiera llamar ignorante!

[…]

Todavía no estás lo bastante pálido, te esperan llamas más ardientes,

apenas sufres la chispa de la futura desgracia.

[…]

Sé humilde, reconoce cuanto antes tu locura:

solo si admites por quién te consumes aliviará tu amor”.

'Poemas'

'Poemas' BOSCH

Ampliemos la perspectiva: Catulo ama mezclado con la agitación del foro: una ocupación más en la secuencia de baños, visitas al abogado, cenas y festividades que tejen la vida de un ciudadano romano; Tibulo identifica el amor con una retirada de las convenciones sociales y las responsabilidades civiles, un adiós a las armas al amparo de la fantasía de refugiarse en una Edad de Oro campestre; pero ninguna de estas vías satisface a Propercio: tan incapaz de abandonar Roma como de integrarse en la vida cotidiana; el lector sospecha que se sentiría ofendido si lo confundieran con uno de esos ciudadanos que no están marcados por el fuego del amor. Propercio se identifica con el enfermo, con el loco: el desvarío es el tropo central de su idea de amor. 

Buena de parte de esta locura deriva de la intensidad de su entrega, pero también de la aterradora constatación de que no basta con ofrecer una lealtad sin fisuras para liberarse de los altibajos del amor. ¡Nada de eso!  Propercio también vive montado en la rueda del amor, aunque se mantenga imperturbable, aferrado a sus ideales, aunque no cambie de estrategia como Tibulo, el amor no deja de zarandarle. Así pasa de la euforia por haber triunfado sobre un rival, a sentir una añoranza muy intensa por la ausencia de su amada; ahora se lamenta de que Cintia se arregle para otros (y aprovecha, implacable, para recordarle que él seguirá a lo suyo: “antes dejarán de correr los ríos hacia el mar / y desorganizará el año su rumbo / que mi amor por ti se altere al fondo de mi corazón”), y unas páginas después trata de persuadir a la puerta de su amada para que se abra, argumentando que al encontrarla cerrada él nunca ha berreado ni escrito poemas obscenos, sino que le ha estampado besos.

Pese a estar sumergido en la monomanía de su fidelidad Propercio satisface la directiva Juan Benet, según la cuál solo admitiremos que un escritor domina su estilo cuando es capaz de salirse, aunque sea por un momento, de las claves temáticas o formales por las que lo reconocemos. Y justo alcanzada la mitad de su producción  (II, 22A) Propercio se descubre como el poeta que hubiese podido ser desligado del yugo de la lealtad. Recorre las calles de Roma como teatros edificados para su perdición, plagados de muchachas ante las que no se siente obligado a escoger: todas tienen sus defectos, pero todas le gustan por igual, ¿hay algún motivo para no someter el amor a los caprichos del gusto? Este inesperado Propercio, casi inverosímil, asegura que la naturaleza le amasó de manera que está siempre enamorado, que una amada nunca será suficiente para él, y que cuando intenten gobernarle les recordará que ya hay otra esperándole.

Propercio remata el poema con una comparación débil (“con más tranquilidad amamanta una madre si tiene dos hijos”) y, ¿no preferimos encontrar en nuestros poetas sus rasgos habituales? El Propercio de II, 22A (como el Propercio cínico que asoma en II, 16 describiendo al adinerado pretendiente de Cintia con una agresividad más propia de Catulo) parece vestido con retales de trajes ajenos, y aunque comprendemos que el poeta abra líneas de fuga (incluso para reafirmarse después en su línea habitual) estamos deseando se quite la máscara.

Propercio mejora cuando abandona los techos bajos de una promiscuidad impostada y el desapego cínico (“Han pasado tantos días que ya no me apetece el teatro / hago oídos sordos a los amores infames”), cuando se decide a ser más concreto y personal, si levanta acta de los agravios cometidos por Cintia, al decidirse a recorrer su laberinto de inculpaciones y exculpaciones patológicas.

En un poema le vemos perdonando las infidelidades pasadas de Cintia (“botín para los Centauros en medio de su embriaguez”) a cambio de que el tiempo no arrugue su belleza, en otro nos recuerda como el amor transforma la fiereza de los jóvenes en una sumisión que ya no distingue lo justo de lo injusto; aquí examina su adaptación a las iras que despiertan sus coqueterías con otros (“solo sentirás dolor la primera noche / todas las penas del amor son ligeras si las superas”), y justo después nos ofrece un sereno informe sobre la paranoia de los celos:

“Me molestan los retratos de los jóvenes,

me molestan los nombres que se pronuncian,

me molesta el bebé silencioso en su cuna,

me molesta que tu mamá te de tantos besos

me irrita tu hermana y esa amiga que se acuesta contigo,

todo me molesta, soy tímido (perdona mis temores),

e incluso a tu lado imagino hombres ocultos bajo tu túnica”.

'Elegías'

'Elegías' CÁTEDRA

Ahora se queja por la degradación de las costumbres (“La araña cubre los templos del pudor / y las malas hierbas han conquistado los panteones abandonados”), después se pone filósofo (“Todo cambia, cambian también los amores / o vences o eres vencido, así es la rueda del amor”); en un poema se lamenta de que la mujer solo se esfuerce para sobresalir en el engaño (“dominar al amante con promesas / se parece demasiado a tener las manos manchadas de sangre”) y en el siguiente se alegra de que a Cintia se la lleven de Roma, convencido de que entre los algarrobos y las cabras no la acosarán los seductores; aquí se arrastra recordándole a su amada que por mucho que progrese en su la ingratitud su fidelidad es indestructible (“lo sufriré todo”), y allí trata de intimidarla constatando que el futuro que le espera a sus encantos son el féretro y la ceniza. ¿Y no es un golpe bajo que la consuele después de que otro amante la deje plantada con este verso envenenado: “él es libre y canta, y tú, crédula, duermes sola”?

Cintia, Cintia, Cintia y mas Cintia. Pero Propercio no engaña a su lector, con él las cartas siempre están sobre la mesa:

“Cuando al inclinarse al sueño cierra los ojos

si la mira el poeta encuentra mil temas originales.

[…]

Haga lo que haga y diga lo que diga,

de una nadería extraigo una gran historia”.

De nuevo la comparación con Tibulo arroja luz sobre Propercio. Por mucho que se indigne y desarrolle fantasías de agresión Tibulo es ante todo un poeta disfrutón que aprovecha la menor oportunidad para transmitirnos el placer que le proporcionan sus amantes. Propercio se recrea en los sufrimientos e insatisfacciones que le impone la lealtad, de manera que brillan con luz propia los escasos poemas celebratorios, como la exitosa noche de amor de II, 15, donde recupera la idea catuliana de que los besos de los enamorados están más allá del cómputo, y refuerza su convicción de no se les debe buscar un final a los amores ligados por la demencia de la fidelidad, que duran lo que dura la vida.

Lo que dura la vida y más allá. Porque la lealtad amorosa y sexual de Propercio es lo bastante intensa como para trascender la vida. En I, 9 el poeta le asegura a Cintia que no considera a la muerte ni al destino instancias lo bastante poderosas para apagar su fidelidad. Su imaginación morbosa le imagina muerto, pero igual de enamorado:

“Cupido entró a tanta profundidad en mis ojos

que mis cenizas no pueden desprenderse de tu amor.

[...]

Allí, en los espacios tenebrosos, siempre seré tu espectro,

un amor leal atraviesa incluso las riberas del destino”.

Propercio abandona las especulaciones filosóficas y ensaya (II, 13) un abordaje mundano de su muerte al anticipar su propio entierro al detalle:

“Escucha como debe organizarse mi funeral:

que no se alargué el cortejo fúnebre, ni quiero un largo desfile

ni que la trompeta se lamente inútilmente por mi muerte,

que nadie trate de tumbarme sobre un lecho de marfil

[…]

aspiro a las sobrias exequías de un funeral plebeyo”.

La modestia de la ceremonia contrasta con la obscenidad con la que le impone a Cintia su comportamiento y sus emociones futuras:

“Tú, en cambio, acompáñame arañando tu pecho desnudo,

no te canses de invocar mi nombre,

deposita tú último beso en mis labios

[…]

Acuérdate siempre de mí, recorre encanecida el camino

hacía la lápida que sabrá olvidarte, no desprecies mi sepultura,

la tierra jamás es del todo inconsciente de lo que ocurre”. 

'Propercio y Cintia en el Tivoli

'Propercio y Cintia en el Tivoli" AUGUSTE JEAN BAPTISTE VINCHON

Estas fantasías fúnebres le permiten a Propercio aliviar la tensión refugiándose en una conjetura donde la muerte quizás sea incapaz de consumir su amor, pero sigue siendo la bastante poderosa para apresar a Cintia en una devoción donde parece incapaz de traicionarle, como si el precio que el poeta debe pagar para contagiarle su lealtad fuese la supresión física. Pero lo cierto es que a Propercio todavía le quedaban muchos  poemas por escribir antes de que se cortase el hilo de su relación con Cintia. Y como saben los amantes de todas las épocas los finales, distantes o cercanos, tortuosos o puros, aunque no se merezcan, tienen que atravesarse.

Demos ahora un breve rodeo: como la de tantos otros de sus colegas del futuro (Ovidio, Shakespeare, Keats, Hernández o Ashbery)  la imaginación de Propercio suele ir más rápida que la vida. La poesía como ejercicio de impaciencia. Y Propercio empieza a perder a Cintia cuando se vuelve temeroso de que algo malo le pase, en visiones que esquivan sus habituales hipocondrías y paranoias para oscurecerse en presentimientos:

“Te he visto en sueños, vida mía, en un naufragio

mover las cansadas manos entre las espumas jonias

reconocer todas las veces que me has mentido

y no poder soportar el peso de tus cabellos húmedos

[…]

sacando apenas la puntita de tus dedos del abismo

al borde de la muerte repites y repites mi nombre”.

También pertenecen al territorio de la imaginación impaciente los versos donde Propercio presume de ser capaz de vencer al tiempo. Por crispados, violentos, modestos o humillados que suelan mostrarse Catulo, Ovidio u Horacio en algún momento proclaman que su poesía les ofrecerá a sus amadas una gloria tan duradera como los cantos homéricos se la dieron a los héroes aqueos. Propercio no duda de sus méritos, reclama el triunfo por haber trasladado los suaves ritmos griegos al áspero verso latino y esta convencido de que la fama del nombre de Cintia y sus amores (como la Lesbia de Catulo) sobrevivirán varias generaciones a su muerte.

Versión en latín del libro IV de las 'Elegías'

Versión en latín del libro IV de las 'Elegías'

La enfermedad de Cintia introduce una nota cotidiana. La primera reacción del poeta pasa por reprocharle sus infidelidades, la manía de salir de casa durante la noche y con mal tiempo, tanta excitación es perjudicial para sus nervios. Propercio se presenta voluntario para acompañarla y cuidarla pero su imaginación no sabe quedarse quieta. Bajo la piel agitada por la fiebre de Cintia ve ya el cadáver de su amada y reta a sus rivales: “No me compares con nobles y afortunados / ¿te los imaginas el último día recogiendo como yo tus huesos?”

Después de estas tempestades de la imaginación el libro tercero adopta un tono más sereno. Propercio escribe sobre las peleas y los celos  en un tono más de profesor que de amante (“las mujeres solo sufren cuando su amor es sincero” o “no me gusta la paz cuando estoy a tu lado”) y sin mencionar a una Cintia que apenas comparece en este volumen para celebrar su cumpleaños, una pieza muy delicada (“Transcurra esta jornada sin nubes / que la luz del día no vislumbre el dolor / despereza el sueño con agua fresca / ponte el vestido con el que me cautivaste / y llena de flores tu peinado), donde el erotismo solo se infiltra al final (“Cuando las horas hayan pasado en un desfile de copas / pediremos asistencia a Venus para los ritos de la noche”), un poema más propio de cónyuges que disfrutan de una monogamia deseada por igual que las habituales turbulencias de la pareja, tan asimétricas en lo que le piden al amor.

Y de repente la despedida. Después de un trance de cinco años Propercio abre los ojos a la realidad de su relación con la violencia de quien se escapa de la influencia de un hechizo. Se da cuenta de que Cintia no compartía sus valores, que sus infidelidades no eran momentos de debilidad seguidos de contrición, sino decisiones conscientes. Propercio entiende también que se han reído de él, que es motivo de burla en los banquetes y entre las sirvientes. Fueron sus versos los que la elevaron. La lucidez de Propercio es fría comparada con los berreos de Catulo o las perspectivas sádicas de Tiberio, incluso se augura un futuro de plácida libertad, lejos de los tormentos que ha padecido, pero tampoco se separa de manera limpia, queda un remanente de inquina, otro acelerón del tiempo para disfrutar anticipadamente la decadencia de Cintia:

“¡Que te abrume la vejez!

¡Qué te alcancen las siniestras arrugas!

Desearás tanto arrancarte las canas,

y rechazada sufrirás en tu carne tanta altivez y soberbia,

y vieja te lamentarás de lo mismo que tú provocaste,

¡aterrorízate de la agonía de tu belleza!”

La amarga satisfacción del resentimiento se resuelve, como de costumbre, en unos versos retóricos. Pero Propercio no volverá a mencionar a Cintia, al menos viva. Apenas seis poemas dedicados a Cintia de una veintena larga. ¿De qué ha escrito Propercio despojado de su único tema? Propercio no busca sustitutas como Tibulo, tampoco da rienda suelta a su ira como Catulo. ¿Qué escribirá en adelante?

De manera pasajera Propercio ya había fantaseado con madurar en un poeta bélico. Comparte con Horacio la tensión entre su gusto por la poesía lírica y la demanda social de que compongan una poesía seria, que quizás ya no pueda ser épica, pero sí de Estado, que contribuya a la gloria y a la fama de Roma. Así le sorprendemos involucrado en poemas sobre la campaña de Augusto contra los partos, y sobre su relación con Cleopatra, tentativas sobre la fisinomía pública y privada del César, pero en ninguna de estas vertientes impide que el toque de la respetabilidad le deprecie en un escritor gélido

Capaz de escribir (y publicar) sin inspiración Propercio tantea diversos caminos. Su dominio de la mitología le anima a escribir un Himno a Baco, pero las referencias al mito expuestas como ráfagas con las que cristalizaba los comportamientos morales de Cintia, se esclerotizan cuando las convierte en el asunto central del poema. También intenta escribir poesía moral (contra el dinero), la descripción de un viaje por Atenas, un elogio de Grecia, un agon esquemático sobre quién tiene más líbido, los varones o las hembras, largas tiradas teóricas exponiendo la superioridad de la lírica sobre la épica, elogios a Mecenas y a la mujer espartana (nada menos)… múltiples vías que le conducen una y otra vez a esa poesía áspera, sin vida, que tan orgulloso estaba de haber endulzado.

La ausencia de Cintia, da igual lo que significase para el hombre, ha destruido al poeta. En el cuarto y último libro de Propercio la debacle es sangrante. Frontones poéticos sobre la gloria de Roma, el dios Vertumno, o la leyenda de Tarpeya. Propercio apenas levanta el vuelo cuando se pone en la piel de una alcahueta, de una mujer recién muerta que aconseja y consuela con elegante emotividad a su marido sobre la futura crianza de sus hijos o de una esposa que espera y espera a un marido ocupado en sus hazañas bélicas:

“Todo está callado y en silencio […]

me gustan los ladridos nostálgicos de mi perrita Craugis,

con flores techo las capillas, con verbenas cubro las imágenes

de las encrucijadas, mientras las salicornias crepitan en los altares”.

Pero esta exposición de una vida serena tiene más de ejemplar que de sugestivo.  Propercio ha descubierto la metamorfosis de la voz poética (el truco de Ovidio para renovarse una y otra vez) cuando ya es demasiado tarde para él. Propercio solo vuelve a ser Propercio para su último baile con Cintia. Ha cumplido con la promesa de no volver a nombrarla en vida, pero la convoca tras la muerte de la muchacha, más profunda que cualquier abandono.

El poema arranca con la visita del espectro de Cintia (“pues la muerte no lo acaba todo”), hace muy poco que la enterraron a un lado del camino, y aunque la piel ya se ha marchitado, conserva el peinado y el brillo de los ojos. Propercio enseguida desplaza la voz a Cintia, la misma estrategia que adopta en los poemas sobre la alcahueta y la esposa abandonada pero con resultados distintos pues ahora se interna en el núcleo de sus recursos. Lo que sigue es una inversión de la dinámica habitual entre los dos amantes: es Cintia la que acusa al poeta de olvidarse enseguida de las citas secretas y los viejos acuerdos; y le reprocha con especial viveza su comportamiento durante su funeral:

“¿Quién te vio hundirte durante mi funeral,

quién te vio empapar tu toga de luto con lágrimas calientes?

[…]

Incluso te fastidió depositar a mi lado jacintos sin valor

o purificar mi tumba con una jarra de vino”.

Cintia acusa a Propercio de no haber cumplido la promesa de serle leal más allá de la muerte, también desmiente lo que llevamos leído al  presentarse como la amante fiel de la pareja, todavía dispuesta a perdonar: 

“No te censuro, Propercio, aunque lo merezcas:

largo fue el reinado de mis libros.

[…]

siempre te fui fiel, si miento que una víbora

entre siseando en mi tumba y anide entre mis huesos”.

Cintia y Propercio, poeta y voz, comprenden el juego de la vida, la imposibilidad de que los difuntos retengan a los vivos, el trabajo de la muerte es otro: “con lágrimas de muerte sanamos los amores de la vida”, recreamos desde la serenidad del final la intensidad, el entusiasmo, todas las heridas. Vivos y muertos están demasiado lejos, en una extraña intimidad donde comparten sus respectivas ignorancias, que apenas puede acercar el trabajo manual:

“Planta hiedra sobre mi tumba, que su adhesivos brazos

sujeten mis delicados huesos, me enredaré a su cabellera vegetal.

[…]

y en la piel de una columna inscribe un poema digno de mí,

breve, pueda leerlo el caminante que abandona la ciudad”.

Cintia comprende que no podrá impedir que Propercio bese y se encariñe con otras mujeres, vivas como él, pero está lejos de rendirse, es paciente, sabrá esperar:

“Un día te tendré solo para mí, estarás a mi lado

y mis huesos se desharán mezclados con los tuyos”.

Después de todo la lealtad amorosa y la fidelidad sexual quizás solo estén al alcance de los muertos.