'Enrique Murillo, editor'

'Enrique Murillo, editor' DANIEL ROSELL

Letras

Enrique Murillo y las bambalinas del teatro editorial

El editor y periodista barcelonés levanta acta de su vida, hazañas y fracasos en unas rotundas memorias sobre los verdaderos entresijos de la industria de los libros

Enrique Murillo: "Vivimos tiempos de puritanismo, a derecha e izquierda: la víctima es la literatura de verdad"

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Rubén Darío escribió hace algo más de un siglo, en un poema de Cantos de vida y esperanza (1905), que en literatura ser sincero equivale a ser potente. Existen sin embargo tantas formas posibles de sinceridad como variantes de la literatura. Se puede ser sincero inventando –en eso consiste el arte de la ficción–, dejando caer una media verdad –inexacta y terrible– o mediante una inteligente sucesión (encadenada) de sugerencias. También simulando una elocuente y falsa objetividad o alterando –en función de las simpatías y las antipatías personales– el contexto exacto de las cosas. 

Enrique Murillo (1944), periodista y editor barcelonés, ha elegido hacerlo en sus sabrosas memorias –Personaje secundario (Trama Editorial)– de forma rotunda y diríamos que inteligentemente menesterosa. Explícita y, al mismo tiempo, humilde. Por eso su estupendo libro –538 páginas llenas de vivencias, secretos, hazañas y fracasos– va a quedar como uno de los más valientes que se han publicado en los últimos años, además de perdurar en el tiempo como un útil vademécum para distinguir –por decirlo al modo de Machado (Antonio)– las voces de los ecos de la industria del libro, que todavía, incluso inmersos por completo en el desconcertante presente digital,  es la gran clave de bóveda de la cultura en español. 

El editor Enrique Murillo

El editor Enrique Murillo

Murillo es un personaje esencial para entender la historia del sector en España desde finales de los años sesenta. Ha estado en todos sitios y conoce a casi todos los protagonistas. Así que si estas memorias han provocado –sobre todo entre los concernidos– asombro y cierto bochorno no es tanto por lo que el periodista y editor barcelonés cuenta en ellas (que es su básicamente vida y su experiencia al otro lado del espejo) sino porque su libro quiebra desde el principio el pacto (tácito) de silencio, entre autodefensivo y vergonzante, que es tan característico de esos círculos reducidos, pero también muy influyentes, que deciden, no siempre debido a criterios literarios, ni tampoco por razones económicas, lo que se publica (o no) en España y también en buena parte de Hispanomérica. 

Nadie ha hablado de este arcano más claro que Murillo, que documenta y recoge testimonios –propios, pero también ajenos– de las bambalinas del teatro editorial. El libro es magnífico, aunque muchos, por supuesto, dirán que no se atiene a los hechos (tal y como ellos los recuerdan) y que, en determinados pasajes, muestra la voluntad de ajustar cuentas pendientes. En lo primero no vamos a entrar –cada uno cuenta la feria en función de cómo le ha ido en ella y unas memorias deben, sobre todo, recoger la perspectiva de aquel que las escribe– y con respecto a lo segundo nos parece un hecho no sólo natural sino admirable. ¿O acaso las editoriales y sus propietarios (ya sean accionistas, familias o mayorazgos posmodernos) no escriben también, a su gusto y con muchos más recursos y vanidad que Murillo, la versión oficial de sus gestas al mismo tiempo que disimulan sus pecados? “Propaganda, all is phony”, escribió Dylan.

El editor Jorge Herralde

El editor Jorge Herralde DANIEL ROSELL

Desde que Jorge Herralde, el fundador y hasta 2015 propietario unipersonal de Anagrama, vendida ese año al grupo Feltrinelli, hiciera suya una frase del editor francés Christian Bourgois –“mi autobiografía es mi catálogo”– la idea de que cualquier editor es tan creador –o más– que sus autores ha hecho fortuna. ¿Por qué? Acaso sea por una frustración de orden íntimo (administrar un negocio que depende tanto de los méritos propios como del talento ajeno) o por contagio de los imponderables de la sociedad del espectáculo, pero lo cierto es que la difícil tarea de hacer libros, que es tan cultural como empresarial, ha vivido una mutación acelerada similar a la de la restauración, donde lo importante ya no son los ingredientes de la comida. Son las asombrosas (o no) dotes del cocinero. 

Éste es uno de los primeros mitos que Murillo, que es escritor además de traductor, periodista, crítico y editor, destroza sin piedad. Nada es más difícil que escribir verdadera literatura, por mucho que los autores necesiten después contar con un buen canal industrial, que es el que crean los verdaderos editores, para dar a conocer y rentabilizar (en general, de forma magra) su obra. Bajar el balón al suelo, como hace Murillo en este libro que es historia personal, retrato histórico, una crónica de lugares –Barcelona, Madrid– y de un tiempo (desde los años del tardofranquismo al presente, pasando por el ilustre paréntesis de la Santa Transición) es un ejercicio pertinente y necesario. Sólo desde una mirada terrestre, que es la que ha elegido el periodista y escritor barcelonés para hacer memoria, pueden calibrarse las asombrosas paradojas del mundo editorial, donde las relaciones públicas y las convenciones sociales –la lógica política de “los amigos y los enemigos”, como escribió Carl Schmitt– cuentan tanto (o más) que los estrictos méritos literarios, y la ingratitud y el afano moral (adjudicarse el trabajo ajeno) es un hábito tan frecuente como la vanidad. 

'Personaje secundario'

'Personaje secundario' TRAMA EDITORIAL

Nada nuevo y, al menos en España, una costumbre consentida en todas las industrias, como es el caso de la edición o el periodismo, donde la entrega y la vocación son tan intensas que terminan cegando sin remedio a los galeotes del barco, temerosos hasta de romper sus propias cadenas. Para escándalo de sus iguales, Murillo se atreve a impugnar este dogma absolutista en el que durante tanto tiempo, aunque no siempre en armonía, el interés de unos ha cohabitado con la resignación (triste) de otros.

El editor barcelonés aporta datos, testimonios y reflexiones que desvelan una realidad nada idílica. Por supuesto, hay quien no sale bien parado de este trance, aunque esto no implica que Murillo, que intenta ser justo sin dejar de decir su verdad, pretenda vengarse de nadie. Sencillamente ha preferido, en lugar de contemporizar, dejar al descubierto la tramoya del circo y perpetrar un sano ejercicio de transparencia y autocrítica de un oficio que ha sido –y es– su vida, sin mimetizarse ni asumir como propias, como acostumbra a suceder, las habituales imposturas ambientales. 

Portada de la revista 'El Europeo' (1992)

Portada de la revista 'El Europeo' (1992)

Estas memorias contienen distintas tramas simultáneas. En primer lugar está el recorrido vital: sus azarosos comienzos, aciertos y calamidades personales, la lejana historia de un periodista sine nobilitate y de extracción humilde que, gracias a la mediación de algunos amigos, como Félix de Azúa, o debido a la casualidad, empieza a trabajar en dos oficios –la edición y el periodismo– donde siempre ha regido la diferenciación (clasista) entre los patricios y sus siervos. Dos industrias que, en el fondo, son la misma y cuya guerra no obedece a cuestiones artísticas, ni tampoco al interés general, sino al poder, ejercido mucho tiempo bajo la forma del monopolio, de dominar la esfera cultural pública y amplificar (u obviar) aquellos discursos, obras e ideas que permiten –o impiden– articular una determinada la hegemonía social. En ese sentido, Personaje secundario es un libro político.

Murillo, un hombre aparentemente de izquierdas por trayectoria y carácter, hijo de su momento histórico, se sitúa a sí mismo entre los parias de las edición y, desde este lugar, muestra las contradicciones y la hipocresía de algunos de los mandarines de su tiempo, capaces de presumir de tener un catálogo progresista pero negarse –fue justo su caso– a contratar a sus colaboradores, a los que sometían a un precariado laboral perpetuo y condenaban a la dependencia económica. Dos personajes encarnan, según la mirada de Murillo, este arquetipo social. Por un lado, Jorge Herralde, el propietario de Anagrama, empresa para la que el editor barcelonés estuvo años trabajando –“en régimen feudal”– como falso autónomo. Por otro, Joaquín Estefanía, exdirector de El País, que exigió a Murillo, en los meses previos a la creación de Babelia, el entonces influyente suplemento cultural del diario, la obediencia debida de un empleado, pero sin asumir a cambio las obligaciones sociales empresariales –incluida la cotización para la jubilación– propias de dicha condición. 

Portada del primer número de 'Babelia', el suplemento cultural del diario 'El País' (1991)

Portada del primer número de 'Babelia', el suplemento cultural del diario 'El País' (1991)

No es nada que no continúe sucediendo en periódicos y en editoriales, donde cada informe de lectura se paga a una tarifa (miserable) de 20 euros. Herralde no sale nada bien parado del relato de Murillo. El editor de Anagrama, sin que su excolaborador lo diga de forma expresa, aparece retratado en el libro como un involuntario discípulo de José Manuel Lara (padre) –al que le preocupaba más la rentabilidad comercial y el efecto social que suponía publicar a ciertos autores que la calidad literaria de sus libros, aunque sin practicar el sectarismo de los niños bien de Barcelona que jugaban a ser progres– más que como el sucesor de Carlos Barral. 

Ésta es la estrategia de Murillo para desmontar el autorretrato (oficial) del editor de Anagrama, a quien, sin embargo, le reconoce el indudable mérito de construir –con su colaboración– uno de los sellos editoriales más rentables de Europa, aunque sin hablar demasiado de literatura –que fue lo que salvó a la editorial tras su ruinosa obstinación por convertirse en el sello referencial del ensayismo marxista– o ser injusto con sus colaboradores, especialmente con los traductores y autores tan prestigiosos como Javier Marías, cuya sonora ruptura con Anagrama obedeció a las discrepancias con las liquidaciones de ventas; una plaga que, como las tiradas secretas o la famosa doble contabilidad de ejemplares vendidos y liquidados a los autores, es ecuménica en el mundo del libro y que, en lo que es otra contradicción colosal, ninguna administración, sea del signo político que sea, ha querido hasta el presete extirpar, aunque sí multe a cualquier colectivo profesional que se atreva a proponer –a título meramente informativo– unas tarifas mínimas a cambio de su trabajo.

El escritor Javier Marías

El escritor Javier Marías DANIEL ROSELL

Esta situación endémica de abuso, sobre la que Murillo se extiende sin paños calientes, pero sin incurrir en la demagogia, la padecen a diario los escritores, los traductores, los correctores, los ilustradores, los diseñadores y el resto de trabajadores externos de la cadena de valor de un gremio donde la legislación de propiedad intelectual se incumple sin que nadie –especialmente los gobiernos que se definen como progresistas– lo impida. El segundo argumento de Personaje secundario es un análisis –a fondo, hecho usando las herramientas del periodismo– del gremio desde dentro. Una industria que, al contrario que otras, tiene unos costes fijos relativamente bajos (un 8% de estructura empresarial media), transfiere de forma arbitraria el riesgo de su actividad –editar y vender libros– a actores más débiles desde el punto de vista financiero y liquida sus obligaciones económicas con los autores una vez al año en función de parámetros arbitrarios que ni somete a auditorías externas ni a ningún mecanismo de control independiente que no sea de orden (y por supuesto disciplina) interna. 

Murillo hace hincapié en el hecho de que, durante los últimos tiempos,  crezcan las ventas y las editoriales ganen dinero sin que estos resultados empresariales redunden en una más que necesaria actualización de los adelantos, los precios y las tarifas profesionales. El autor, que fue empresario durante algunos años con el sello Libros del Lince, es crítico con estas prácticas indignas, de igual forma que lo es con la visión de la cultura, concebida como un mero e insustancial escaparate social, que se generalizó en la España de los años ochenta, y que contempló en primera persona tras salir de Anagrama y dejar Barcelona por Madrid para trabajar (y cotizar) como redactor jefe de la revista El Europeo. El relato de su vida nos habla de una industria editorial (la española) poco ejemplar. De la diabólica devoción por un arte –la literatura– supremo y de la realidad prosaica de las cosas. A su modo es también un profundo acto de amor. Porque únicamente se critica así aquello que de verdad se quiere.